Los golpes de la vida dejan
heridas. Algunas, gracias a Dios, cicatrizan con cierta velocidad. Otras tardan
en cerrarse. Otras siguen abiertas por semanas, meses, incluso años o,
lamentablemente, toda la vida.
Las
heridas del corazón tienen un comportamiento parecido. Una ofensa, una
traición, un desengaño, un fracaso, pueden hacernos daño durante un tiempo
breve, pero sin dejar grandes huellas en la propia vida. Otras veces tardan más
tiempo, pero al final cicatrizan. Pero existen heridas del alma que sangran
durante un tiempo largo, muy largo, casi asfixiante.
Esas
heridas ahogan el corazón y lo sumergen en depresiones intensas, en miedos que
aturden, en odios que destruyen, en desesperanza, en agonía interior, en
constante tristeza y en sospechas hacia todos y hacia todo.
Es
casi imposible evitar los malos momentos, los golpes fuertes en el camino de la
vida. Pero lo importante es saber afrontarlos con un corazón sano y con un
realismo sereno. Sobre todo, con la esperanza puesta en Dios.
En
el mundo no todos son buenos, pero tampoco todos son malos. No todas mis
decisiones llevan a buenos resultados, pero no todas están condenadas al
fracaso. Entre mis amigos no todos son fieles y sinceros, pero gracias a Dios
no son todos traidores y miserables.
Las
heridas forman parte de la vida, constituyen un ingrediente inevitable entre
quienes emprenden un camino. A veces, porque uno mismo es torpe y no supo
prever dónde estaba el peligro. Otras veces, porque los otros, con o sin culpa,
obstruyen nuestra vida, provocan heridas en el cuerpo o en el alma, cortan
nuestros mejores sueños o también (gracias a Dios) impiden que llevemos a cabo
planes absurdos.
No
puedo permitir que esas heridas paralicen mi alma. Tengo entre mis manos mil
horizontes que se harán realidad si empiezo a dar un nuevo paso. Hay ojos y
corazones amigos que piden, que suplican, que me levante de mi pena, que deje
mis angustias, que supere ofensas, que pida perdón a Dios y a quien he dañado
de algún modo, que ponga en marcha mi inteligencia y mi voluntad para
conquistar metas buenas.
Hoy
es un día en el que mi corazón puede recibir una terapia profunda, intensa,
desde las manos de un Dios que no dejará nunca de amarme, porque soy obra de
sus manos. Basta simplemente que le dé permiso para que limpie, para que
restaure, para que le deje hablar en lo más íntimo del alma, para que consuele
mi dolor, para que perdone mi pecado, y para que me lleve, suavemente, a perdonar
a todo aquel que me haya provocado alguna herida en este camino misterioso del
existir humano.
De
corazón le deseo un buen y lindo día junto a todos los que ama.
Mons. Luis Urbanč
Obispo de Catamarca