Homenaje del Poder Ejecutivo provincial y municipal a la Virgen
“La
Iglesia es la posada del Buen Samaritano donde se espera y acoge al hijo
malherido, violentado, despreciado, desorientado o roto”, dijo el obispo a tono
con la temática de la jornada.
Durante la Misa central de
las 20.00, el martes 26 de abril, tercer día del Septenario, rindieron su homenaje
a la Madre del Valle el Poder Ejecutivo provincial y municipal.
La ceremonia litúrgica fue
presidida por el obispo diocesano, Mons. Luis Urbanc, y concelebrada por
sacerdotes del clero diocesano, en el altar mayor de la Catedral Basílica y
Santuario del Santísimo Sacramento y de Nuestra Señora del Valle.
Participaron el
Vicegobernador, Ing. Rubén Dusso, acompañado de los ministros de Gobierno, Justicia
y Derechos Humanos, Dr. Jorge Moreno; y de Seguridad, Dr. Gustavo Aguirre; el
intendente de Fray Mamerto Esquiú, Dr. Guilermo Ferreyra, y miembros de su
gabinete, entre otras autoridades.
En el inicio de su homilía,
Mons. Urbanc dio la bienvenida a los alumbrantes y rogó “que la Madre Celestial
preste atención a sus súplicas y necesidades”.
Luego reflexionó sobre el
tema de la jornada referido a la Iglesia como “casa y escuela de comunión”,
expresando la importancia de “recordarlo para nuestro camino sinodal. Cuando
hablamos de casa, pensamos en el hogar, que hace referencia a las personas que
allí viven, a los vínculos que deben valorar y consolidar. Al igual que la
realidad de la escuela como ámbito de trabajo formativo y pre-formativo. Todo
esto lo aplicamos a la Iglesia y tenemos que trabajarlo. Así como en un hogar
pretendemos vivir en comunión, diálogo, respeto, comprensión, paciencia, etc.,
de igual modo debemos hacerlo en la comunidad eclesial”.
Más adelante afirmó que “la
Iglesia, constituida en tierra de vivientes, es casa para todos, donde cada uno
es acogido y abrazado no por lo que tiene, sino por la dignidad de ser hijo e
hija de Dios. La Iglesia es la posada del Buen Samaritano donde se espera y
acoge al hijo malherido, violentado, despreciado, desorientado o roto. Y en
Ella, y a partir de Ella, podemos construir una ciudad nueva, una civilización
que sea digna morada de todo ser humano”.
Dirigiéndose a la Virgen del
Valle suplicó: “Ayúdanos a ser ‘casa y escuela de comunión’, reconociendo que
el Señor Jesús es el Rey de Reyes, que Él está revestido de poder y majestad,
que Él mantiene el orbe, que su trono está firme para siempre, que sus leyes
son dignas de confianza y que su santidad resplandece en su templo y que cada
uno de nosotros sea ese templo donde Él habita y resplandece”.
En el momento de las ofrendas, los alumbrantes acercaron al altar el pan y el vino para preparar la mesa eucarística. Y antes de la bendición final, toda la asamblea se consagró a la Madre del Valle.
TEXTO
COMPLETO DE LA HOMILÍA
Queridos devotos y
peregrinos:
En este tercer día del
septenario rinden su homenaje a la Virgen del Valle funcionarios del poder
ejecutivo provincial y municipal. Bienvenidos a esta celebración; que la Madre
Celestial preste atención a sus súplicas y necesidades.
Para esta jornada se nos
propuso reflexionar sobre la Iglesia como ‘casa y escuela de comunión’. ¡Qué
importante recordarlo para nuestro camino sinodal! Cuando hablamos de casa,
pensamos en el hogar, que hace referencia a las personas que allí viven, a los
vínculos que deben valorar y consolidar. Al igual que la realidad de la escuela
como ámbito de trabajo formativo y per-formativo. Todo esto lo aplicamos a la
Iglesia y tenemos que trabajarlo. Así como en un hogar pretendemos vivir en
comunión, diálogo, respeto, comprensión, paciencia, etc., de igual modo debemos
hacerlo en la comunidad eclesial.
San Agustín afirmaba: “Quien
quiera vivir, tiene en donde vivir, tiene de donde vivir. Que se acerque, que
crea, que se deje incorporar para ser vivificado. No rehúya la compañía de los
miembros”. Así describía una dimensión profunda de la realidad de la Iglesia:
lugar donde vivir, donde ser amado y ser capacitado para amar de un modo nuevo.
