Camino a la Beatificación

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Carta Pastoral


Queridos hermanos Catamarqueños:
Ya pasaron diez años desde nuestro último jubileo, en el 2010, en el que celebramos los 100 años de nuestra Iglesia particular de Catamarca. Y al concluir los festejos nos propusimos hacer un largo camino hasta el 2020 para agradecer a Dios por los 400 años de ininterrumpida y fecunda presencia de la sagrada imagen de la ‘Pura y Limpia Concepción’, a la que tiernamente llamamos Virgen del Valle.
Tal celebración ha cobrado mayor relieve con la doble disposición de todo el episcopado argentino de un Año Mariano Nacional y del IV Congreso Mariano Nacional, que se llevará a cabo, aquí en san Fernando del Valle de Catamarca, del 23 al 26 de abril de 2020.
Ciertamente que estos acontecimientos también son expresión elocuente de lo que llamamos ‘la Gracia del Valle’, y que debemos agradecer a la Providencia de Dios, valorándolos e incorporándolos definitivamente al patrimonio sociocultural y religioso de nuestra historia provinciana.
¡Cómo no agradecer a Dios que, con ocasión de este Gran Jubileo, vendrán del norte y del sur, del este y del oeste, multitud de hermanos no sólo como congresistas, sino como devotos y peregrinos a honrar al Dios Altísimo que se hizo providencia maternal en la persona de la Santísima Madre de su Hijo Jesucristo, a través de una frágil imagen con rostro curtido y afligido propio de los nativos, a los que el Padre Eterno vino a consolar y esperanzar! Nosotros somos el legado de aquellas gestas evangelizadoras y necesitamos renovarnos en nuestro amor a la Santa Trinidad, a la Madre de Dios, a la Iglesia y a toda la humanidad, con un gran ardor misionero y discipular.
Es por ello que amerita que les escriba, concisamente, para alentarlos a aprovechar esta particular bendición divina que recibimos los que ahora hollamos este suelo catamarqueño, y para las generaciones futuras, a las que hemos de dejar una claro legado de fe, esperanza y amor a Dios, a la Morena Virgen del Valle y a la santa Iglesia Católica y Apostólica, de la que hemos de estar muy felices y agradecidos de ser miembros predilectos.

“Hermanos míos, alégrense en el Señor” (Flp 3,1) 

En tiempos antiguos, recordando las maravillas obradas por el Señor en el curso de la historia de la salvación, reposaba el Pueblo de Dios para descansar de sus habituales fatigas terrenas y centrarse en la presencia de Dios, hacer partícipe de su descanso a la entera creación, crear conciencia de la destinación universal de los bienes, fomentar un concepto justo y apropiado de la propiedad privada, practicar obras expiatorias por los pecados cometidos, promover la libertad de la persona humana, profundizar la experiencia de la divina providencia, extirpar la lacra de la usura de en medio del pueblo, atender con mayor esmero a los más pobres y dignificar la condición de los trabajadores (cf. Lev 25).
Haciendo suya esta práctica de la antigua ley, la Madre Iglesia celebró Años Jubilares en estos tiempos del Espíritu para enraizar la conciencia de la centralidad de Jesús y sus misterios en la vida del creyente (1390, 1933, 1983, 2000), santificar el año con una intensificación de las prácticas propiamente espirituales (1475), renovar la vida eclesial (1525, 1550, 1875, 1975), dar nueva vitalidad al impulso evangelizador (1725, 1750, 1925), resaltar la importancia del ministerio petrino (1300, 1950), experimentar la ternura de la misericordia y del perdón (1400, 1900, 1950, 1975, 2016), acentuar nuestra común condición de peregrinos hacia la Casa del Padre (1600), beneficiar al pueblo con ingentes beneficios espirituales (1625) y difundir por doquier el gozo, la alegría y la paz que brotan del corazón de quien se sabe amado por el Señor (1825, 1975).
