El Obispo por Leopoldo Lugones
Cada 13 de junio se conmemora en Argentina el Día del Escritor en conmemoración al nacimiento de Leopoldo Lugones. El también periodista nació en 1874 en Villa María del Río Seco, al norte de la provincia de Córdoba.
Dentro
de su enorme y valiosa producción literaria, su obra Romances del Río Seco, es
a través del cual Lugones ofreció un testimonio del regreso a su pago natal y
del reencuentro con sus historias y personajes.
Entre
estos relatos en forma de Poema, está el que tituló “El Obispo”, en el que
describe a nuestro Beato Mamerto Esquiú y una anécdota vivida por un cura de
pueblo, muy querido en el norte cordobés.
Éste es el bello poema:
EL OBISPO
1
Ese
fray Mamerto Esquiú,
Vuestro
obispo diocesano,
Volvía
de unas misiones
Tierra
adentro por el llano.
Por
el llano y por la sierra,
Donde
la gente rural
Mucho
tiempo había pasado
Sin
visita pastoral.
Pues
como que bien portaba
El
cordón de San Francisco,
Prefería
al peón más pobre
Y al
rústico más arisco.
Así,
al ocupar la sede,
Dispuso,
con mano abierta
Que
todo el ajuar de precio
En
la limosna se invierta.
Y
haciendo al menesteroso
El
lugar que se le debe,
Tenía
la misericordia
De
Jesús sobre la plebe.
Bien
haya el santo piadoso
-Santo
he dicho y no lo enmiendo-
Que
tal fama desde entonces
Mereció
aquel reverendo.
Aunque
conviene a saber,
Que
con aflicción humilde,
Más
que tenerlo por gloria Lo reputaba una tilde.
Notorio
era que después
De
porfiada resistencia,
Había
aceptado la Silla
Bajo
rigor de obediencia.
Y
hasta la cruz de oro al pecho
Que
debe usar el prelado,
Dentro
el seno la llevaba
Por
no ostentar ni en sagrado.
Con
lo que, a primera vista
Parecía
un fraile cualquiera,
Según
muy cuerdo y laudable
Lo
hallaba él de esa manera.
Pero
bien pronto en las almas
Su
mansedumbre imponía
La
claridad del lucero
Sobre
las puertas del día.
Y
sólo con que mirase,
Daba
al pecador más ruin
Contento,
paz y hermosura
Como
si abriese un jardín.
Pálido
de penitencia,
Que
como en marfil lo labra,
Fragancia
del corazón
Le
subía en la palabra.
Era
de presencia airosa,
A
pesar del sacrificio
Con
que alegre soportaba
Trabajo,
ayuno y cilicio.
Y
esto que paso a contarles
Lo
sé porque se alojó
En
casa de mis mayores
Cuando
al Río Seco llegó.
Allá
mismo, hasta olvidado
Del
preciso refrigerio,
Sin
descanso y sin excusas
Ejercía
su ministerio.
Es
que las horas de iglesia
No
alcanzaban para tantos
Como
al perdón acudían
Con
sus culpas y quebrantos.
Pues
era tal el fervor
De
aquellas almas sencillas,
Que
hasta llevaban de lejos
Tullidos
en angarillas.
Por
eso es que algunas veces
En
la plaza predicaba,
A la
claridad benigna
Que
la tarde le prestaba.
Tardecitas
de la siena,
Que,
al aplacarse el bochorno,
Bajaban
como cantando
Por
las peñas del contorno.
Ya
se azulaba el faldeo
Donde
a la oración asoma
Tan
bella en su soledad
La
azucena de la loma.
Y
solían mezclarse al eco
De
las palabras sagradas,
El
silbo de las perdices
Y el
balar de las majadas.
Qué
gentío... viese usted
No
acabo si lo detallo.
Había
hasta gauchos esquivos
Que
escuchaban de a caballo.
Allá
se ablandaba el duro
Y se
reducía el vil.
Más
de una infeliz lloraba
Con
el gauchito al cuadril.
Y en
la suavidad de aquella
Dominación
sin alarde,
Almas
y frentes lavaba
La
frescura de la tarde.
Sucede,
así, que entregado
Desde
el alba a su faena,
Se
recogía por la noche
Rendido
que daba pena.
Mas,
luego, no sé quién supo
-Siempre
hay de esos advertidos-
Que
la cuja abandonaba
Cuando
nos sentía dormidos.
Y
poniendo, únicamente,
Bajo
la cara un pañuelo,
Abreviaba
su descanso
Tendido
en el duro suelo.
Era
hijo de Catamarca,
No
es justo que esto se calle,
Pues
Nuestra Señora y él
Son
las glorias de aquel valle.
2
De
regreso, como dije,
Cuando
va a tomar el tren,
En
la estación ha ocurrido
Lo
que ahora sabrán también.
Mientras
séquito y viajeros
Almuerzan
en la cantina,
Rezando
sus oraciones
El
por el andén camina.
Detrás,
mediando la calle,
Queda
el comedor que digo,
De
modo que puede hacerlas
Sin
estorbo ni testigo.
Ya
que hasta los familiares
Se
han de apartar con respeto,
Cuando
quiere así a sus preces
Entregarse
por completo.
Fuerza
en ellas pide a Dios
Para
cumplir la tarea,
Y en
el sosiego del campo
Su
soledad se recrea.
Cuando,
cata ahí que, de prisa,
Llega
un clérigo muy listo,
En
una mula alazana
Que
de andar es por lo visto.
Bajo
su gacho arribeño,
En
la ancha cara de suela,
Le
saltan los ojos verdes
Entre
lacras de viruela.
