Año de Fray Mamerto Esquiú
Dios manifestó al hombre con precisión
cuál debe ser el ideal de su vida al llamarlo a ser santo, como Él, el Señor,
es santo (cf. Lv 20,26; 1
Pe 1,15-16); vocación que
reiteró Jesús exhortándonos a ser perfectos como es perfecto el Padre celestial
(cf. Mt 5,48) y a buscar primero el Reino de Dios
y su justicia, ya que todo lo demás se nos dará por añadidura (cf. Mt 6,33). Enseñanza divina de la que se hizo
eco fiel el Apóstol al escribir que Dios nos salvó y nos llamó a una vida santa
(cf. 2 Tim 1,9), mientras nos animaba a buscar la
santidad, sin la cual nadie verá al Señor (cf. Hb 12,14).
Y no ha de pensarse que esta sublime
vocación está reservada tan sólo a unos pocos elegidos, sino que se extiende a todas
las personas, ya que Dios hizo salir de un solo principio a todo el género
humano para que habite sobre toda la tierra, y señaló de antemano a cada pueblo
sus épocas y sus fronteras, para que ellos lo busquen a Él, aunque sea a
tientas, y puedan encontrarlo. Porque en realidad, Él no está lejos de cada uno
de nosotros. En efecto, en Él vivimos, nos movemos y existimos (cf. Hch 17,26-28; Rom 3,29).
Sin embargo, no todos aceptan la Buena
Noticia de esta vocación a la santidad que resuena por todo el orbe a través de
la palabra profética de los evangelizadores, quienes a menudo ven frustrados
sus santos propósitos y exclaman con Isaías: “Señor, ¿quién creyó en nuestra
predicación?” (Is
53,1; Rom 10,16).
Pero tampoco faltaron los que antes de
Jesús creyeron y esperaron en el Salvador prometido, y los que aceptaron y
aceptan con fe y amor al Verbo de Dios hecho carne (cf. Jn 1,14) para nuestra salvación (cf. Mt 1,21; 18,11; 1 Jn 4,14), convencidos de que nadie va al
Padre sino por él (cf.
Jn 14,6). Y estos fieles seguidores del Señor
no son pocos, como lo atestigua el vidente Juan, quien vio una enorme
muchedumbre, imposible de contar, formada por gente de todas las naciones,
familias, pueblos y lenguas, que estaban de pie ante el trono y delante del
Cordero, vestidos con túnicas blancas, llevando palmas en la mano y exclamando
con voz potente: ¡La salvación viene de nuestro Dios que está sentado en el
trono, y del Cordero! (cf.
Ap 7,9-10).
Entre ellos, habiendo ya militado (cf. Job 7,1; Ap 14,13) en la tierra por los caminos del
Evangelio, eleva también su gozosa voz nuestro Fray Mamerto Esquiú para entonar
el canto nuevo delante del trono de Dios (cf. Ap 14,3),
vestido él también con la túnica blanca de la gracia convertida en gloria y
llevando en su mano la palma de la victoria sobre el poder del mal en virtud de
la sangre del Cordero (cf.
Ap 7,14).
Él es uno de aquéllos que, escuchando
la voz de Jesús, lo dejó todo para seguir al Señor (cf. Lc 5,11), ya desde el comienzo de su vida, en
el seno de su familia. Allí, entre sus seres queridos, aprendió a escuchar y a
amar a Jesús, aprendiendo al calor del hogar que la humildad, la ternura, la
dulzura en el trato mutuo, el amor a los propios y la entrega a Dios son el
fundamento de una vida con sólidos fundamentos, como él mismo lo consigna en
varios lugares de sus Memorias. Entre los suyos, creció y se fortaleció como
persona humana y como hijo de Dios, mientras la gracia del Señor obraba
secretamente en su corazón, al abrigo de San Francisco de Asís, cuyo amor habían
cultivado en él sus piadosos padres Santiago y María.
Luego intensificó su entrega
ingresando a la Orden Franciscana, donde profesó los votos religiosos de
pobreza, castidad y obediencia que siempre observó con rigor, escuchando e
imitando a Jesús, quien no tenía una piedra sobre la cual reposar su cabeza (cf. Mt 8,20), proclamaba felices a los limpios de
corazón (cf. Mt 5,8) y se nutría con el cumplimiento de
la voluntad de Aquél que lo envió llevando a cabo su obra (cf. Jn 4,34). Pronto, inspirado por el famoso
libro “La imitación de Cristo” de Tomás de Kempis (cf. Memorias), había comprendido que seguir a
Jesús significa imitarlo.
