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14 junio 2009

Corpus Christi: Homilía de Mons. Urbanc

Queridos hermanos en Cristo:
Nuevamente nos congrega el gozo de poder celebrar y expresar públicamente nuestra fe y amor en la presencia real de Jesucristo en las apariencias del pan y del vino. Esta convicción lleva una bienaventuranza de Jesús: ‘Felices los que creen sin haber visto’ (Jn 20,29) y ‘más felices si creyendo lo practicamos y enseñamos’.
Por eso, vamos a concentrar toda nuestra atención en la Eucaristía, donde Cristo renueva su entrega de amor y se ofrece totalmente ‘por’ y ‘a’ nosotros. Hoy, nosotros que somos su Iglesia, su Cuerpo, lo proclamamos como el más santo, en su Santísimo Cuerpo y Preciosísima Sangre, ofrecidos amorosa y generosamente.
Para hacernos comprender lo imprescindible de su presencia en la vida de todo hombre, instituyó la Eucaristía en su última cena, diciendo: ‘Tomen y coman, esto es mi Cuerpo; tomen y beban esta es mi sangre’. A partir de dos elementos habituales en toda comida humana, pan y vino, Él dejó el memorial de su Pasión redentora: ‘Hagan esto en memoria mía’. El don de la Eucaristía, que se hace en la Santa Misa, es la verdadera comida que nos alimenta y libera del mal. Este memorial de su Pasión es ‘Eucaristía’, es decir, acción de gracias: sacrificio y banquete a la vez. Y como se comparte el mismo y único cuerpo de Cristo es ‘comunión’.
De allí que, como los primeros mártires, deberíamos exclamar con convicción “sin el domingo no podemos vivir”; ya que cada domingo renovamos y proclamamos la Muerte y Resurrección de Jesucristo hasta que venga por segunda y definitiva vez. No nos basta con nuestra oración privada; es necesario que vivamos y anunciemos públicamente que Jesús venció a la muerte y nos hizo partícipes de su vida inmortal, para expresar así la identidad de nuestra fe y de nuestra Iglesia creyente.
Sólo con la humildad del centurión del Evangelio, reconciliados con Dios, podemos acercarnos a recibirla, repitiendo con piedad sus palabras: “Señor no soy digno que entres en mi casa” (Mt 8,8); sin olvidar que Él es Dios, y que el banquete es también un sacrificio de amor (cf. Juan Pablo II, Ecclesia De Eucharistia, nº 48).
Si el domingo es día de fe y de alegría, también es un día de solidaridad, porque la Eucaristía es el pan de los pobres. La Eucaristía es un llamado a vivir una exigente cultura del compartir.
A esto nos invita cada Eucaristía: a que asumamos "el estilo del amor de Dios" en la atención de los millones de pobres, cuyas necesidades de todo tipo, interpelan la sensibilidad cristiana y nos urgen a actuar en justicia, apremiados por la caridad… ¿Cómo es posible que a la altura de nuestra historia la mayoría de la población en el mundo viva muy por debajo del mínimo requerido por la dignidad humana? ¿Cómo es posible que, en nuestro tiempo con todos sus avances y progresos, "haya todavía quien se muere de hambre, quien esté condenado al analfabetismo, quien carece de la asistencia médica más elemental, quien no tiene techo para cobijarse?" (Juan Pablo II). Hemos de tener presente ante nuestros ojos la pobreza estremecedora que aflige de manera radical, no sólo a nuestra Patria, sino a tantas partes del mundo y dejarnos preguntar, sin ninguna clase de retórica: ¿Cómo juzgará la historia a una generación que cuenta con todos los medios necesarios para alimentar a la población entera del planeta y que rechaza hacerlo con una ceguera fratricida? ¿Qué paz pueden esperar unos pueblos que no ponen en práctica el deber de solidaridad?
