“Sean apóstoles de la escucha, el diálogo y el servicio, forjando una Iglesia Sinodal”
“Para
nosotros, los sacerdotes, es el oxígeno de nuestro ser y quehacer diario, pues
fuimos llamados para ser la presencia de Jesucristo en medio de la comunidad”,
dijo el Obispo sobre la Oración, centro de reflexión de este año.
Durante la noche del martes 26
de marzo, se celebró la Misa Crismal, presidida por el obispo diocesano, Mons.
Luis Urbanč, y concelebrada por los sacerdotes de los decanatos Capital,
Centro, Este y Oeste de la diócesis, quienes por la mañana y la tarde
participaron de la Jornada Sacerdotal en la casa de retiros espirituales Emaús.
Fieles de las distintas
comunidades parroquiales se congregaron en la Catedral Basílica y Santuario de
la Virgen del Valle para vivir la ceremonia litúrgica en la que se consagró el
Santo Crisma y se bendijeron los Óleos para los Enfermos y los Catecúmenos, y
los presbíteros renovaron sus promesas sacerdotales.
También en esta Eucaristía se
destacó la presencia de miembros de la Pastoral de la Niñez junto con pequeños
vestidos de consagrados, quienes dieron gracias a Dios a los pies de Nuestra
Madre del Valle por los 10 años de servicio a los niños, las embarazadas y los
abuelos.
En el comienzo de su homilía, Mons.
Urbanč mencionó los dos aspectos centrales de la celebración explicándolos.
Destacó la tarea de la Pastoral de la
Niñez en su décimo aniversario, y recordó al padre Juan Carlos San Nicolás,
sacerdote fallecido la semana pasada.
Luego se refirió al Año de la Oración
que vivimos en este 2024. “Recordemos que el Papa nos propuso todo este año profundizar
en ella, no tanto en lo teórico, sino en lo práctico, pues a rezar se aprende
rezando. Dios Padre que nos dio la vida, nos enseñó a relacionarnos con Él por
medio de la Oración y nos dejó maestros de oración que somos los sacerdotes;
sin embargo, puede que debamos hacer un mea culpa delante de todos los que nos
han sido confiados para introducirlos en el bello mundo de la Oración. Quizás
debamos aplicarnos el ‘¡médico cúrate a ti mismo!’”, para recordar a
continuación la Carta Pastoral que escribió sobre este tema.
“Para nosotros, los sacerdotes, es el
oxígeno de nuestro ser y quehacer diario, no una mera práctica para ‘cuando
tengo tiempo o ganas’, pues fuimos llamados para ser la presencia de Jesucristo
en medio de la comunidad. En esa intimidad con el Señor, se fortalece el deseo
de seguirlo y se renueva el compromiso con la misión recibida”, señaló,
llamando a los sacerdotes a que “renovemos y fortalezcamos nuestros corazones
con la oración diaria y fervorosa”.
“Toda
vocación sacerdotal es una gracia”
Posteriormente reflexionó sobre las
lecturas bíblicas proclamadas afirmando que “toda vocación sacerdotal es una
gracia, un don que se nos regala sin derecho alguno de nuestra parte, sin
mérito propio que lo motive y, menos aún, que lo justifique”.
Y luego de señalar que Jesús “es el
Ungido del Señor” y lo que esto significa, les indicó: “Como elegidos y ungidos
por el Señor, hoy, se nos pide también a nosotros ser portadores del mensaje de
salvación que muchos intentan sofocar. No es fácil ser mensajeros de la Verdad,
pero las personas a quienes hemos sido enviados, quieren ver nuestro testimonio
de vida sacerdotal y oír de nuestros labios las enseñanzas que vienen
directamente de Jesucristo, a través de su Iglesia”.
“Si
somos dóciles al Espíritu Santo, todo cambia de perspectiva”
Después habló del envío del Espíritu
Santo a los apóstoles. “Al recibir el Espíritu, los miedos y vacilaciones de
Pedro se evaporan; Santiago y Juan, consumidos por el deseo de dar la vida,
dejan de buscar puestos de honor; los demás ya no permanecen encerrados y
temerosos en el cenáculo, sino que salen y se convierten en misioneros.
