Hay
personas que tienen una especial habilidad para herir de palabra a sus
familiares, conocidos, superiores o compañeros de trabajo.
Con
agudas ironías dirigen sus reproches hacia los demás, con puntería y precisión
que llegan a fondo. Nos recuerdan un error del pasado, ponen ante nuestros ojos
lo que hicimos o dejamos de hacer, denuncian nuestras actitudes (verdaderas o
supuestas), buscan la palabra y el gesto más venenoso para humillarnos y, como
a veces dicen, para ‘ponernos en nuestro lugar’.
Cuando
llega el momento de sufrir por las embestidas de esas personas, surgen en
nosotros sentimientos de defensa o deseos de revancha. Quisiéramos, en
ocasiones, responder a la dureza con dureza, echar en cara a nuestro
interlocutor los errores que también él ha cometido. Otras veces buscamos una
defensa decidida, formulamos justificaciones más o menos buenas. No falta quien
desea una fuga rápida: es difícil enfrentarse con quien una y otra vez nos ha
humillado.
Si
miramos ese tipo de situaciones desde otra perspectiva, podríamos aprovechar
reproches envenenados para crecer en paciencia, humildad, comprensión, espíritu
de perdón. Quizá nuestro interlocutor vive una situación difícil, y ha
encontrado en mí una víctima en la que volcar sus penas (no de la mejor manera,
pero así ocurrieron los hechos). O tal vez busca mi bien, aunque le falte
habilidad para decir las cosas con cariño. Es posible que no perciba
mínimamente el daño que produce en mi sensibilidad: hay corazones que han
perdido la capacidad de medir sus actos, con o sin culpa: dejemos el juicio a
Dios.
A
quien sufre intensamente este tipo de situaciones queda la posibilidad de
responder al mal con el bien, de preguntarse sinceramente para ver si no ha
habido ocasiones en las que uno mismo ha caído en este tipo de actitudes
agresivas hacia otros.
Recibir
una herida puede llegar a ser, por desgracia, motivo para hundirse en el
desaliento. Pero puede, si abrimos los ojos a la esperanza y descubrimos que
Dios pide paciencia y mansedumbre a sus hijos, convertirse en motivo para
avanzar hacia la comprensión y el perdón.
Cada
uno afronta este tipo de situaciones desde la propia libertad. Aprender a
hacerlo bien nos permitirá vivir con mayor paz, llevará a una curación más
rápida, aunque permanezca dentro un dolor que no acaba de apagarse. Entonces,
seremos capaces de medir las palabras para dotarlas de la bondad y dulzura que
quisiéramos para nosotros.
Mons.
Luis Urbanc
Obispo
de Catamarca