También nosotros, herederos de las promesas de nuestros padres en la fe y coherederos, en Jesús, de la vida eterna, hemos hecho un alto en nuestro camino hace diez años para celebrar con peculiar fervor el centenario de nuestra Iglesia de Catamarca, insertarnos en su particular historia de amor evangelizador, recibir con gratitud los frutos de la apostólica labor de quienes nos precedieron, comprometernos a cumplir con fidelidad el mandato evangelizador, revisar lo realizado, pedir perdón por nuestras falencias, renovar e intensificar los aciertos y abrir el alma para que “la gracia del Señor Jesucristo, la caridad de Dios y la comunicación del Espíritu Santo” (2 Cor 13,13) estén con todos nosotros.
Desde entonces nos fuimos preparando con todo esmero para celebrar con filial devoción los 400 Años de la amorosa presencia de la Virgen del Valle en medio de nuestro pueblo.
Para ello hemos procurado sumergirnos con reverencia en los misterios del ministerio sacerdotal y de la familia, renovarnos en la fe, asumir con esmero el cuidado y la promoción de la niñez, la adolescencia y la juventud, resaltar la importancia de la misión de los laicos en el seno de la Iglesia y de la sociedad, mostrar las vertientes cívicas y ciudadanas de la vida según la fe, insistir en la necesidad de una formación permanente del pueblo fiel, celebrar la piedad de nuestro pueblo y dar renovado impulso a la espiritualidad cristiana.
Los designios del Padre providente nos han llevado sobre las ágiles alas del tiempo para depositarnos a las puertas del Año 2020, durante el cual expresaremos con Júbilo y de diversísimas maneras nuestro común gozo por el extendido, vigente y tierno amor de nuestra Madre del Valle, procurando aprender de Ella cómo vivir el Evangelio y cómo evangelizar a nuestros hermanos, para asumir el mandato evangelizador de la mano de María.
El Año Jubilar se llama así por el gozo y la alegría propios de quienes experimentan el inmenso amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, expandido en la vida eclesial, comunicado en la liturgia y experimentado en las vivencias de cada día. Y dado que el amor de Dios no se interrumpe jamás, es justo que dediquemos un tiempo prolongado para darle gracias de todo corazón, proclamar sus maravillas, alegrarnos y regocijarnos en su presencia, y cantar himnos a su Nombre (cf. Sal 9,2-3); y es más que oportuno que le ofrezcamos todo un Año para reconocer públicamente y festejar comunitariamente su paternal gesto de concedernos un refugio protector y un manantial inexhausto de inefable gozo (cf. Sal 5,2) al entregarnos a la Madre de su Hijo como Madre providente de un pueblo sencillo que no cesa de expresar su estupor ante un don tan admirable (cf. Sal 8).
Por eso durante todo el Año 2020 elevaremos nuestra mente, nuestro afecto y nuestra voz para aclamar la gloria y el poder, la santidad y la majestad, el poder y la condescendencia del Señor que, al darnos a María del Valle, nos concedió una fuente inagotable de confianza, fraternidad y paz (cf. Sal 29). Con un corazón lleno de júbilo, pues, celebraremos a Jesús que nos dio a su Madre, María, como Madre del Pueblo, esperanza nuestra e insuperable Maestra en la escuela del servicio de la esperanza cristiana.
Para ello nos será de mucha ayuda repasar, una y otra vez, las maravillas obradas entre nosotros por el Señor por intercesión de Nuestra Madre del Valle; tanto aquellas por todos conocidas, cuanto las que, no habiendo sido muy difundidas, muestran con sencillez la portentosa protección orante de Santa María, siempre Virgen.
Y así es, porque contemplándola, aprendemos de Ella a vivir en plenitud y a comunicar con alegría el Evangelio de la salvación.
Ella es la pura y limpia Virgen que, con cierto desconcierto, recibió el saludo del ángel Gabriel que la exhortaba a la alegría porque, por la presencia de Dios en su corazón, estaba llena de gracia (cf. Lc 1,26-28); y habituada como estaba a la íntima relación con el Señor, no se admiró del saludo, sino que, indagando sobre su sentido, obtuvo la inmediata revelación del misterio que en Ella estaba a punto de cumplirse: favorecida por Dios, iba a concebir y dar a luz a un hijo, a quien impondría el nombre de Jesús, el Salvador, el único Grande, el Hijo del Altísimo, el Santo, el heredero del trono de David, el Rey definitivo (cf. Lc 1,29-33.35; Mt 1,21); y porque creyó la palabra anunciada, el Verbo se hizo carne en su seno (cfJn 1, 14) y su corazón se convirtió en portentoso cauce por do discurre el abundante río del Espíritu cuyas aguas limpian las impurezas del alma, vivifican el corazón del hombre y renuevan la convivencia humana (cfJn 7, 38-39).