Por eso, teniendo presente que el
Señor dedicó gran parte de su ministerio a la predicación y a la enseñanza (cf. Evangelios, passim), y recordando que nos dejó el
mandato apostólico de predicar el Evangelio a todas las gentes (cf. Mt 28,19-20), Fray Mamerto se esmeró en la
enseñanza y en la predicación, siendo cauce para la difusión del mensaje
salvífico con su ejemplar vida, con la fuerza extraordinaria de su palabra y
con el vigor de sus escritos, haciéndolo todo a la luz de la Revelación y del
Magisterio de la Iglesia, en orden al conocimiento y al amor a Dios y a la
Iglesia. Para ello le fue de mucha ayuda la lectura de “La doctrina cristiana”
y “Acerca de cómo catequizar a los sencillos” de San Agustín; y también los
consejos y el ejemplo de Fr. Luis de Granada.
Y como su alma estaba llena del agua
viva del Espíritu (cf.
Jn 7,38-39), su corazón
sacerdotal se dedicó generosamente al ministerio del sacramento de la
penitencia para implantar la gracia de la reconciliación (cf. 2 Cor 5, 8-19) y a la dirección espiritual para
guiar a los hombres hacia Jesús, buscando en todo no sus propios intereses,
sino los de Cristo Jesús (cf. 2
Cor 4,5; Flp 2,20-21), y
promoviendo continuamente la vida espiritual del pueblo.
En ese sentido, ejercía su ministerio
pastoral viviendo en persona lo que difundía con su palabra, promoviendo en sí
una continua actitud penitencial, siguiendo el camino trazado por diversos
maestros de la vida espiritual, como Alonso Rodríguez en su obra “Camino de
perfección”, haciendo verdad en él, de este modo, lo que preanunció el Señor
para todos los fieles (cf.
Mc 2,20). Esta actitud se desbordaba, luego,
en la búsqueda de la conversión de los pecadores, que fueron muchos ayer como
lo son hoy y lo serán mañana; todo lo cual se ajusta al mensaje bíblico en el
cual, por una parte, Jesús dice que no vino a llamar a los justos sino a los
pecadores (cf. Mc 2,17); y, por otra parte, el sabio del AT
dice que el justo peca siete veces al día (cf. Prov 24,16),
por lo que es sensato concluir que el común de los mortales pecamos muchas
veces.
Hombre de Dios como religioso,
sacerdote y obispo, defendía la libertad y los derechos de la Iglesia en la
obra evangelizadora (cf.
Gal 1,10; 5,1; Flp 1,27-28)
para que a nadie le sea vedado el acceso al mensaje del Señor y la posibilidad
de unirse a Él por la fe, mediante la regeneración de la propia existencia por
el bautismo, y, así participar comprometidamente en el gozo de ser Iglesia,
viviendo en docilidad al Espíritu Santo,
y empapando su alma del misterio de Cristo, en el cual están encerrados
todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia (cf. Col 2,2-3).
Para ello alimentaba constantemente su
alma con las Sagradas Escrituras, guiado, especialmente, por los sabios
comentarios de San Juan Crisóstomo, Santo Tomás de Aquino y Cornelio A Lapide,
como lo cuenta él mismo en sus Memorias. Y al procurar familiarizarse con los
textos revelados, se tornaba cada vez más fiel discípulo del Señor, quien las
citaba continuamente en la predicación del Evangelio (cf. Evangelios passim). Y, además, se aplicaba a sí mismo lo
que el Apóstol escribió acerca de que todo lo que ha sido escrito en el pasado,
ha sido escrito para nuestra instrucción, a fin de que por la constancia y el
consuelo que dan las Escrituras, mantengamos la esperanza (cf. Rom 15,4), y que las Sagradas Escrituras
pueden dar la sabiduría que conduce a la salvación, mediante la fe en Cristo
Jesús, ya que toda ella está inspirada por Dios, y es útil para enseñar y para
argüir, para corregir y para educar en la justicia, a fin de que el hombre de
Dios sea perfecto y esté preparado para hacer siempre el bien (cf. 2 Tim 3,15-17); aunque nunca olvidó que nadie puede
interpretar por cuenta propia una profecía de la Escritura, porque ninguna
profecía ha sido anunciada por voluntad humana, sino que los hombres han
hablado de parte de Dios, impulsados por el Espíritu Santo (cf. 2 Pe 1,20-21), por lo que sometía humildemente su
juicio al Magisterio de la Santa Madre Iglesia, consciente de que, al predicar,
“el hombre pone algo de su parte”, como dice en sus Memorias, por lo que
corre el riesgo de corromper en parte el mensaje divino.
Al mismo tiempo acudía nuestro santo
fraile a la otra fuente de la espiritualidad que es la Sagrada Liturgia,
especialmente la celebración eucarística, recordando que en la última cena el
Señor nos mandó comer su cuerpo y beber su sangre, que es la sangre de la alianza
derramada por muchos para la remisión de los pecados (cf. Mt 26,26-28 y par); a la vez que tenía presente que el
cáliz de bendición que bendecimos es la comunión con la sangre de Cristo y el
pan que partimos es la comunión con el cuerpo de Cristo, misterio por el que se
realiza la unidad de la Iglesia (cf. 1 Cor 10,16-17).