El
apero es sobajado;
Y
aunque sin mancha ninguna,
La
sotana de lustrina
Se
va poniendo cebruna.
Solamente
pintan lujo
Con
sus borlas y labores,
Las
abultadas alforjas
Bordadas
en tres colores.
Es
el cura de Citén,
Don
Juan Correa, que, atenta,
Con
su señoría ilustrísima
Quiere
hacer conocimiento.
Tomará
para lograrlo,
El
mismo tren que ahora arriba,
Incorporándose
al clero
Que
forma la comitiva.
Pues
como algún camarada
Tendrá
allí, durante el viaje
Se
hará presentar con él
Para
rendir su homenaje.
Mas
¿qué digo un camarada,
Cuando
es, sin hacerle halago
El
hombre con más amigos
Que
se conoce en el pago?
Y a
fe que bien lo merece,
Porque
no habrá feligrés
Que
con gratitud no alabe
Su
empeño y desinterés.
Quien
vendrá por los auxilios,
Que
emprenda, solo, el regreso.
Siempre
anda como de chasque,
De
acá para allá con eso.
Algo
médico también,
Aunque
medio barbarón,
Es
de los que sacan muelas
Con
el piolín y el tizón.
Pero
receta con tino
Su
bizma o su cataplasma
Al
que se quiebra en la doma
O en
el arreo se pasma.
Así
amaña sus quehaceres,
Del
sacramento al remedio,
Sin
perder el buen humor,
Aunque
jamás tenga medio.
De
lo poquito que gana
No
queda para el ahorro,
Vi
de mermárselo dejan
El
petardo y el socorro.
A
más que siendo tan pobres
Todos
esos vecindarios,
Suelen
pagarle en especie
Sus
módicos honorarios.
No
tiene sino esa mula
Que
de andar sacó en persona,
Pues
una viuda, por misas,
Se
la cambió redomona.
Es
que es diestro en el rebenque
Lo
mismo que en el hisopo;
Ocurrente,
y hasta creo
Que
capaz de algún piropo.
Pero
aquí cumple advertirles,
Más
que lo vean tan feliz,
Que
nunca le conocieron
Arrimo
ni otro desliz.
3
Apremiado,
pues, llegaba
A la
estación mi don Juan,
No
fuese el tren a ganarle.
Malogrando
así su afán.
Pie
a tierra ha echado, resuelto,
Y
abajando las maletas,
Contra
un pilar las arrima,
Como
que las trae repletas.
Sólo
entonces mira al fraile
Que
anda allá y que, desde luego,
Ningún
interés le causa
Porque
cree que es algún lego.
Sí,
pues, un lego, al cuidado
Del
equipaje, quizás...
Con
lo que tiene la idea
De
aprovecharlo ahí, no más.
«Hermano,
por vida suya
-Le
dice de muy buen modo-
Repáreme
las alforjas
Mientras
voy por acomodo.»
«Queda
a mano, aquí cerquita,
En
ese potrero grande.
Soy
el cura de Citón,
Para
lo que usted me mande.»
«Vaya,
señor, sin cuidado,»
-El
obispo le replica-
Pronto
vuelve, ya de a pie,
Y a
instalarse se dedica.
Y
desde la plataforma
Del
vagón que ha hallado abierto,
Como
ve tan manso al fraile
Consuma
su desacierto.
«Hermano-
vuelve a decirle,
Con
las alforjas bromeando-,
Alcáncemelas,
no tema,
Que
no pasan contrabando.»
Allá
las carga el obispo
Sin
impaciencia ni asombro.
Con
lo pesadas que están,
Tiene
que echarlas al hombro.
«Pobrecito,
tan conforme Y servicial»
-don
Juan piensa-
Si
no fuese por su estado.
Le
ofrecía una recompensa.
Pero
dicen que el obispo
Se
manifiesta severo
Para
con los regulares
En
materia de dinero.
Porque
es y que ni a las monjas
Vender,
como antes, permite.
En
el tomo sus alcorzas
Y
ovejitas de confite.
Lástima
de aquel buen lego.
Más
que es tan formal, de juro,
Que
a lo mejor su agasajo
Va y
lo pone en un apuro.
De
modo que no se anima
Ni a
echarle un real en la manga.
Y un
simple «Dios se lo pague»
Le
retribuye la changa.
En
eso, mientras sus cosas
Dentro
del vagón alista,
La
gente llena el andén,
Y
pierde al fraile de vista.
Mas
no se preocupa de ello,
Pues
para el caso que apronta,
En
qué le puede ayudar
Alguien
de tan poca monta.
Cuando
el tren se pone en marcha
Y oportuno le parece,
Busca
y encuentra un amigo
Que
a presentarlo se ofrece.
Aunque
viaja en reservada,
Monseñor
no es de cogote,
De
suerte que, pronto, ante él
Se
encuentra en su camarote.
Pero
figúrense ustedes
La
confusión que lo embarga
Cuando
se da en el obispo
Con
su lego de la carga.
Ahí,
se arrodilla, implorando
Perdón
para su torpeza.
El
santo varón le puso
Una
mano en la cabeza.
«No
hay de qué, hermano— responde
Con
tono suave y profundo
Para
ayudarnos estamos
Los
hombres en este mundo.»
Así
pudo, decía el cura,
Contemplar
un ser sublime,
Y en
su sencillez, patente,
La
gracia que nos redime.
Iluminado
por ella,
Aunque
era un paisano rudo,
Los
ojos se le nublaron,
La
lengua se le hizo nudo.
Y
agachando la cabeza
Como
ante un santo de altar,
«No
supe, amigo-concluía,
Más
que echarme a lagrimear».