Ella es la que, pues, no dudando de la verdad del misterio revelado, sólo quería conocer la modalidad del cumplimiento para comprender la compatibilidad de la Virginidad con la Maternidad, lo que, según le fue revelado, sería posible por la intervención del Espíritu Santo y la acción en Ella del poder del Altísimo, para quien nada es imposible (cf. Lc 1,34-35.37; Mt 1,20.25). Y como María declaró estar totalmente dispuesta a cumplir la voluntad del Padre, porque Ella era sólo la servidora del Señor puesta en el mundo para realizar los designios divinos (cf. Lc 1,38), hizo verdad en su vida las palabras del Señor: “no todo el que me dice ‘Señor, Señor’, entrará en el Reino de los Cielos, sino el que cumple la voluntad de mi Padre que está en los cielos” (Mt 7,21).
Ella es la joven diligente que, embarazada ya de Jesús y convertida en Madre del Salvador, fue desde Nazaret hasta las montañas de Judá para asistir a su pariente Isabel durante los últimos meses de su embarazo del Bautista, ayudándola en las tareas domésticas más humildes y siendo portadora no sólo de su servicial corazón, sino, sobre todo, de la presencia de Jesús y de la acción del Espíritu Santo (cf. Lc 1,39ss). De esta manera anticipó la actitud del Señor, quien, como humilde servidor, durante la última cena lavó los pies de sus discípulos (cf. Jn 13,3ss); y expresó con obras que la Ley y los Profetas consisten en hacer al prójimo lo que deseamos que el prójimo haga con nosotros (cf. Mt 7, 12).
Ella es la mujer cuya sola presencia convierte a las personas y suscita espiritual admiración y sentida oración, como lo mostró acabadamente Isabel al alabarla por ser bendita entre todas las mujeres y al reconocer simultáneamente su maternidad divina y su incomparable fe en la Palabra del Señor (cf. Lc 1,41ss); experiencia compartida por aquella mujer que, extasiada ante Jesús, exclamó en medio de la multitud: “¡Feliz el seno que te llevó y los pechos que te amamantaron!” (Lc 11,27).
Ella es maestra de oración que, en el Magnificat, nos enseñó a alabar la grandeza del Señor reconociendo que Él es el origen de los supremos gozos del alma, de toda genuina excelencia, de la santidad, de la misericordia, de la justicia, del amor por los humildes y de la amical fidelidad; todo lo cual lo veía volcado en Ella, por lo que, en la misma oración, profetizó que en el porvenir todas las generaciones la llamarían feliz (cf. Lc 1,46ss); profecía que viene verificándose largamente, puesto que el nombre de María fue alabado en todas partes durante toda la historia de la Iglesia, en una extendida profesión de filial amor a la que nosotros mismos no cesamos de manifestar nuestra singular adhesión.
Ella es la que, con sencilla pobreza, recibió en el pesebre la visita de los magos de oriente siendo testigo fiel del gozoso homenaje tributado al Señor por la gentilidad (cf. Mt 2,10-11); acogió a los humildes pastores favorecidos por el anuncio de los ángeles y hechos heraldos en medio del pueblo del grandioso acontecimiento (cf. Lc 2,15ss); y, con silente admiración, contemplaba y escuchaba lo que se hacía ante su Hijo y se decía de Él, conservándolo todo en su corazón (cf. Lc 2,19.33.51). Así, hacía suya la jubilosa oración del Corazón del Señor, quien bendecía al Padre por encubrir sus maravillas a los sabios y a los prudentes y descubrirlas a los pequeñuelos (cf. Mt 11, 25).
Ella es la que recibió, ya al comienzo de la vida de Jesús, un anuncio de la pasión y de su participación en el misterio de la redención, aceptando con tácita obediencia los designios salvíficos del Señor (cf. Lc 2,34-35), debiendo enseguida abandonarlo todo y huir hacia Egipto para proteger a su Hijo, desde donde regresó años después para radicarse en Nazaret, dando así sentido pleno a la liberación del pueblo y a la misión del Hijo mediante el cumplimiento de las profecías antiguas (cf. Mt 2,13-15.19-23). Con ello, María, la mejor discípula de Jesús, lo dejaba todo por Él y tomaba sobre sí desde el comienzo la cruz para caminar detrás suyo (cf. Mt 10,37-38).