Gran parte de la humanidad no tiene lo mínimo necesario, que les corresponde en justicia. Se trata de un problema que se plantea a la conciencia de la humanidad. Semejante situación, en la que viven sumidas poblaciones enteras, no constituye solamente una ofensa a la dignidad humana, sino que representa también una indudable amenaza para la paz. Toda la humanidad debe reconocer en conciencia sus responsabilidades ante el grave problema del hambre que no ha conseguido resolver. Se trata de la urgencia de las urgencias… "¡Nunca, nunca más el hambre! Este objetivo puede ser alcanzado. La amenaza del hambre y el peso de la insuficiente alimentación no son una fatalidad ineluctable. La naturaleza no es infiel al hombre en esta crisis" (Pablo VI). No podemos ser infieles los hombres, menos aún los cristianos que nos alimentamos del Pan de la Vida, del Cuerpo de Cristo que da vida, ante esta necesidad primerísima y urgente que llama a nuestra conciencia para obrar conforme a la caridad que se contiene y se nos da en la Eucaristía. Urge que asumamos una actitud y una mentalidad, una forma de entender y vivir la vida, para que lo demos todo y nos demos como Él lo da todo y se da todo. Amar a todos con un amor real y eficaz, amarnos como Él mismo nos ama. "Es la hora de una nueva 'imaginación de la caridad', que promueva no tanto y no sólo la eficacia de las ayudas prestadas, sino la capacidad de hacernos cercanos y solidarios con quien sufre, para que el gesto de ayuda sea sentido no como limosna humillante, sino como un compartir fraterno" (Juan Pablo II). Esto exige y hace posible la participación de la Eucaristía. En el amor del Cuerpo de Cristo tenemos lo necesario para renovar el mundo por el amor.
San Juan Crisóstomo afirmaba: ‘si deseas honrar el Cuerpo de Cristo, no lo desprecies cuando lo encuentres desnudo en los pobres, ni lo honres sólo aquí en el templo, si al salir lo abandonas en el frío y en la desnudez. Porque el mismo Señor, que dijo “Esto es mi cuerpo”, afirmó también “Tuve hambre y no me dieron de comer” y “siempre que dejaron de hacerlo a uno de estos pequeños, a mí en persona me lo dejaron de hacer” (cf. Homilías sobre el Evangelio de Mateo 50, 3-4: PG 58,508.509).
Estas palabras nos recuerdan, el deber de hacer de la Eucaristía la ocasión donde la fraternidad se convierta también en solidaridad, donde los últimos sean los primeros por el aprecio y el afecto, y se pueda continuar así el milagro de la multiplicación de los panes (cf. Juan Pablo II, Día del Señor, nº 71). Si tenemos más, ayudemos y compartamos más; si Dios nos ha dado más talentos y dones, compartámoslos con nuestros hermanos, poniendo en juego toda la creatividad de la vida.
¿Acaso no será oportuno que cultiváramos una actitud de entrega y de servicio visitando durante el domingo a un enfermo, o dedicando alguna hora a sentir que estamos al servicio de nuestro hermano, u ofreciéndonos como voluntarios, o invitando a comer a alguna persona sola, incluso de nuestra propia familia?... Así nuestra fe en la presencia viva de Jesús en la Eucaristía impregnará toda la vida, y podremos decir que hasta el sacerdote, que vive de su amor a la Eucaristía, constatará que su comunidad de creyentes, crece en fervor y solidaridad.
Además, la Eucaristía es un llamado a trasmitir y anunciar el mensaje del Evangelio, es decir, es la fuente y la culminación de la misión. Ella nos capacita y transforma para que salgamos a visitar las casas, a misionar y a anunciar a Cristo vivo, esperanza de la gloria.
Atraigamos hacia Jesús a otros hermanos nuestros. A la luz de la Eucaristía, aprendamos a vivir en la unidad y a valorar toda chispa del Evangelio que brilla entre nosotros. No esperemos tanto que sea una llama perfecta, sino que se pueda avivar e impulsar, renovando y encauzando lo que tenemos, y, sobre todo, sirviendo, para unir y vivir personalmente y en comunidad los dones que distribuye el Señor.
