siguenos en facebook Canal de youtube siguenos en facebook

13 junio 2022

15 de junio - Día del Escritor

El Obispo por Leopoldo Lugones


Cada 13 de junio se conmemora en Argentina el Día del Escritor en conmemoración al nacimiento de Leopoldo Lugones. El también periodista nació en 1874 en Villa María del Río Seco, al norte de la provincia de Córdoba.

Dentro de su enorme y valiosa producción literaria, su obra Romances del Río Seco, es a través del cual Lugones ofreció un testimonio del regreso a su pago natal y del reencuentro con sus historias y personajes.

Entre estos relatos en forma de Poema, está el que tituló “El Obispo”, en el que describe a nuestro Beato Mamerto Esquiú y una anécdota vivida por un cura de pueblo, muy querido en el norte cordobés.

Éste es el bello poema:


EL OBISPO


1

Ese fray Mamerto Esquiú,

Vuestro obispo diocesano,

Volvía de unas misiones

Tierra adentro por el llano.

 

Por el llano y por la sierra,

Donde la gente rural

Mucho tiempo había pasado

Sin visita pastoral.

 

Pues como que bien portaba

El cordón de San Francisco,

Prefería al peón más pobre

Y al rústico más arisco.

 

Así, al ocupar la sede,

Dispuso, con mano abierta

Que todo el ajuar de precio

En la limosna se invierta.

 

Y haciendo al menesteroso

El lugar que se le debe,

Tenía la misericordia

De Jesús sobre la plebe.

 

Bien haya el santo piadoso

-Santo he dicho y no lo enmiendo-

Que tal fama desde entonces

Mereció aquel reverendo.

 

Aunque conviene a saber,

Que con aflicción humilde,

Más que tenerlo por gloria Lo reputaba una tilde.

Notorio era que después

De porfiada resistencia,

Había aceptado la Silla

Bajo rigor de obediencia.

 

Y hasta la cruz de oro al pecho

Que debe usar el prelado,

Dentro el seno la llevaba

Por no ostentar ni en sagrado.

 

Con lo que, a primera vista

Parecía un fraile cualquiera,

Según muy cuerdo y laudable

Lo hallaba él de esa manera.

 

Pero bien pronto en las almas

Su mansedumbre imponía

La claridad del lucero

Sobre las puertas del día.

 

Y sólo con que mirase,

Daba al pecador más ruin

Contento, paz y hermosura

Como si abriese un jardín.

 

Pálido de penitencia,

Que como en marfil lo labra,

Fragancia del corazón

Le subía en la palabra.

 

Era de presencia airosa,

A pesar del sacrificio

Con que alegre soportaba

Trabajo, ayuno y cilicio.

 

Y esto que paso a contarles

Lo sé porque se alojó

En casa de mis mayores

Cuando al Río Seco llegó.

 

Allá mismo, hasta olvidado

Del preciso refrigerio,

Sin descanso y sin excusas

Ejercía su ministerio.

 

Es que las horas de iglesia

No alcanzaban para tantos

Como al perdón acudían

Con sus culpas y quebrantos.

 

Pues era tal el fervor

De aquellas almas sencillas,

Que hasta llevaban de lejos

Tullidos en angarillas.

 

Por eso es que algunas veces

En la plaza predicaba,

A la claridad benigna

Que la tarde le prestaba.

 

Tardecitas de la siena,

Que, al aplacarse el bochorno,

Bajaban como cantando

Por las peñas del contorno.

 

Ya se azulaba el faldeo

Donde a la oración asoma

Tan bella en su soledad

La azucena de la loma.

 

Y solían mezclarse al eco

De las palabras sagradas,

El silbo de las perdices

Y el balar de las majadas.

 

Qué gentío... viese usted

No acabo si lo detallo.

Había hasta gauchos esquivos

Que escuchaban de a caballo.

 

Allá se ablandaba el duro

Y se reducía el vil.

Más de una infeliz lloraba

Con el gauchito al cuadril.

 

Y en la suavidad de aquella

Dominación sin alarde,

Almas y frentes lavaba

La frescura de la tarde.

 

Sucede, así, que entregado

Desde el alba a su faena,

Se recogía por la noche

Rendido que daba pena.

 

Mas, luego, no sé quién supo

-Siempre hay de esos advertidos-

Que la cuja abandonaba

Cuando nos sentía dormidos.

 

Y poniendo, únicamente,

Bajo la cara un pañuelo,

Abreviaba su descanso

Tendido en el duro suelo.

 

Era hijo de Catamarca,

No es justo que esto se calle,

Pues Nuestra Señora y él

Son las glorias de aquel valle.

 

2

De regreso, como dije,

Cuando va a tomar el tren,

En la estación ha ocurrido

Lo que ahora sabrán también.

 

Mientras séquito y viajeros

Almuerzan en la cantina,

Rezando sus oraciones

El por el andén camina.

 

Detrás, mediando la calle,

Queda el comedor que digo,

De modo que puede hacerlas

Sin estorbo ni testigo.

 

Ya que hasta los familiares

Se han de apartar con respeto,

Cuando quiere así a sus preces

Entregarse por completo.

 

Fuerza en ellas pide a Dios

Para cumplir la tarea,

Y en el sosiego del campo

Su soledad se recrea.

 

Cuando, cata ahí que, de prisa,

Llega un clérigo muy listo,

En una mula alazana

Que de andar es por lo visto.

 

Bajo su gacho arribeño,

En la ancha cara de suela,

Le saltan los ojos verdes

Entre lacras de viruela.

