Querido Lector:
Acusar al otro de prejuicios, de intereses
ocultos, de intenciones torcidas, de maniobras maliciosas, es una táctica
sumamente fácil de llevar a cabo contra los "adversarios". De este
modo, se busca desarmar y neutralizar a quien piensa de un modo diferente del
propio, o a quien lleva adelante actividades que resultan molestas o que son
juzgadas como "malas".
Ocurre, sin embargo, que la acusación
de prejuicios puede también surgir desde prejuicios. Quien acusa a otros de
malas intenciones tal vez tiene que mirar antes a su corazón y ver por qué y
para qué lanza sus ataques una y otra vez, a veces sin dejar tiempo para que la
víctima tome un poco de respiro.
En otras palabras: acusar a otros
de prejuicios no basta para razonar ni para avanzar hacia la verdad, si antes
uno no pone sobre la mesa, con honestidad y transparencia, cuáles son sus
propios prejuicios, sus intereses, sus intenciones, aquello que busca a través
de los ataques que dirige contra su adversario.
El mundo de la información no
puede olvidar ese mecanismo dañino y distorsionador que, desde tiempos
inmemoriales, atenaza los corazones y obnubila los pensamientos. Porque es
fácil para los seres humanos acusar a los demás y olvidar los propios defectos.
Porque uno puede engañarse a base de denunciar continuamente a otros mientras
levanta una espesa cortina de humo para que esos otros no vean sus propios
defectos o sus malicias más o menos graves.
Ante los ojos de Dios, un
inocente acusado seguirá siendo inocente, por más barro que arrojen sobre su
fama. A la vez, un malhechor ensalzado una y otra vez por aduladores más o
menos interesados no podrá alcanzar la benevolencia divina ni la honestidad del
alma si no empieza a dar pasos concretos que culminen en un arrepentimiento
sincero.
Los
prejuicios de quienes hablan y condenan arbitrariamente a otros no son
decisivos para la hora final. Lo decisivo es vivir en la verdad, que acoge el
don de Jesucristo salvador, que reconoce los pecados reales, que evita condenas
infundadas, que busca perdonar a quien haya caído mientras recorremos juntos
una parte del camino que lleva a lo eterno.
No podemos
olvidar las palabras de la Biblia: el juicio será sin misericordia para quien
no practicó la misericordia (cf. St 2,13). Los
prejuicios no son una moneda para entrar en el cielo. La vida humilde de quien
prefiere acusar sus pecados ante Dios, en cambio, logra el beneplácito del
cielo y se dispone a conseguir el gran regalo del perdón (cf. Lc 18,10-14).
Mons. Luis Urbanc
Obispo de Catamarca