También, hoy, los sacerdotes tenemos una ‘primera unción’ que es la llamada de
amor por la que pedimos ser consagrados. Pero, también hoy, llega para cada uno
‘la etapa pascual’, un momento de crisis que reviste diversas formas: A
todos, antes o después, nos pasa que experimentamos decepciones, dificultades y
debilidades, con el ideal que parece desgastarse entre las exigencias de la
realidad, mientras se impone una cierta costumbre; y algunas pruebas, antes
difíciles de imaginar, hacen que la fidelidad parezca más difícil que antes.
(…) Y aquí está el peligro: mientras las apariencias permanecen intactas, nos
replegamos sobre nosotros mismos y seguimos adelante desmotivados; la fragancia
de la unción ya no perfuma la vida y el corazón ya no se ensancha, sino que se
encoge, envuelto en el desencanto”.
La
crisis, un punto de inflexión
Y continuó: “No obstante, esta crisis
puede convertirse también en el punto de inflexión del sacerdocio, en la etapa
decisiva de la vida espiritual, en la que hay que hacer la elección definitiva
entre Jesús y el mundo, entre la heroicidad de la caridad y la mediocridad,
entre la cruz y un cierto bienestar, entre la santidad y una honesta fidelidad
al compromiso religioso. Es el momento ‘de una segunda unción’, de acoger al
Espíritu Santo ‘en la fragilidad’ de la propia realidad”.
“Por tanto, si alguno de los aquí presentes, sea
sacerdote o fiel laico, que reconoce que está en crisis, que no sabe qué hacer
o cómo retomar el camino de la segunda unción del Espíritu Santo, sencillamente
te digo: ánimo, el Señor es más grande que tus debilidades, que tus pecados”,
aseguró y agregó: “No les quepa la menor duda que si somos dóciles al Espíritu
Santo, todo cambia de perspectiva, incluso las decepciones y las amarguras,
también los pecados, porque ya no se trata de mejorar componiendo algo, sino de
entregarnos, sin reservas, a Aquél que nos impregnó de su unción y quiere
llegar hasta lo más profundo de nosotros”.
Simiente
de nuevos testigos del evangelio
Después de otras meditaciones sobre la necesidad de admitir la propia
debilidad, pasó a uno de los aspectos centrales de la Misa Crismal. “Al renovar
nuestras promesas sacerdotales, recemos los unos por los otros para que no sean
nuestros intereses particulares los que nos muevan, sino que sean los deseos
queridos por Dios y, aun cuando debamos entregar lo mejor de nosotros, estemos
seguros de que Dios nos premiará y será simiente de nuevos testigos del
evangelio, de nuevos seminaristas y nuevas familias cristianas, de nuevos
misioneros, consagrados y consagradas y de nuevos laicos comprometidos”.
Seguidamente se refirió a la necesidad
de contar con más vocaciones sacerdotales en nuestra Diócesis.
Gratitud
“Para concluir, quiero hacer pública mi
gratitud a cada uno de los sacerdotes de esta Iglesia Particular de Catamarca,
incardinados o no, por su buena disposición a trabajar juntos y en comunión con
el obispo. Dejemos que sea Cristo quien camine a nuestro lado y delante de
nosotros. Sigámoslo e imitémoslo. (…) De verdad les agradezco por el testimonio
y el servicio escondido que hacen, por el perdón y el consuelo que dan en
nombre de Dios; por su ministerio, que a menudo se realiza en medio de mucho
esfuerzo y poco reconocimiento. Que el Espíritu de Dios, que no defrauda a los
que confían en Él, los llene de paz y lleve a término lo que ha comenzado en
ustedes, para que sean profetas de su unción y apóstoles de la escucha, el
diálogo y el servicio, forjando una Iglesia Sinodal”, expresó.
Y
finalizó invocando a la Virgen: “Que María Inmaculada, Nuestra Madre del Valle,
siga sosteniendo nuestras vidas sacerdotales, nos ayude siempre a ver a su Hijo
Jesucristo y a sentir como dirigida a nosotros la petición que les hizo a los
servidores de las bodas de Caná: “Hagan lo que Él les diga” y que como
Ella siempre estemos al pie de la Cruz.