Nuestro Fray Mamerto daba gracias a Dios porque si bien en la predicación pone
el hombre algo de su parte, “no así en la administración de los Sacramentos”
(cf. Memorias), los cuales son obras totalmente de
Dios. Y como extensión de la piedad eucarística, promovió la devoción al
Santísimo Sacramento, práctica que se estaba extendiendo en la Iglesia y que él
trató de implantar en los lugares donde desarrolló su labor apostólica.
Como no hay vida espiritual auténtica
sin oración, nuestro santo fraile dedicaba mucho tiempo al rezo de las Horas y
a los ejercicios piadosos, especialmente el Santo Rosario y las prácticas de
devoción a San José, habiendo compuesto, para beneficio de los fieles, un
Novenario Devoto al Sacratísimo Corazón de Jesús “para darle mayor culto en
recompensa de su amor, y en desagravio de las muchas ofensas que le hacen los
mortales” (cf.
Memorias). Fray Mamerto fue un hombre
de oración, imitando con ello a Jesús, quien dedicaba noches enteras a
conversar a solas con su Eterno Padre (cf. Evangelios passim).
La devoción a María Santísima impregnó
asimismo su alma, para ir de la mano de la Madre hacia el Corazón de Hijo, como
lo dice reflexionando acerca de una carta que le escribió su hermano Odorico:
“María, Madre de Dios y de los hombres, haced que este tan querido hermano y yo
y todos los que me aman nos unamos a la voluntad y amor de tu Hijo Santísimo” (cf. Memorias). Y en una Carta al V. Dean y Cabildo
de la Santa Iglesia Catedral (30-08-1881), por pedido de algunos empleados en
la Catedral de Córdoba, introduce la costumbre de rezar cotidianamente el Santo
Rosario, a la hora del Ángelus, en la Capilla de Nuestra Señora de la Nieve, en
la Santa Catedral. Junto a lo cual, promovió, como era justo, la devoción al
Inmaculado Corazón de María.
Iluminó el orden temporal y promovió
la vida cultural con la luz del Evangelio de Cristo, único Redentor del hombre,
defendiendo y promoviendo la dignidad humana, la paz y la justicia,
especialmente en la tierra patria, a la cual amaba entrañablemente, en la cual
asumió deberes cívicos sin detrimento de su vida religiosa y de la cual llegó a
decir: “¡República Argentina! ¡Noble patria! ¡Todos tus hijos te consagramos
nuestros sudores, y nuestras manos no descansarán, hasta que te veamos en
posesión de tus derechos, rebosando orden, vida y prosperidad! Regaremos,
cultivaremos el árbol sagrado, hasta su entero desarrollo; y entonces, sentados
a su sombra, comeremos sus frutos” (Sermón “Laetamur de gloria vestra”).
En su completa pobreza asumida por el Reino de
los Cielos, se abandonó plenamente en los brazos de la Divina Providencia,
vivió del amor a Dios y al prójimo, y se configuró con Cristo, buen pastor de
nuestras almas, adornando su alma con la belleza de las virtudes, sabedor de
que la justicia interior implica un constante esfuerzo bajo el impulso de la
gracia, cuyo fruto son las virtudes, que es lo más útil para los hombres en la
vida (cf. Sab 8,7)
Su cristianismo ejemplar, que se
manifiesta en la santidad de su vida privada y pública, tal como nos la
muestran las páginas de su “Diario de recuerdos y memorias” y las distintas
expresiones de su vida religiosa y de su ministerio sacerdotal y episcopal,
constituye la más pingüe riqueza de su prócer figura y el fundamento de su
grandeza ante Dios y ante los hombres.
La gloria de Fray Mamerto Esquiú
redunda en honor de nuestra provincia, por eso es justo que, próximos a
celebrar la ceremonia de su beatificación, nos unamos en común regocijo,
haciendo nuestras las egregias palabras del poeta: “Era hijo de Catamarca,/
no es justo que esto se calle,/ pues Nuestra Señora y él/ son las glorias de
aquel valle” (Leopoldo
Lugones, Romances de Río Seco, VI, El Obispo, versos 113-116).