Ella es la que, desde el corazón de la Sagrada Familia, cumplió las leyes vigentes (cf. Lc 2,21ss) y se sumó a la piadosa práctica de peregrinar hacia Jerusalén para la celebración de la Pascua, imponiendo así un luminoso ejemplo de participación en el culto divino y de perseverancia en los ejercicios piadosos que todas las generaciones estamos llamados a imitar (cf. Lc 2,41-43); y anticipando también, con su actitud, que se sometía en todo al mensaje de Jesús, quien no vino a destruir la Ley o los Profetas, sino a darles cumplimiento (cf. Mt 5,17).
Ella es la que, con afligido corazón, buscó al Hijo durante tres días hasta que, maravillada, lo encontró ocupado en los asuntos del Padre celestial, escuchando y haciendo preguntas a los doctores de la Ley en el templo de Jerusalén, y asombrando a todos con su inteligencia y sus respuestas (cf. Lc 2,43ss), compartiendo con Él desde entonces, y por más de veinte años, una vida silenciosa y llena de piadosa virtud en el seno de la casa de Nazaret (cf. Lc 2,51-52). Con ello se nos mostró la inabarcable riqueza espiritual de María, colmada de gracias por la prolongada vida de intimidad con Jesús, de quien un momento basta para transformar al hombre (cfJn 1, 39; Mt 9, 9); y también se nos anticipó la verdad del mensaje futuro de Jesús: “vengan a mí todos cuántos andan fatigados y agobiados y yo los aliviaré. Tomen mi yugo sobre ustedes y aprendan de mí, pues soy manso y humilde de corazón, y hallarán reposo para sus almas; porque mi yugo es suave y mi carga es ligera” (Mt 11,28-30).
Ella es la que fue señalada por Jesús como perfecta discípula suya por estar unida con Él, más que con la carne y la sangre, por el cumplimiento perseverante, fiel y perfecto de la voluntad del Padre que está en el cielo (cf. Mt 12,46ss; Mc 3,31ss; Lc 8,19ss); y fue proclamada por Él como la feliz creyente que escucha la Palabra de Dios y la pone en práctica (cf. Lc 11,27-28); porque, en efecto, el Verbo se hizo carne en su cuerpo, pero antes se hizo fe, luz y vida en su corazón.
Ella, protagonista de la Encarnación del Verbo de Dios (cf. Jn 1,14), nos dijo que hagamos todo lo que Él nos diga (cfJn 2, 5) para que podamos gustar el vino nuevo del Reino del Señor, dar sentido trascendente al matrimonio y a la familia, asistir con caridad a los necesitados y recibir gracias renovadas para enfrentar con esperanza los problemas de la vida, ya que Aquél a quien “Dios envió dice las palabras de Dios, porque Dios le da el Espíritu sin medida” (Jn 3,34), por eso, sus palabras son palabras de vida eterna (cf. Jn 6,68).
Ella es la Madre fiel que permaneció junto a su Hijo al pie de la cruz y nos fue dejada por el Señor como el más preciado tesoro que podíamos recibir en la casa de nuestros corazones, para experimentar continuamente el amparo interior que la Madre común quiere brindar a sus hijos en las aflicciones de la vida (cf. Jn 19,25-27); misión que María Santísima cumplió con todo esmero en los tiempos del Espíritu, brindando a todos y en toda circunstancia el ejemplo de su vida, la fuerza de su intercesión, el calor de su ternura, la familiaridad de su amor.
Ella es quien, íntimamente unida a los discípulos de su Hijo, perseveraba en la oración pidiendo del Señor el envío del Espíritu prometido (cf. Hch 1,14), como lo sigue haciendo hoy y lo experimenta el pueblo fiel que siente a la Virgen a su lado cuando alaba a Dios, le da gracias, le suplica perdón o le pide nuevos beneficios.