Bendición
de los Óleos y consagración del Santo Crisma
Luego de la renovación de las
promesas sacerdotales, fueron bendecidos los Óleos para los enfermos y los
catecúmenos; y se consagró el Santo Crisma con el que se administrará los
Sacramentos.
Posteriormente, el Obispo
entregó los óleos consagrados a cada uno de los párrocos de las parroquias
distribuidas en el territorio diocesano, como también a los rectores del Santuario
y Catedral Basílica y del Santuario de la Gruta, del Obispado y del templo
franciscano San Pedro de Alcántara.
TEXTO COMPLETO
DE LA HOMILÍA
Queridos hermanos:
La Misa Crismal, que
hoy presido acompañado por el presbiterio, tiene un doble propósito: *consagrar
el Santo Crisma y bendecir los Óleos para los Enfermos y Catecúmenos y
*solicitar a los presbíteros la Renovación de sus Promesas Sacerdotales, como
una manifestación pública de comunión entre ellos y con el propio obispo. Con
el Santo Crisma serán ungidos los recién bautizados; los confirmados recibirán
la fuerza del Espíritu Santo; se ungirán las manos de los presbíteros y la
cabeza de los obispos; y, los templos dedicados y los altares consagrados. Con
el Óleo de los Catecúmenos, éstos se preparan y disponen al Bautismo. Con el
Óleo de los Enfermos, éstos reciben el alivio en su debilidad y enfermedad. Por
tanto, hoy, manifestamos nuestra fiel disposición para que la fuerza de la
Gracia de Dios llegue a todo su Pueblo como un manantial de gracias divinas.
Otro elemento
importante de esta celebración está relacionado con la Oración. Recordemos que
el Papa nos propuso todo este año profundizar en ella, no tanto en lo teórico,
sino en lo práctico, pues a rezar se aprende rezando. Dios Padre que nos dio la
vida, nos enseñó a relacionarnos con Él por medio de la Oración y nos dejó
maestros de oración que somos los sacerdotes; sin embargo, puede que debamos
hacer un mea culpa delante de todos los que nos han sido confiados para introducirlos
en el bello mundo de la Oración. Quizás debamos aplicarnos el ¡‘médico cúrate a
ti mismo’! Les recuerdo que escribí una
carta pastoral sobre la oración.
Para nosotros
los sacerdotes es el oxígeno de nuestro ser y quehacer diario, no una mera práctica
para ‘cuando tengo tiempo o ganas’, pues fuimos llamados para ser la presencia
de Jesucristo en medio de la comunidad. En esa intimidad con el Señor, se
fortalece el deseo de seguirlo y se renueva el compromiso con la misión
recibida.
Obispos, Sacerdotes,
Diáconos, Consagrados y fieles laicos formamos el único Pueblo de Dios y
estamos llamados a vivir procesos de conversión y transformación personal y
comunitaria. Por eso, necesitamos permitir que el Espíritu Santo obre
libremente en nuestras vidas, guiándonos para una entrega fiel y generosa,
sobre todo, con aquéllos que más necesitan de acompañamiento y apoyo.
Sí, hermanos
sacerdotes, renovemos y fortalezcamos nuestros corazones con la oración diaria
y fervorosa para que cada bautizado pueda llegar a ser santo como más
necesitados y marginados.
En la primera
lectura de Isaías (61,1-3) y en el Evangelio de Lucas (4,16-21) hemos
escuchado: “El Espíritu del Señor está sobre mí, porque el Señor me ha
ungido y me ha enviado a dar la buena noticia a los pobres, para curar los
corazones desgarrados, proclamar la amnistía a los cautivos, y a los
prisioneros la libertad, para proclamar un año de gracia del Señor...; Ustedes
se llamarán Sacerdotes del Señor; y dirán que son Ministros de Dios”. Estas
palabras del profeta Isaías se refieren, ante todo, a Jesucristo y, desde Él a
nosotros sus sacerdotes, que las ilumina a perpetuidad, proclamando: “Hoy se
ha cumplido esta Escritura que acaban de oír” (Lc 4,21).
Recordemos las palabras de Jesús a sus
apóstoles: “No son ustedes quienes me han elegido, soy Yo quien los ha
elegido y los ha destinado para que vayan y den fruto, y su fruto permanezca”
(Jn 15,16). Toda vocación sacerdotal es una gracia, un don que se nos regala
sin derecho alguno de nuestra parte, sin mérito propio que lo motive y, menos
aún, que lo justifique.
