Ante una plaza de San Pedro
vacía, en medio de la pandemia mundial del coronavirus, el papa Francisco
presidió hoy un momento extraordinario de oración y adoración al Santísimo
Sacramento, con una bendición Urbi et orbi extraordinaria y la posibilidad de
la indulgencia plenaria. ¨Señor, no nos dejes solos a merced de la tormenta¨,
oró el pontífice.
El papa Francisco presidió
esta tarde en el Vaticano un momento extraordinario de oración y adoración, con
la bendición Urbi et orbi extraordinaria y la indulgencia plenaria, pidiendo
por la humanidad en este tiempo difícil ante la pandemia del coronavirus.
Bajo una intensa lluvia, el
Santo Padre atravesó la plaza San Pedro vacía, y junto a él, el icono de la
Virgen "Salus populi romani (salvación del pueblo romano) y el Crucifijo
milagroso, llamado así porque a su intercesión se le atribuye la derrota de la
Gran Peste en el 1500.
La oración comenzó con la
lectura del pasaje del Evangelio de Marcos (4,35-41), en el que Jesús calma la
tormenta en el mar de Galilea, luego de ser despertado por los apóstoles que lo
acompañaban en la barca.
“Desde hace algunas semanas
parece que todo se ha oscurecido. Densas tinieblas cubrieron nuestras plazas,
calles y ciudades; se fueron adueñando de nuestras vidas llenando todo de un
silencio que ensordece y un vacío desolador que paraliza todo a su paso: se
palpita en el aire, se siente en los gestos, lo dicen las miradas”, reconoció
el Papa.
“Nos encontramos asustados y
perdidos. Al igual que a los discípulos del Evangelio, nos sorprendió una
tormenta inesperada y furiosa. Nos dimos cuenta de que estábamos en la misma
barca, todos frágiles y desorientados; pero, al mismo tiempo, importantes y
necesarios, todos llamados a remar juntos, todos necesitados de confortarnos
mutuamente”, señaló.
“En esta barca, estamos
todos. Como esos discípulos, que hablan con una única voz y con angustia dicen:
‘perecemos’, también nosotros descubrimos que no podemos seguir cada uno por
nuestra cuenta, sino solo juntos. Es fácil identificarnos con esta historia, lo
difícil es entender la actitud de Jesús”, admitió.
“Mientras los discípulos,
lógicamente, estaban alarmados y desesperados, Él permanecía en popa, en la
parte de la barca que primero se hunde. Y, ¿qué hace? A pesar del ajetreo y el
bullicio, dormía tranquilo, confiado en el Padre -es la única vez en el Evangelio
que Jesús aparece durmiendo-.”, relató.
“Después de que lo
despertaran y que calmara el viento y las aguas, se dirigió a los discípulos
con un tono de reproche: «¿Por qué tienen miedo? ¿Aún no tienen fe?». Tratemos
de entenderlo. ¿En qué consiste la falta de fe de los discípulos que se
contrapone a la confianza de Jesús? Ellos no habían dejado de creer en Él; de
hecho, lo invocaron. Pero veamos cómo lo invocan: «Maestro, ¿no te importa que
perezcamos?».”, continuó.
“No te importa: pensaron que
Jesús se desinteresaba de ellos, que no les prestaba atención. Entre nosotros,
en nuestras familias, lo que más duele es cuando escuchamos decir: ‘¿Es que no
te importo?’. Es una frase que lastima y desata tormentas en el corazón.
También habrá sacudido a Jesús, porque a Él le importamos más que a nadie. De
hecho, una vez invocado, salva a sus discípulos desconfiados”.
La tempestad, reconoció
Francisco, “desenmascara nuestra vulnerabilidad y deja al descubierto esas
falsas y superfluas seguridades con las que habíamos construido nuestras
agendas, nuestros proyectos, rutinas y prioridades. Nos muestra cómo habíamos
dejado dormido y abandonado lo que alimenta, sostiene y da fuerza a nuestra
vida y a nuestra comunidad”.