Por ello, pues, Declaro como “Año
Diocesano de Fray Mamerto Esquiú” el tiempo que correrá desde el día
10 de enero del próximo año, en un nuevo aniversario de su muerte, hasta
el mismo día del año 2022, para concentrarnos comunitariamente en torno
a la persona, las obras y las enseñanzas del santo fraile, cuyo nombre, escrito
son indeleble tinta en los libros de la historia, está también connumerado en
el Libro de la Vida Eterna. Alabaremos su perfección, invocaremos su
intercesión y, sobre todo, nos propondremos seguir su ejemplo, para que nuestra
devoción sea expresión de un amor activo (cf. LG 51) que
plasme en cada uno de nosotros la gracia, las virtudes y los dones que
brillaron en él con peculiar fulgor.
Queridos hermanos, desde el comienzo
de su existencia nuestro querido hermano Mamerto de la Ascensión estuvo
vinculado con San José, sea por el lugar del nacimiento sea por la devoción que
le tributó, tanto que llegó a escribir una Apología del Patriarca San José
para explicarnos en qué sentido fue un hombre “justo”. Por eso es providencial
que el Año Diocesano de Fray Mamerto Esquiú (10-01-2021 al 10-01-2022) prácticamente coincida con el Año
Universal de San José (08-12-2020
al 08-12-2021). El Señor
mismo, pues, nos está señalando que hemos de aprovechar este tiempo de gracia
para fomentar la devoción a San José y a Fray Mamerto, y para beneficiarnos de
los divinos favores que la Santa Madre Iglesia nos concede en este año
especial. De manera que, así como el padre Esquiú llegó a ser justo a la sombra
del santo Patriarca, así también junto a él nos ayude para que todos seamos
justos, obteniéndonos, además, consuelo y alivio en medio de las graves
tribulaciones humanas y sociales que afligen al mundo contemporáneo.
Entre los especiales dones que la
Santa Madre Iglesia ofrece en este tiempo de gracia, son dignas de particular
consideración las indulgencias plenarias que concede en las condiciones
habituales (confesión
sacramental, comunión eucarística y oración según las intenciones del Santo
Padre) a los fieles que,
con espíritu desprendido de cualquier pecado, participen en el Año de San José
en cualquiera de las siguientes piadosas acciones: a) meditar durante al
menos 30 minutos en el rezo del Padre Nuestro; b) participar en un
retiro espiritual de al menos un día que incluya una meditación sobre San José;
c) realizar una obra de misericordia corporal o espiritual; d)
rezar el Santo Rosario en las familias o entre los novios; e) confiar
diariamente el propio trabajo a la protección de San José; f) invocar,
mediante la oración, la intercesión del obrero de Nazaret, para que los que
buscan trabajo lo encuentren y el trabajo de todos sea más digno; g)
rezar la letanía de San José o alguna otra oración a San José en favor de la
Iglesia perseguida ad intra y ad extra y para el alivio de todos los cristianos
que sufren toda forma de persecución; h) rezar cualquier oración o acto
de piedad legítimamente aprobado en honor de San José, especialmente el 19 de
marzo, el 1 de mayo, el día de la fiesta de la Sagrada Familia, el 19 de cada
mes y cada día miércoles.
También es conveniente recordar que el
don de la indulgencia plenaria se extiende particularmente a los ancianos, los
enfermos, los moribundos y todos aquellos que por razones legítimas no pueden
salir de su casa, los cuales, con el ánimo desprendido de cualquier pecado y
con la intención de cumplir, tan pronto como sea posible, las tres condiciones
habituales, en su propia casa o dondequiera que el impedimento les retenga,
recen un acto de piedad en honor de San José, consuelo de los enfermos y
patrono de la buena muerte, ofreciendo con confianza a Dios los dolores y las
dificultades de su vida.
Y, en fin, es necesario tener presente
la comunicación de bienes espirituales entre la Iglesia peregrinante, purgante
y triunfante, que movió desde el principio a la Iglesia de los viadores a
guardar con gran piedad la memoria de los difuntos y a ofrecer sufragios por
ellos (cf. LG 49 y 50), lo cual es aplicable a las
indulgencias, las que siempre pueden aplicarse por los difuntos, a modo de
sufragio (San Pablo VI,
Const. Apost. Indulgentiarum doctrina, Norma 3; c. 994 del CDC). Más aún, al obtener indulgencias en
sufragio de los difuntos, los fieles realizan la caridad más eximia (San Pablo VI, oc, n. 8), por lo que el uso de las
indulgencias fomenta eficazmente la caridad y la ejerce de forma excepcional,
al prestar ayuda a los hermanos que duermen en Cristo (ibid, n° 9).
Quiera el Señor que todos los fieles
cristianos de Catamarca, ennoblecidos por la sagrada compañía de Fray Mamerto,
nos sumerjamos con gozo, piedad y gratitud en este tiempo favorable, en este
tiempo de salvación (cf.
Is 49,8; 2 Cor 6,2),
para que gustemos y veamos qué bueno es el Señor y cuán felices son los que en
él se refugian (cf.
Sal 34).
8° Obispo de Catamarca