Es Jesús mismo
quien afirma que Él es el Ungido del Señor, a quien el Padre envió para
anunciar la Buena Nueva a los pobres y a los afligidos, para traer a los
hombres la liberación de sus pecados. Él es el que ha venido para proclamar el
tiempo de la gracia y de la misericordia de Dios. Él es el Heraldo de la Buena
Nueva que ha sido ungido por Dios y ha sido enviado para anunciarla a todos y
especialmente, a los más sencillos y necesitados.
Como elegidos y
ungidos por el Señor, hoy, se nos pide también a nosotros ser portadores de
este mensaje de salvación que muchos intentan sofocar. No es fácil ser
mensajeros de la Verdad, pero las personas a quienes hemos sido enviados,
quieren ver nuestro testimonio de vida sacerdotal y oír de nuestros labios las
enseñanzas que vienen directamente de Jesucristo, a través de su Iglesia, quién
entregó su vida en la cruz por nosotros para hacernos libres y dichosos.
Qué grande para
nosotros poder ser instrumentos útiles en las manos de Dios. Qué grande e
inmerecido es el don que hemos recibido: ser sacerdotes de Jesucristo. Hemos de
sentirnos alegres y esperanzados, pues todo lo podemos en Aquél que nos
conforta y nos ha elegido y llamado (cf. Filp 4,13) Por ello, conscientes del
don recibido y de la misión encomendada, hemos cantado: “Cantaré eternamente
las misericordias del Señor” (Sal 88). Como sacerdotes no somos “dueños” de
los fieles, sino servidores, para que cada uno de ellos, en comunión con la
Iglesia, gocen del hecho de ser testigos de Jesucristo, el Testigo Fiel, como
lo es Él del Padre (cf. Ap 1,4b-8).
Estoy más que
convencido, por propia experiencia, no por teoría, que, si perdemos entusiasmo,
caemos en la rutina de hacer lo sagrado, de estar descontentos, de volvernos
susceptibles, de querernos justificar siempre, de no estar disponibles, de caer
en la doble vida, de buscar seguridades y compensaciones, de no ser
transparentes, de desconfiar, de mentir, de ser mal hablados, groseros, etc.,
es porque empezamos a rezar sin ganas o mecánicamente, a dedicarle poco tiempo
a estar con el Señor, a profesionalizar nuestro ministerio, a soslayar la
Palabra de Dios, a mirar más a la tierra que al cielo, donde Cristo ya nos
tiene junto al Padre (Col 3,2-3).
O, si no, ¿qué
significa el “no conozco a ese hombre… no sé de qué hablas” (cf. Mt
26,72) que Pedro pronunció en el patio del sumo sacerdote después de la Última
Cena? No es sólo ‘una defensa instintiva’, sino una confesión de ignorancia
espiritual: Tanto Pedro como los otros quizá se esperaban una vida de éxito
detrás de un Mesías que atraía multitudes y hacía prodigios, pues aún no
percibían el escándalo de la cruz, que echó por tierra sus certezas. Jesús
sabía que no lograrían nada solos, y por eso les prometió el Espíritu Santo. Y
fue, precisamente, esa “segunda unción”, en Pentecostés, la que transformó a
los discípulos, llevándolos a pastorear el rebaño de Dios y ya no a sí
mismos. Fue esa unción fervorosa la que extinguió su religiosidad centrada
en sí mismos y en sus propias capacidades. Al recibir el Espíritu, los
miedos y vacilaciones de Pedro se evaporan; Santiago y Juan, consumidos por el
deseo de dar la vida, dejan de buscar puestos de honor; los demás ya no
permanecen encerrados y temerosos en el cenáculo, sino que salen y se
convierten en misioneros.