Ella es la que, con su venida al mundo, posibilitó que el tiempo llegue a su plenitud y se convierta en eternidad por la Encarnación del Verbo, nacido de Ella y sujeto a la Ley, para redimirnos a los que estábamos sometidos a la Ley y hacernos hijos adoptivos y herederos del cielo por la transformación interior que obra en nosotros la presencia y la acción del Espíritu Santo, por quien podemos clamar a Dios llamándolo ¡Abba!, es decir, ¡Padre! (cf. Gal 4,4-7); aclamación de amor que repetimos al comienzo de cada misterio del Santo Rosario.
Y todo esto no es sólo historia pasada; es una realidad actual, presente, vigente y actuante, como nos lo muestran nuestros amados hermanos de las Iglesias particulares del Noroeste Argentino, quienes todos los días nos admiran por su tierna devoción a la Virgen del Valle, cuya imagen reciben con alborozo, celebran con amor y acompañan con piedad. Ellos nos enseñan que en María del Valle encontramos concentradas todas las riquezas de la persona y de la misión de la Virgen en la historia de la salvación, puestas a disposición y para provecho y beneficio de sus hijos que acuden a Ella con sincera y cristiana confianza.
Queridos hermanos, en cierta ocasión “Jesús fue a Nazaret, donde se había criado; el sábado entró como de costumbre en la sinagoga y se levantó para hacer la lectura. Le presentaron el libro del profeta Isaías y, abriéndolo, encontró el pasaje donde estaba escrito: El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha consagrado por la unción. Él me envió a llevar la Buena Noticia a los pobres, a anunciar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, a dar la libertad a los oprimidos y proclamar un año de gracia del Señor” (Lc 4,16-19).
Hoy el mismo Señor, por amor a su Madre y para beneficiarnos a todos, nos concede un Año de Gracia en honor a la Santísima Virgen del Valle. Y no podía hacer otra cosa por fidelidad a su mensaje evangelizador, en el cual dio tanta importancia al cuarto mandamiento, sobre el cual volvió una y otra vez (cf. Mt 15,4; 19,19; Mc 7,10; 10,19; Lc 18,20 ) y de lo cual se hace eco San Pablo (cf. Ef 6,2; 1 Tim 5,4), llegando a decir que “si uno no se interesa por los suyos y particularmente por los de su casa, ha renegado de la fe y es peor que un infiel” (1 Tim 5,8); lo cual ciertamente no puede decirse de Jesús, porque “grande es el misterio de la piedad, el cual fue manifestado en la carne, justificado por el Espíritu; mostrado a los ángeles, predicado entre los gentiles; creído en el mundo, enaltecido en gloria” (1 Tim 3,16), todo lo cual se aplica a Cristo, quien es el Misterio de Piedad.
Por ello, pues, es el mismo Jesús, presente siempre sacramentalmente en el Santuario de la Virgen del Valle, quien proclama desde ese sacro recinto que ha decretado un Año de Gracia y de Júbilo movido por su piadoso amor a su Santa Madre y para espiritual provecho de todos los fieles devotos y peregrinos que, con tierno y filial amor, acuden allí para honrar a la Virgen María simbólicamente representada a través de la Imagen bendita de la Virgen del Valle, conscientes de que “el honor de la imagen, se dirige al original” (II Concilio de Nicea, Ses. VII).
El mismo Cristo Jesús, quien, en la persona del apóstol San Juan, puso a todos sus discípulos bajo el cuidado de su Madre cuando estaba a punto de entregar su espíritu al Padre por la redención del género humano (cf. Jn 19,25-27), es quien encomendó hace 400 Años a la Virgen del Valle que nos proteja y acompañe en este Valle elegido por misteriosa dignación de su amor. Por ello le damos gracias por este don tan grande y por este especial privilegio; y damos gracias también a la Virgen del Valle, quien con tanto cariño cuidó de nuestros antepasados, veló por todos ellos, los consoló en las dificultades, los animó en la prosperidad y fue cuidando nuestra historia hasta llegar a un presente que nos cautiva por la tierna vigencia de su maternal amor.
Conmemorando, por tanto, los 400 Años del providencial hallazgo de la Sagrada Imagen de la Virgen del Valle en los repliegues de los cerros de Choya,
desde el ocho de diciembre del presente año hasta el mismo día del año próximo nos sumergiremos en un Año de Júbilo, de Gracia, de alabanza, de piedad, de gratitud, de veneración y de renovación del pacto de amor sellado hace cuatro siglos entre María Santísima y el pueblo que la siente presente en la portentosa Imagen.