Otro aspecto digno de ser reconsiderado es que Cristo, a través de los signos, se acerca a nosotros y se une a nosotros. Los signos, sin embargo, representan de manera clara cada uno de los aspectos particulares de su misterio y, con su manera típica de manifestarse, nos quieren hablar para que aprendamos a comprender algo más del misterio de Jesucristo. Durante la procesión y en la adoración, nosotros miramos a la Hostia consagrada, la forma más sencilla de pan y de alimento, hecho simplemente con algo de harina y de agua. La oración con la que la Iglesia durante la liturgia de la Misa entrega este pan al Señor lo presenta como fruto de la tierra y del trabajo del hombre. En él queda recogido el cansancio humano, el trabajo cotidiano de quien cultiva la tierra, de quien siembra, cosecha y finalmente prepara el pan. Sin embargo, el pan no es sólo un producto nuestro, algo que nosotros hacemos; es fruto de la tierra y, por tanto, es también un don. El hecho de que la tierra dé fruto no es mérito nuestro; sólo el Creador podía darle la fertilidad. Y ahora podemos también ampliar algo esta oración de la Iglesia, diciendo: el pan es fruto de la tierra y al mismo tiempo del cielo. Presupone la sinergia de las fuerzas de la tierra y de los dones de lo alto, es decir, del sol y de la lluvia. Y el agua, de la que tenemos necesidad para preparar el pan, no la podemos producir nosotros. En un período en el que se habla de la desertización y en el que escuchamos denunciar el peligro de que los hombres y los animales mueran de sed en las regiones sin agua, volvemos a darnos cuenta de la grandeza del don del agua y de que no podemos proporcionárnoslo por nosotros mismos. Entonces, al contemplar más de cerca este pequeño pedazo de Hostia blanca, este pan de los pobres, se nos presenta como una síntesis de la creación. Se unen el cielo y la tierra, así como actividad y espíritu del hombre. La sinergia de las fuerzas que hace posible en nuestro pobre planeta el misterio de la vida y de la existencia del hombre nos sale al paso en toda su maravillosa grandeza. De este modo, comenzamos a comprender por qué el Señor escoge este pedazo de pan como su signo. La creación con todos sus dones aspira más allá de sí misma hacia algo que es todavía más grande. Más allá de la síntesis de las propias fuerzas, más allá de la síntesis de naturaleza y espíritu que en cierto sentido experimentamos en el pedazo de pan, la creación está orientada hacia la divinización, hacia los santos desposorios, hacia la unificación con el Creador mismo.
En la fiesta del Corpus Christi contemplamos sobre todo el signo del pan. Nos recuerda también la peregrinación de Israel durante los cuarenta años en el desierto. La Hostia es nuestro maná con el que el Señor nos alimenta, es verdaderamente el pan del cielo, con el que Él verdaderamente se entrega a sí mismo. En la procesión, seguimos este signo y de este modo le seguimos a Él mismo. Y le pedimos: ¡guíanos por los caminos de nuestra historia! ¡Vuelve a mostrar a la Iglesia y a sus pastores siempre de nuevo el camino justo! ¡Mira a la humanad que sufre, que vaga insegura entre tantos interrogantes; mira el hambre física y psíquica que le atormenta! ¡Da a los hombres el pan para el cuerpo y para el alma! ¡Dales trabajo! ¡Dales luz! ¡Dales tu mismo ser! ¡Purifícanos y santifícanos a todos nosotros! Haznos comprender que sólo a través de la participación en tu Pasión, a través del «sí» a la cruz, a la renuncia, a las purificaciones que tú nos impones, nuestra vida puede madurar y alcanzar su auténtico cumplimiento. Reúnenos desde todos los confines de la tierra. ¡Une a tu Iglesia, une a la humanidad lacerada! ¡Danos tu salvación!