También, hoy, los sacerdotes
tenemos una “primera unción” que es la llamada de amor por la que pedimos ser
consagrados. Pero, también hoy, llega para cada uno “la etapa pascual”, un
momento de crisis que reviste diversas formas: A todos, antes o después,
nos pasa que experimentamos decepciones, dificultades y debilidades, con el
ideal que parece desgastarse entre las exigencias de la realidad, mientras se
impone una cierta costumbre; y algunas pruebas, antes difíciles de imaginar,
hacen que la fidelidad parezca más difícil que antes. Se trata de una etapa de
tentación, "de prueba" que todos hemos tenido, tenemos o tendremos, y
que representa un momento crucial para quienes hemos sido ungidos, y del que se
puede “salir mal parado”. Un momento en el que se insinúan “tres
tentaciones peligrosas”: la del compromiso, por la que uno se conforma con lo
que puede hacer; la de los sucedáneos, por la que uno intenta “llenarse” con
algo distinto respecto a nuestra unción; la del desánimo, por la que,
insatisfecho, uno sigue adelante por pura inercia.
Y aquí está el peligro: mientras
las apariencias permanecen intactas, nos replegamos sobre nosotros mismos y
seguimos adelante desmotivados; la fragancia de la unción ya no perfuma la vida
y el corazón ya no se ensancha, sino que se encoge, envuelto en el desencanto.
El sacerdocio se desliza lentamente hacia el clericalismo, y el sacerdote se
olvida de ser pastor del pueblo, para convertirse en un funcionario.
No obstante, esta crisis puede
convertirse también en el punto de inflexión del sacerdocio, en la «etapa
decisiva de la vida espiritual, en la que hay que hacer la elección definitiva
entre Jesús y el mundo, entre la heroicidad de la caridad y la mediocridad,
entre la cruz y un cierto bienestar, entre la santidad y una honesta fidelidad
al compromiso religioso. Es el momento “de una segunda unción”, de acoger al
Espíritu Santo “en la fragilidad" de la propia realidad. Es el kairós en
el que descubrir que las cosas no se reducen a abandonar la barca y las redes
para seguir a Jesús durante un tiempo determinado, sino que exige ir hasta el
Calvario, acoger la lección y el fruto, e ir, con la ayuda del Espíritu Santo,
hasta el final de una vida que debe terminar en la perfección de la divina
Caridad.
Por tanto, si alguno de los aquí
presentes, sea sacerdote o fiel laico, que reconoce que está en crisis, que no
sabe qué hacer o como retomar el camino de la segunda unción del Espíritu
Santo, sencillamente te digo: ánimo, el Señor es más grande que tus
debilidades, que tus pecados. Permite al Señor que te llame por segunda vez,
esta vez con la unción del Espíritu Santo. La doble vida no te ayudará; tirarlo
todo por la ventana, tampoco. Mira hacia delante, déjate acariciar por la
unción del Espíritu.
Hermanos, Hermanas, tengan por
bien sabido que, para madurar en serio y superar las crisis, debemos “admitir
la verdad de la propia debilidad”, necesitamos mirar hasta el fondo de cada uno
de nosotros y preguntarnos con la mano en el corazón: ¿Mi realización
depende de lo bueno que soy, del cargo que tengo, de las loas que recibo, de la
carrera que hago, de los superiores o colaboradores que tengo, de las
comodidades que puedo garantizarme, o de la unción que perfuma mi vida?
No les quepa la menor duda que si
somos dóciles al Espíritu Santo, todo cambia de perspectiva, incluso las
decepciones y las amarguras, también los pecados, porque ya no se trata de
mejorar componiendo algo, sino de entregarnos, sin reservas, a Aquél que nos
impregnó de su unción y quiere llegar hasta lo más profundo de nosotros.
Hermanos, Hermanas redescubramos
entonces que la vida espiritual se vuelve libre y gozosa no cuando se guardan
las formas haciendo remiendos, sino cuando se deja la iniciativa al Espíritu
Santo y, abandonados a sus designios, nos disponemos a servir donde y como se
nos pida. ¡Nuestro sacerdocio común o ministerial no crece remendándolo, sino
desbordándose, recreándose al crisol de la oración y la caridad!
Qué bueno recordar lo que enseñaba
san Gregorio Magno: “Quien predica la palabra de Dios considere primero cómo
debe vivir, para que luego, de su vida, deduzca qué y cómo debe predicar…; que
no se atreva a decir exteriormente lo que no hubiera oído primero en el
interior”. El maestro interior al que hay que escuchar es el Espíritu Santo,
sabiendo que no hay nada en nosotros que Él no quiera ungir… Dejémonos impulsar
por Él para combatir las falsedades que se agitan en nuestro interior; y
dejémonos regenerar por Él en la adoración, porque cuando lo adoramos, Él
derrama su Espíritu en nuestros corazones”.
