Una pena profunda en personas adultas, y también en jóvenes
ya más maduros, es el constatar faltas profundas en la propia formación. Muchas
de esas faltas son, hay que confesarlo con dolor, resultado de la propia
pereza: son faltas culpables. Cuando uno podía formarse bien trabajó poco, y
ahora llora su incompetencia culpable, sus defectos arraigados, su pobreza
humana y espiritual.
Pero el tiempo no perdona, y lo que ya no hicimos antes no
podemos disfrutarlo ahora. Si no cultivé mi voluntad, si no formé mi memoria,
si no aprendí más idiomas, si no encaucé y potencié mis sentimientos buenos, si
no adquirí ecuanimidad y justicia en mis apreciaciones, ahora todo parece mucho
más difícil.
Los errores “se pagan”. Los pagamos nosotros mismos, y los
pagan tantas personas que viven a nuestro lado y que sufren por nuestra culpa,
o porque les duele mucho el vernos postrados y abatidos.
Sin embargo, deberíamos no llorar el pasado. Es cierto que no
vamos a cambiar nuestra personalidad de la noche a la mañana… Si soy un
pesimista, o un hipercrítico, o un desconfiado, o un cobarde, o un rencoroso,
no arrancaré tantas malas hierbas con una simple palabra y un movimiento de la
voluntad. Pero también es cierto que tengo ahora un presente maravilloso, ojos
que aún ponen su confianza en mí, amigos y compañeros que desean verme bueno.
Tenemos al Padre Dios, que nos envió a su Hijo, que no se
cansa ni deja de tender la mano. Si pudiésemos sentir su mirada, despertarnos
con su aliento, dejarnos levantar con su gracia, notaríamos también que la
voluntad alza la voz en nuestro interior para ponernos en pie, para iniciar
cambios decisivos que exigirán, sí, abnegación y lucha, pero que nos llevarán a
vivir más a fondo nuestra vocación humana y cristiana.
No será fácil el camino. El pasado pesa. Lo que ya no hice y
lo que hice mal deja huellas profundas, heridas siempre abiertas. Pero algo me
dice que puedo dar un nuevo paso, para dejar el vicio del vino, de las drogas o
de las apuestas, para no insultar a la primera, para tirar al suelo las sábanas
de la pereza y llegar puntual al puesto de trabajo, para romper esa dureza que
me impide mostrar el cariño que siento por los míos, etc.
Entonces mi ejemplo podrá ayudar a otros a valorar su vida,
su tiempo, sus energías. Especialmente a los jóvenes, que verán que hace falta
luchar con confianza y, sobre todo, con amor, para que el árbol crezca sano.
Pero también a tantos adultos que se sienten fracasados: son ellos quienes más
necesitan una ayuda, un consuelo, un ejemplo, para iniciar, con más esfuerzo,
desde la ayuda de Dios y la voluntad curada, a ser mejores, a ser buenos, a ser
cristianos de verdad.
Mons. Luis Urbanc
Obispo de Catamarca