Dios nos ha preparado una casa y no quiere que vivamos a la intemperie. “Como
el Padre me ha amado, así los he amado yo, permanezcan en mi amor” (Jn 15,7).
Vivir en el amor de Dios constituye nuestra morada: permanezcan en mi amor,
permanezcan en la casa.
En esta comunión eclesial
aprendemos a amar y a perdonar, a romper las barreras del egoísmo y a enjugar
los rostros sufrientes de tantos seres humanos, pregonando por todo el mundo el
Evangelio, el advenimiento del Reino. El Señor en la Eucaristía se ha hecho don
para que nosotros seamos también don para los demás. Llevar a todos los rincones
del mundo la luz y esperanza de Dios, su Palabra y su Eucaristía. Acercar el
abrazo del Padre, la vida del Hijo, el amor del Espíritu es la misión y tarea
de la Iglesia y, consiguientemente de cada uno de nosotros. Hemos sido enviados
a convidar a toda persona, especialmente a las más necesitadas, al banquete
nuevo donde todo se nos ofrece como don: “todo es de ustedes, ustedes de Cristo
y Cristo de Dios” (1 Cor 3,18). La Iglesia, constituida en tierra de vivientes,
es casa para todos, donde cada uno es acogido y abrazado no por lo que tiene,
sino por la dignidad de ser hijo e hija de Dios. La Iglesia es la posada del
Buen Samaritano donde se espera y acoge al hijo malherido, violentado,
despreciado, desorientado o roto. Y en Ella, y a partir de Ella, podemos
construir una ciudad nueva, una civilización que sea digna morada de todo ser
humano.
La Palabra de Dios que hemos
escuchado nos propone dos tópicos para que hagamos de la Iglesia una casa y
escuela de comunión: La resurrección de Jesucristo y la necesidad de renacer de
lo alto.
El texto de los Hechos de
los Apóstoles afirma que “los apóstoles daban testimonio de la Resurrección del
Señor Jesús con grandes muestras de poder y que por eso numerosas personas
creían, poniendo en común todo lo que poseían, y así tenían un solo corazón y
una sola alma. Nadie consideraba suyo nada de lo que tenía. Ninguno pasaba
necesidad, pues los que poseían terrenos o casas, los vendían, llevaban el
dinero y lo ponían a disposición de los apóstoles, y luego se distribuía según
lo que necesitaba cada uno” (Hch 4,32-37).
En el texto del Evangelio
Jesús pontifica que “tenemos que nacer de lo alto” (Jn 3,7), es decir, que es
necesaria una nueva vida para poder entrar en la vida eterna. No es suficiente
con ‘un ir tirando’ para llegar al Reino del Cielo, se necesita una vida nueva
regenerada por la acción del Espíritu Santo. Nuestra vida profesional,
familiar, deportiva, cultural, lúdica y, sobre todo, de piedad tiene que ser
transformada por el sentido cristiano y por la acción de Dios. Todo tiene que
de ser impregnado por su Espíritu. Absolutamente nada, debiera quedar fuera de
la renovación que Dios realiza en nosotros con su Santo Espíritu.
Jesucristo, que ha venido de
lo alto y que fue elevado en lo alto de una cruz, es el único que puede
otorgarnos el Espíritu que nos hará renacer de lo alto para entrar en la Gloria
de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, como hijos adoptivos, y participar de la
gracia de Cristo.
Hermanos, hermanas ¿tenemos
el deseo de renacer, de recomenzar para encontrar a Jesús?... ¡Ojo! Porque
fácilmente podemos perderlo debido a tantas actividades y a tantos proyectos
por realizar; al final nos queda poco tiempo y perdemos de vista lo que es
fundamental: nuestra vida del corazón, nuestra vida espiritual, nuestra vida
que es encuentro con el Señor en la oración y en el servicio al prójimo,
privilegiando a los más débiles y necesitados.
Querida Virgen del Valle,
ayúdanos a ser ‘casa y escuela de comunión’, reconociendo que el Señor Jesús es
el Rey de Reyes, que Él está revestido de poder y majestad, que Él mantiene el
orbe, que su trono está firme para siempre, que sus leyes son dignas de
confianza y que su santidad resplandece en su templo y que cada uno de nosotros
sea ese templo donde Él habita y resplandece. Amén
¡¡¡Viva la Virgen del
Valle!!!
Fotos: facebook Prensa Iglesia Catamarca