Al renovar
nuestras promesas sacerdotales, recemos los unos por los otros para que no sean
nuestros intereses particulares los que nos muevan, sino que sean los deseos
queridos por Dios y, aun cuando debamos entregar lo mejor de nosotros, estemos
seguros de que Dios nos premiará y será simiente de nuevos testigos del
evangelio, de nuevos seminaristas y nuevas familias cristianas, de nuevos
misioneros, consagrados y consagradas y de nuevos laicos comprometidos.
Permítanme que
les haga tomar conciencia que es urgente para nuestra Diócesis de Catamarca
rezar y hacer rezar, promover y sostener la promoción de las vocaciones a la
vida sacerdotal. Es preciso suscitar, llamar y acompañar a niños y jóvenes de
nuestras parroquias, de familias cristianas, de grupos parroquiales juveniles,
de colegios, institutos, universidad, para que sean seminaristas y, un día,
bien formados, puedan incorporarse a nuestra diócesis como sacerdotes.
No hay Palabra
de Dios si no hay un apóstol, un misionero, un sacerdote, un cristiano que la
proclame y transmita. No hay Bautismo ordinario si no hay un sacerdote que
bautice y haga cristianos, miembros de la Iglesia, de la familia de los hijos
de Dios. No hay Eucaristía, ni sacramento de la Reconciliación sin un sacerdote
que los celebre. No hay, por decirlo de alguna manera, rebaño del Señor,
Iglesia, si no hay un pastor al frente de ella. En todo esto son muy
importantes nuestras personas. Los niños y jóvenes necesitan ver en nosotros un
modelo a imitar, personas enamoradas de Jesucristo, rebosantes de gracias
divinas y agradecidas al don que Cristo nos ha regalado gratuitamente: el
sacerdocio.
Con esta
reflexión no los hice de menos a ustedes, queridos laicos, pues también ustedes
participan por su bautismo del sacerdocio de Jesucristo y de la tarea
evangelizadora. Cada uno en la Iglesia y en el mundo tiene su vocación y su
misión. Por eso, tenemos que pedir al Señor que existan también matrimonios
cristianos, bautizados comprometidos en su Iglesia, laicos que se santifican y
crecen espiritualmente en la vida ordinaria, como fermento en la masa,
misioneros y apóstoles de Cristo en el mundo.
Para concluir,
quiero hacer pública mi gratitud a cada uno de los sacerdotes de esta Iglesia
Particular de Catamarca, incardinados o no, por su buena disposición a trabajar
juntos y en comunión con el obispo. Dejemos que sea Cristo quién camine a
nuestro lado y delante de nosotros. Sigámoslo e imitémoslo. Que su Espíritu
infunda vida en las nuestras y en las actividades pastorales. Que la caridad
sea nuestra señal y guía. Roguemos por nuestros hermanos sacerdotes fallecidos,
por los que sufren la enfermedad o la ancianidad, por los tres seminaristas que
se están formando en Tucumán y por los jóvenes que el Señor sigue llamando para
que sean generosos en la respuesta y se incorporen con nosotros en la misión
evangelizadora de la Iglesia.
De verdad les
agradezco por el testimonio y el servicio escondido que hacen, por el perdón y
el consuelo que dan en nombre de Dios; por su ministerio, que a menudo se
realiza en medio de mucho esfuerzo y poco reconocimiento.
Que el Espíritu
de Dios, que no defrauda a los que confían en Él, los llene de paz y lleve a
término lo que ha comenzado en ustedes, para que sean profetas de su unción y
apóstoles de la escucha, el diálogo y el servicio, forjando una Iglesia
Sinodal.
Que María Inmaculada, Nuestra Madre del Valle, siga
sosteniendo nuestras vidas sacerdotales, nos ayude siempre a ver a su Hijo
Jesucristo y a sentir como dirigida a nosotros la petición que les hizo a los
servidores de las bodas de Caná: “Hagan lo que Él les diga” (Jn 2,5) y
que como Ella siempre estemos al pie de la Cruz (Jn 19,26-27).
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