Es hermoso encontrar a un hombre
de principios rectos y que vive honestamente. Tiene una conciencia bien
formada, sabe lo que tiene que hacer y asume sus deberes. Vive con
transparencia, sin trampas, sin engaños y sin vueltas.
Conviene dejar en claro, desde el
principio, que los hombres honestos no son seres de otro planeta. Como
cualquier otro, tienen sus momentos de debilidad, sufren tentaciones y
sucumben. Si los honestos, si los mejores, fallan, es mucho más frecuente la
caída entre quienes viven en la zona estadística de “los normales”...
Todos hemos experimentado lo
fácil que es usar tiempo de trabajo para leer un libro interesante, o ver la
televisión mientras quedan arrinconados los deberes del hogar, o usar la
computadora para jugar al ajedrez o para “naufragar” en internet en vez de
escribir una carta al amigo necesitado de un poco de consuelo.
Es normal sentir tentaciones. Es
tristemente fácil sucumbir. Pero si queremos vivir no de caprichos ni según lo
que pida el egoísmo o la pereza, buscaremos ayudas concretas para que la
tentación no nos venza.
Existen, gracias a Dios, ayudas
“externas” que no dependen de nosotros. Saber que alguien nos observa, conocer
que existen castigos para los trabajadores deshonestos, sentir que la línea de
teléfono del despacho registra cada llamada que realizamos y cuánto tiempo
hemos dedicado a gustos personales, nos aguijonea y nos evita muchos problemas.
Hace falta, sin embargo, ir más a
fondo. Las ayudas externas y la vigilancia llegan hasta ciertos límites, pueden
lograr sólo una honestidad de apariencias. Luego existen inmensos espacios de
la jornada donde cada uno actúa sin ser vigilado, en lo “oculto”. Es cierto que
luego muchos actos “ocultos” serán descubiertos algún día. Pero también es
cierto que en esos instantes de libertad lo que determina nuestros actos viene
de lo más profundo de nuestra conciencia, del saber que uno puede actuar según
lo que quiere y no según la presión que produce la mirada ajena.
Por eso resulta tan importante
aprender a actuar no según lo que nos pueda sugerir la “vigilancia” externa,
sino según principios acogidos y hechos vida, según la honestidad que define al
hombre auténtico y cabal.
Los cristianos tenemos una ayuda
enorme para vivir honestamente nuestros deberes en el hogar, en el trabajo, en
las distintas situaciones humanas. Esa ayuda viene de la certeza de que nacimos
del Amor eterno de Dios y de que caminamos hacia el encuentro eterno de su
Amor. Tenemos un Dios Padre que nos ama, que nos cuida, que nos mira con
cariño. Si jamás nos permitiéramos un acto malicioso ante la mirada de aquellos
que más nos aprecian, el sentirnos bajo los ojos de un Dios tan bueno debería
lanzarnos a cumplir nuestros deberes con mayor fidelidad y, sobre todo, con
amor.
Ello no quita que también recurramos
a apoyos humanos que nos fortalezcan y nos eviten un mal paso. Por ejemplo,
casi seguro que no veríamos ciertos programas de televisión si hay alguien
limpio de corazón a nuestro lado. Por eso estar con un buen amigo, dejarnos
ayudar por alguien que nos diga, respetuosamente, si lo que hacemos va por buen
camino, es algo que nos motiva y nos permite evitar caídas muy penosas.
Vivir honestamente es posible si
tomamos una opción profunda que nos lance a buscar lo bueno y a rehuir
cualquier huella de pecado en nuestras vidas. Puede parecer difícil y, en
realidad, lo es hoy como lo era hace 3000 años. Pero, si nos dejamos guiar por
Dios, si nos dejamos conducir por los ejemplos y enseñanzas de Jesús y de la
Iglesia, si fijamos nuestro corazón en lo único necesario para dejar de lado
caprichos pasajeros, la vida empieza a tomar un rumbo distinto, hermoso, serio,
donde el amor se convierte en el criterio último de cada acto. Después, nos pondremos nuevamente en marcha.
Mons. Luis Urbanc
Obispo de Catamarca