En un mundo como el nuestro, en que el hombre trata de prescindir de Dios y saciarse de bienes efímeros y con tantos "panes terrenos", el hombre perece, se quiebra, se debilita porque le falta el Pan vivo de Dios, la Carne, la Persona de Cristo que sólo puede saciarle. El hombre se rompe, la humanidad se cuartea por pretender vivir sólo de esos panes que no llenan. Sólo Dios sacia, sólo Cristo en persona llena; sin Él, además, nada podemos; sin Él no daremos frutos abundantes de verdadera humanidad, como Dios la quiere: justa, pacífica, misericordiosa, compasiva, capaz de amar sin límite y de perdonar, de decir la verdad, de defender la vida, con la libertad de los hijos de Dios, basada en la verdad que se realiza en el amor. Necesitamos de la Eucaristía, queridos hermanos; necesitamos permanecer en Cristo, para que su vida esté en nosotros; necesitamos que Él viva en nosotros, que Él sea nuestra vida, como en Pablo, y que todo lo consideremos pérdida y basura comparado con Cristo (cf. Flp 3,8-9), ¡Esto sí que cambia el mundo! ¡Esto sí que es una verdadera revolución con futuro para el hombre! ¡El futuro está en la Eucaristía, porque Cristo es el único futuro!, el centro de todo. Todo se recapitula en Él, 'es el fin de la historia humana, punto en el que convergen los deseos de la historia y de la civilización, centro del género humano, gozo de todos los corazones y plenitud de sus aspiraciones'” (Juan Pablo II). Sin la Eucaristía no somos cristianos, ni permaneceremos cristianos. Sólo una Iglesia fuertemente eucarística, sólo unos fieles cristianos que se alimenten de la Eucaristía, que vivan de la Eucaristía, es decir, de Cristo y permanezcan en Él, unidos a Él, serán una Iglesia y unos cristianos vivos y valientes con capacidad para aportar lo verdaderamente importante de verdad, de amor, de libertad, de paz, de defensa del hombre y de su dignidad, de humanidad, de Dios, en definitiva, que es lo que necesita este mundo que languidece, perece y muere precisamente sin Dios. "En el sacramento de la Eucaristía el Salvador, encarnado en el seno de María hace veinte siglos, continúa ofreciéndose a la humanidad como fuente de vida divina" que es la que el hombre necesita para vivir.
En el texto del Evangelio que se ha proclamado, ante el apremio de los Doce de despedir a la gente para que vaya a buscarse algo de comer, Jesús los reprende, ordenándoles: ‘Denles ustedes mismos de comer’ (Lc 9,12-13). También nosotros debemos hacer nuestra esta exhortación, ya que la comida que debemos distribuir hoy en nuestra Catamarca, como Iglesia Centenaria, consiste en saber escuchar, estar cerca del que sufre, pasa hambre y carece de trabajo, corregir al que yerra, tener paciencia, educar a nuestros niños, adolescentes y jóvenes, cuidar la vida, el matrimonio y la familia, ser honestos y laboriosos, profundizar nuestra fe y asumir las enseñanzas sociales de la Iglesia, ser constructores de una sociedad más justa, fraterna y solidaria, salir al encuentro de los alejados, marginados, excluidos y expulsados de los bienes materiales, culturales y espirituales que Dios nos ha dado; en síntesis, ser verdaderos ‘discípulos-misioneros’.
Finalmente, quiero agradecer a mis hermanos sacerdotes la celebración diaria y dominical de la Eucaristía, así como la dedicación para que los fieles puedan reconciliarse con Dios. También agradezco a todas las parroquias de nuestra diócesis en las que se adora a Jesús y se invita a hacerlo siempre con renovado fervor. Junto con ellos, como el discípulo predilecto, que estaba junto a Jesús en la última Cena, queremos seguir contemplando y alimentándonos del amor infinito de su corazón, y beber del manantial mismo de su gracia.
¡Bendito y adorado sea el Santísimo Sacramento del Altar!