Los “demás” ejercen sobre cada
uno una presión muy particular. Nos miran, piensan y dicen muchas cosas sobre
lo que somos, queremos y hacemos. Tal vez algunas de sus afirmaciones sean
verdaderas. Otras, más o menos aproximadas. Otras, completamente fuera de lugar
y sin el menor respeto hacia la justicia y la verdad. Pero el hecho de que se
diga de mí una cosa u otra, de que me consideren inteligente o tonto, ingenuo o
hipócrita, trabajador o perezoso, influye no poco en lo que yo mismo pueda
llegar a creer sobre mi propia personalidad.
Es bueno saber que cada uno
posee, básicamente, tres ‘YO’: *el yo de ‘importación’ (lo que los otros
piensan de mí), el yo de ‘exportación’ (el que cada uno ‘vende’) y el
‘verdadero’ yo; a este último sólo Dios conoce y cada uno de nosotros muy poco.
Desde luego, son muy distintos
los ojos de unos familiares que nos quieren de verdad, de los ojos de unos
extraños que nos ven por la calle, o de los compañeros de trabajo que nos
aprecian o que nos desprecian desde lo íntimo de su corazón. Quizá lo que
piensan los que están a nuestro lado y nos conocen mejor nos marca de un modo
profundo, hasta el punto de que nos sentiríamos extraños si hiciésemos algo que
‘desentonase’ con el cuadro majestuoso o la caricatura grotesca que han
dibujado nuestros ‘amigos’ cuando nos ven, cuando piensan en nosotros.
A la vez, hay una voz mucho más
profunda que nos juzga desde la mañana hasta la noche: la voz de la conciencia.
Esta voz no deja de mirarnos ni en los lugares más escondidos, ni en las
vacaciones más lejanas del hogar, ni en los pensamientos más profundos. Allí
está esa presencia, esa compañía de un juicio que no deja lugar a dudas y que
nos dice, simplemente, que hemos hecho algo bueno, o que en esta ocasión, como
en muchas otras, nos hemos comportado miserablemente.
Por último, algunas veces nos
encontramos con los ojos de Dios, con el eco misterioso de los silencios de
Dios. No le oímos, quizá porque nuestro corazón está ocupado en otras mil
cosas, pero dice sin hablar lo que resulta más importante para nosotros: que
vivimos según su amor y sus deseos, o que hemos optado por recorrer el camino
de la vida acompañados sólo por nuestro egoísmo y nuestros planes personales.
Es cierto que los otros pueden
condicionar enormemente nuestras acciones. Es cierto también que a veces
nuestra propia psicología nos frena y nos ata, hasta el punto de que nos
hacemos incapaces de mil cosas que, de por sí, podríamos llevar a cabo sin mayores
complicaciones. Pero es mucho más cierto que con el juicio de Dios, con su amor
y su presencia, hasta el hombre más mediocre, hasta un criminal despreciado por
todos en las tinieblas de una cárcel, puede iniciar una vida nueva. Porque si
hay miradas que condicionan y encadenan, Dios, por su parte, puede romper con
todos los esquemas e iniciar heroísmos que jamás habríamos imaginado.
Nuestra vida continúa. Los
relojes nos recuerdan nuestros compromisos. Nuestros amigos nos vuelven a
etiquetar con los adjetivos de siempre. Nuestra psicología nos persigue, quizá
con complejos que nos empequeñecen. En cambio, Dios, en lo más profundo de la
noche o en lo más esplendoroso de un día soleado, nos mira con cariño, y nos
conoce a fondo. Sabe lo que podemos hacer si nos dejamos amar. Sabe que en cada
uno se esconde una Juana de Arco, un Tomás Moro o un Martín de Porres. Y, ese
héroe, mártir o santo saldrá a la luz sólo si le damos una oportunidad, si
rompemos esquemas y nos dejamos sorprender por la ternura de Dios que puede
sacar hijos de Abrahán incluso de las piedras más duras.
Mons. Luis Urbanc
Obispo de Catamarca