“La tempestad pone al
descubierto todos los intentos de encajonar y olvidar lo que nutrió el alma de
nuestros pueblos; todas esas tentativas de anestesiar con aparentes rutinas
‘salvadoras’, incapaces de apelar a nuestras raíces y evocar la memoria de
nuestros ancianos, privándonos así de la inmunidad necesaria para hacerle
frente a la adversidad” agregó.
“Con la tempestad, se cayó
el maquillaje de esos estereotipos con los que disfrazábamos nuestros egos
siempre pretenciosos de querer aparentar; y dejó al descubierto, una vez más,
esa (bendita) pertenencia común de la que no podemos ni queremos evadirnos; esa
pertenencia de hermanos”, afirmó.
«¿Por qué tienen miedo? ¿Aún
no tienen fe?», insistió el Papa en la pregunta de Jesús. “Señor, esta tarde tu
Palabra nos interpela y se dirige a todos. En nuestro mundo, que Tú amas más
que nosotros, hemos avanzado rápidamente, sintiéndonos fuertes y capaces de
todo. Codiciosos de ganancias, nos hemos dejado absorber por lo material y
trastornar por la prisa”, lamentó.
“No nos hemos detenido ante
tus llamadas, no nos hemos despertado ante guerras e injusticias del mundo, no
hemos escuchado el grito de los pobres y de nuestro planeta gravemente enfermo.
Hemos continuado imperturbables, pensando en mantenernos siempre sanos en un
mundo enfermo”, añadió.
“Ahora, mientras estamos en
mares agitados, te suplicamos: ‘Despierta, Señor’. «¿Por qué tienen miedo? ¿Aún
no tienen fe?». Señor, nos diriges una llamada, una llamada a la fe. Que no es
tanto creer que Tú existes, sino ir hacia ti y confiar en ti. En esta Cuaresma
resuena tu llamada urgente: ‘Conviértanse’, «vuelvan a mí de todo corazón»”,
expresó.
“Nos llamas a tomar este
tiempo de prueba como un momento de elección. No es el momento de tu juicio,
sino de nuestro juicio: el tiempo para elegir entre lo que cuenta
verdaderamente y lo que pasa, para separar lo que es necesario de lo que no lo
es. Es el tiempo de restablecer el rumbo de la vida hacia ti, Señor, y hacia
los demás”, aseguró.
“Y podemos mirar a tantos
compañeros de viaje que son ejemplares, pues, ante el miedo, han reaccionado
dando la propia vida. Es la fuerza operante del Espíritu derramada y plasmada
en valientes y generosas entregas. Es la vida del Espíritu capaz de rescatar,
valorar y mostrar cómo nuestras vidas están tejidas y sostenidas por personas
comunes —corrientemente olvidadas— que no aparecen en portadas de diarios y de
revistas, ni en las grandes pasarelas del último show pero, sin lugar a dudas,
están escribiendo hoy los acontecimientos decisivos de nuestra historia:
médicos, enfermeros y enfermeras,
encargados de reponer los productos en los supermercados,
limpiadoras, cuidadoras, transportistas, fuerzas de seguridad, voluntarios,
sacerdotes, religiosas y tantos pero tantos otros que comprendieron que nadie
se salva solo”, destacó.
“Frente al sufrimiento,
donde se mide el verdadero desarrollo de nuestros pueblos, descubrimos y
experimentamos la oración sacerdotal de Jesús: «Que todos sean uno»”, recordó
el Papa. “Cuánta gente cada día demuestra paciencia e infunde esperanza,
cuidándose de no sembrar pánico sino corresponsabilidad. Cuántos padres,
madres, abuelos y abuelas, docentes muestran a nuestros niños, con gestos
pequeños y cotidianos, cómo enfrentar y transitar una crisis readaptando
rutinas, levantando miradas e impulsando la oración. Cuántas personas rezan,
ofrecen e interceden por el bien de todos. La oración y el servicio silencioso
son nuestras armas vencedoras”, valoró.
“«¿Por qué tienen miedo?