Durante ese lapso honraremos a la Virgen del Valle de muchas y complementarias maneras; algunas solemnes y multitudinarias; otras sencillas y casi sigilosas. Recordando siempre de que “la verdadera devoción no consiste ni en un sentimentalismo estéril y transitorio ni en una vana credulidad, sino que procede de la fe auténtica, que nos induce a reconocer la excelencia de la Madre de Dios, que nos impulsa a un amor filial hacia nuestra Madre y a la imitación de sus virtudes” (Lumen Gentium, 67). Y recordando también “que el verdadero culto a los santos no consiste tanto en la multiplicidad de actos exteriores cuanto en la intensidad de un amor activo, por el cual, para mayor bien nuestro y de la Iglesia, buscamos en los santos el ejemplo de su vida, la participación de su intimidad y la ayuda de su intercesión”, lo cual “de ninguna manera rebaja el culto latréutico tributado a Dios Padre por medio de Cristo en el Espíritu, sino que más bien lo enriquece copiosamente” (Lumen Gentium, 51).
Quiera el Señor Jesucristo abrirnos la inteligencia para que comprendamos (cf. Lc 24,45) el misterio grandioso de la Virgen del Valle y para que, alentados por el calor de su afecto maternal y fortalecidos por su omnipotencia suplicante,nos sintamos movidos a imitar su insuperable ejemplo de amor a Jesús y de fidelidad al Evangelio.
En fin, les recuerdo nuevamente, queridos hermanos, que seremos anfitriones del IV Congreso Mariano Nacional. Es por ello que les suplico que hagan el esfuerzo de acondicionar sus viviendas para poder hospedar a los 10.000 Congresistas que participarán del mismo. Ustedes saben que la hotelería aquí es escasa y que casi todos los lugares son reservados con anticipación; sobre todo, porque muchos hermanos llegan como devotos o peregrinos a participar en la fiesta de abril, de manera que a los congresistas hemos de recibirlos fraternalmente en nuestros hogares. En cada congresista recibirán al mismo Jesús, quien afirma en el evangelio de san Mateo 25,35 “era forastero y me acogieron”. Tengan en cuenta que los congresistas son personas comprometidas en la vida eclesial, ya que participan en movimientos o áreas pastorales en sus respectivas parroquias y son inscriptos por el delegado diocesano designado por el obispo para tal efecto.
También los invito a orar cada día y, si fuera posible, en familia, quizás antes de comer, por el Año Mariano Nacional y por el IV Congreso Mariano Nacional, rezando, haciendo rezar y difundiendo la oración que trascribo a continuación:
“María, Madre del Pueblo, 
esperanza nuestra, 
hermosa Virgen del Valle, 
ayúdanos a renovar nuestra fe 
y nuestra alegría cristiana. 
Tú que albergaste 
al Hijo de Dios hecho carne, 
enséñanos a hacer vida el Evangelio, 
para transformar la historia de nuestra Patria. 
Tú que nos diste el ejemplo 
de tu hogar en Nazaret, 
haz que en nuestras familias 
recibamos y cuidemos la vida 
y cultivemos la concordia y el amor. 
Tú que al pie de la cruz 
te mantuviste firme, 
y viviste el alegre consuelo 
de la resurrección, 
enséñanos a ser fuertes en las dificultades 
y a caminar como resucitados. 
Tú que eres signo 
de una nueva humanidad, 
impúlsanos a ser promotores 
de amistad social 
y a estar cerca 
de los débiles y necesitados. 
Tú que proclamaste las maravillas del Señor, 
consíguenos un nuevo ardor misionero 
para llevar a todos la Buena Noticia. 
Anímanos a salir sin demora 
al encuentro de los hermanos, 
para anunciar el amor de Dios 
reflejado en la entrega total de Jesucristo. 
Madre preciosa, 
recibe todo el cariño 
de este pueblo argentino 
que siempre experimentó 
tu presencia amorosa 
y tu valiosa intercesión. 
Gracias, Madre”. Amén.


Mons. Luis Urbanc
8° Obispo de Catamarca