San Pablo presenta, como primer adjetivo para la
caridad, la paciencia (cf. 1Cor 13,4). ¿Se trata de una
casualidad? ¿Puso la palabra “paciente” en el inicio de la lista porque “sonaba
bien”? ¿O no se tratará, más bien, de algo “dictado” por el Espíritu Santo,
como un fruto de la experiencia de quien conoce a Cristo y, a través de Cristo,
al Padre?
El Antiguo Testamento nos habla de la paciencia
casi infinita de Dios. Vemos, por una parte, un pueblo lleno de pecados: reyes
que buscan sus caprichos y no la voluntad de Dios, profetas que tienen miedo y
a veces quieren escapar de su misión, personas ricas o pobres, grandes o
pequeñas, hombres o mujeres, que pecan una y otra vez... Por otro lado, vemos a
Dios que, con una paciencia ilimitada, espera.
Dios sabe perfectamente que un castigo puede
asustar por un tiempo, pero no cambia los corazones. Sabe que muchos desean la
muerte del mal gobernante para acabar con la injusticia, pero luego llega otro
que puede ser peor. Sabe que el hombre es débil, tan débil que deshace en la
tarde lo que había prometido en la mañana.
¿De dónde nace la paciencia de Dios? La respuesta
es una sola: de su amor. Un amor que a veces nos parece “excesivo”. Ante una
injusticia evidente, ante un crimen atroz, nosotros pedimos venganza. Dios espera.
Incluso, para nuestra sorpresa, perdona, cura, levanta y ama.
El Nuevo Testamento es la máxima expresión de la
paciencia divina. El pueblo que camina en tinieblas recibe la luz: ¡vino el
Mesías a su pueblo! Y muchos, secamente, le dieron la espalda. El Salvador
estaba entre los suyos, y los suyos no le recibieron. Tuvo un grupo de
predilectos, y uno le traicionó, mientras que los demás huyeron. Llegó el drama
de la Pasión, y el Padre no envió las diez legiones de ángeles que podrían
haber cambiado el curso de la historia humana.
Esa paciencia divina, sin que nos demos cuenta,
conquista más corazones que un brazo fuerte y dispuesto a someter con castigos
a los enemigos. Aunque nos cueste comprenderlo.
El Papa Benedicto XVI, en la homilía que dirigió al
empezar su pontificado (24-4-2005), decía: “Nosotros sufrimos por la paciencia
de Dios. Y, no obstante, todos necesitamos su paciencia. El Dios, que se ha
hecho Cordero, nos dice que el mundo se salva por el Crucificado y no por los
crucificadores. El mundo es redimido por la paciencia de Dios y destruido por
la impaciencia de los hombres”.
Si vemos la historia personal de cada uno,
reconoceríamos que Dios ha sido infinitamente paciente con nosotros. A pesar de
tantos errores, caídas, pecados, egoísmos, Él supo aguardar en silencio.
Esperaba la hora de la conversión, la hora en la que su Amor podría perdonar,
limpiar, sanar las heridas más hondas.
Si Dios se comporta así con nosotros, ¿no podemos
empezar a ser también pacientes con los demás e, incluso, con nosotros mismos?
La paciencia, que es misericordia llena de amor, nos llevará a no fijarnos
siempre en lo mucho malo que hay a nuestro lado, para buscar la chispa de bien
que se esconde en cada corazón, nos llevará a sonreír a quien nos pone la
zancadilla, nos molesta, nos humilla, nos hace sombra, nos hiere con sus
caprichos o sus ingratitudes, etc.
Nos ayudará a sobrellevarnos unos a otros, porque
todos tenemos defectos, todos tenemos mucho de lo que pedir perdón y perdonar.
¿No nos pide el Espíritu Santo, a través de un escrito de san Pablo: “Sean más
bien buenos entre ustedes, entrañables, perdonándose mutuamente como los
perdonó Dios en Cristo” (Ef 4,32)?
Sí, la caridad es paciente y misericordiosa. La
medida que Dios usa con nosotros es el perdón y la comprensión. No podemos usar
una medida distinta con nuestros hermanos. Ni con nosotros mismos. Aunque
nuestros pecados nos abrumen y nos llenen de vergüenza.
Querido lector, espero que le haya ayudado leer
esta breve reflexión. Rezo por usted para que se atreva a querer hacer la
prueba de imitar la paciencia de Dios con usted, en la fragilidad de sus
hermanos con quienes peregrina por este mundo. Tenga, usted, una buena jornada.
Mons. Luis Urbanč