¿Aún no tienen fe?». El comienzo de la fe es saber que necesitamos la
salvación. No somos autosuficientes; solos nos hundimos. Necesitamos al Señor
como los antiguos marineros las estrellas. Invitemos a Jesús a la barca de
nuestra vida. Entreguémosle nuestros temores, para que los venza”, animó.
En ese sentido, aseguró: “Al
igual que los discípulos, experimentaremos que, con Él a bordo, no se naufraga.
Porque esta es la fuerza de Dios: convertir en algo bueno todo lo que nos
sucede, incluso lo malo. Él trae serenidad en nuestras tormentas, porque con
Dios la vida nunca muere. El Señor nos interpela y, en medio de nuestra
tormenta, nos invita a despertar y a activar esa solidaridad y esperanza capaz
de dar solidez, contención y sentido a estas horas donde todo parece
naufragar”.
“El Señor se despierta para
despertar y avivar nuestra fe pascual. Tenemos un ancla: en su Cruz hemos sido
salvados. Tenemos un timón: en su Cruz hemos sido rescatados. Tenemos una
esperanza: en su Cruz hemos sido sanados y abrazados para que nadie ni nada nos
separe de su amor redentor. En medio del aislamiento donde estamos sufriendo la
falta de los afectos y de los encuentros, experimentando la carencia de tantas
cosas, escuchemos una vez más el anuncio que nos salva: ha resucitado y vive a
nuestro lado”, exhortó.
“El Señor nos interpela
desde su Cruz a reencontrar la vida que nos espera, a mirar a aquellos que nos reclaman,
a potenciar, reconocer e incentivar la gracia que nos habita. No apaguemos la
llama humeante, que nunca enferma, y dejemos que reavive la esperanza”, pidió.
“Abrazar su Cruz es animarse
a abrazar todas las contrariedades del tiempo presente, abandonando por un
instante nuestro afán de omnipotencia y posesión para darle espacio a la
creatividad que sólo el Espíritu es capaz de suscitar. Es animarse a motivar
espacios donde todos puedan sentirse convocados y permitir nuevas formas de
hospitalidad, de fraternidad y de solidaridad”, sostuvo el Santo Padre.
“En su Cruz hemos sido
salvados para hospedar la esperanza y dejar que sea ella quien
fortalezca y
sostenga todas las medidas y caminos posibles que nos ayuden a cuidarnos y a
cuidar. Abrazar al Señor para abrazar la esperanza. Esta es la fuerza de la fe,
que libera del miedo y da esperanza”, afirmó.
“«¿Por qué tienen miedo?
¿Aún no tienen fe?». Queridos hermanos y hermanas: Desde este lugar, que narra
la fe pétrea de Pedro, esta tarde me gustaría confiarlos a todos al Señor, a
través de la intercesión de la Virgen, salud de su pueblo, estrella del mar
tempestuoso. Desde esta columnata que abraza a Roma y al mundo, descienda sobre
ustedes, como un abrazo consolador, la bendición de Dios”, expresó.
“Señor, bendice al mundo, da
salud a los cuerpos y consuela los corazones. Nos pides que no sintamos temor.
Pero nuestra fe es débil Señor y tenemos miedo. Mas Tú, Señor, no nos abandones
a merced de la tormenta. Repites de nuevo: «No tengan miedo». Y nosotros, junto
con Pedro, ‘descargamos en ti todo nuestro agobio, porque sabemos que Tú nos
cuidas’”, concluyó.
Al finalizar la reflexión,
el Santo Padre se dirigió a la imagen de la Salus Populi Romano (la salud del
pueblo romano), patrona de Roma, a la que confió las intenciones del mundo.
Luego, ante la antigua cruz del Cristo milagroso, a la que se atribuye la
sanación de Roma durante la gran peste de 1522, traída especialmente desde la
iglesia de San Marcelo en Via del Corso, el Papa protagonizó un momento de
oración.
El Santo Padre se dirigió
luego al interior de la basílica, donde presidió la Adoración al Santísimo
Sacramento, acompañado por el coro de la Capilla Sixtina. Finalizado ese
momento, el Papa impartió la bendición Urbi et orbi con la indulgencia
plenaria.
Fuente: AICA