 

El apero es sobajado;

Y aunque sin mancha ninguna,

La sotana de lustrina

Se va poniendo cebruna.

 

Solamente pintan lujo

Con sus borlas y labores,

Las abultadas alforjas

Bordadas en tres colores.

 

Es el cura de Citén,

Don Juan Correa, que, atenta,

Con su señoría ilustrísima

Quiere hacer conocimiento.

 

Tomará para lograrlo,

El mismo tren que ahora arriba,

Incorporándose al clero

Que forma la comitiva.

 

Pues como algún camarada

Tendrá allí, durante el viaje

Se hará presentar con él

Para rendir su homenaje.

 

Mas ¿qué digo un camarada,

Cuando es, sin hacerle halago

El hombre con más amigos

Que se conoce en el pago?

 

Y a fe que bien lo merece,

Porque no habrá feligrés

Que con gratitud no alabe

Su empeño y desinterés.

 

Quien vendrá por los auxilios,

Que emprenda, solo, el regreso.

Siempre anda como de chasque,

De acá para allá con eso.

 

Algo médico también,

Aunque medio barbarón,

Es de los que sacan muelas

Con el piolín y el tizón.

 

Pero receta con tino

Su bizma o su cataplasma

Al que se quiebra en la doma

O en el arreo se pasma.

 

Así amaña sus quehaceres,

Del sacramento al remedio,

Sin perder el buen humor,

Aunque jamás tenga medio.

 

De lo poquito que gana

No queda para el ahorro,

Vi de mermárselo dejan

El petardo y el socorro.

 

A más que siendo tan pobres

Todos esos vecindarios,

Suelen pagarle en especie

Sus módicos honorarios.

 

No tiene sino esa mula

Que de andar sacó en persona,

Pues una viuda, por misas,

Se la cambió redomona.

 

Es que es diestro en el rebenque

Lo mismo que en el hisopo;

Ocurrente, y hasta creo

Que capaz de algún piropo.

 

Pero aquí cumple advertirles,

Más que lo vean tan feliz,

Que nunca le conocieron

Arrimo ni otro desliz.

 

3

Apremiado, pues, llegaba

A la estación mi don Juan,

No fuese el tren a ganarle.

Malogrando así su afán.

 

Pie a tierra ha echado, resuelto,

Y abajando las maletas,

Contra un pilar las arrima,

Como que las trae repletas.

 

Sólo entonces mira al fraile

Que anda allá y que, desde luego,

Ningún interés le causa

Porque cree que es algún lego.

 

Sí, pues, un lego, al cuidado

Del equipaje, quizás...

Con lo que tiene la idea

De aprovecharlo ahí, no más.

 

«Hermano, por vida suya

-Le dice de muy buen modo-

Repáreme las alforjas

Mientras voy por acomodo.»

 

«Queda a mano, aquí cerquita,

En ese potrero grande.

Soy el cura de Citón,

Para lo que usted me mande.»

 

«Vaya, señor, sin cuidado,»

-El obispo le replica-

Pronto vuelve, ya de a pie,

Y a instalarse se dedica.

 

Y desde la plataforma

Del vagón que ha hallado abierto,

Como ve tan manso al fraile

Consuma su desacierto.

 

«Hermano- vuelve a decirle,

Con las alforjas bromeando-,

Alcáncemelas, no tema,

Que no pasan contrabando.»

 

Allá las carga el obispo

Sin impaciencia ni asombro.

Con lo pesadas que están,

Tiene que echarlas al hombro.

 

«Pobrecito, tan conforme Y servicial»

-don Juan piensa-

Si no fuese por su estado.

Le ofrecía una recompensa.

 

Pero dicen que el obispo

Se manifiesta severo

Para con los regulares

En materia de dinero.

 

Porque es y que ni a las monjas

Vender, como antes, permite.

En el tomo sus alcorzas

Y ovejitas de confite.

 

Lástima de aquel buen lego.

Más que es tan formal, de juro,

Que a lo mejor su agasajo

Va y lo pone en un apuro.

 

De modo que no se anima

Ni a echarle un real en la manga.

Y un simple «Dios se lo pague»

Le retribuye la changa.

 

En eso, mientras sus cosas

Dentro del vagón alista,

La gente llena el andén,

Y pierde al fraile de vista.

 

Mas no se preocupa de ello,

Pues para el caso que apronta,

En qué le puede ayudar

Alguien de tan poca monta.

 

Cuando el tren se pone en marcha

 Y oportuno le parece,

Busca y encuentra un amigo

Que a presentarlo se ofrece.

 

Aunque viaja en reservada,

Monseñor no es de cogote,

De suerte que, pronto, ante él

Se encuentra en su camarote.

 

Pero figúrense ustedes

La confusión que lo embarga

Cuando se da en el obispo

Con su lego de la carga.

 

Ahí, se arrodilla, implorando

Perdón para su torpeza.

El santo varón le puso

Una mano en la cabeza.

 

«No hay de qué, hermano— responde

Con tono suave y profundo

Para ayudarnos estamos

Los hombres en este mundo.»

 

Así pudo, decía el cura,

Contemplar un ser sublime,

Y en su sencillez, patente,

La gracia que nos redime.

 

Iluminado por ella,

Aunque era un paisano rudo,

Los ojos se le nublaron,

La lengua se le hizo nudo.

 

Y agachando la cabeza

Como ante un santo de altar,

«No supe, amigo-concluía,

Más que echarme a lagrimear».