Camino a la Beatificación

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28 marzo 2018

Se celebró la Misa Crismal con un gesto del clero catamarqueño a favor de la vida


Durante la noche del martes 27 de marzo, en el Altar Mayor de la Catedral Basílica y Santuario de Nuestra Señora del Valle, se llevó a cabo la Misa Crismal, presidida por el Obispo Diocesano, Mons. Luis Urbanc, y concelebrada por todos los sacerdotes de la diócesis, quienes previamente participaron de la Jornada Sacerdotal concretada en la Casa de Retiros Espirituales Emaús.
Durante la celebración eucarística se consagró el Santo Crisma y se bendijeron los óleos de los catecúmenos y de los enfermos, y los presbíteros renovaron las promesas sacerdotales.
Durante su homilía, Mons. Urbanc manifestó que “en esta noche, el Espíritu Santo es el centro de nuestra gratitud y adoración, porque reconocemos en Él, la fuerza que llevó a Jesús a la predicación y a su sacrificio redentor por toda la humanidad”.
Luego se dirigió a los sacerdotes presentes indicando que “podemos decir que vinimos a celebrar en esta Misa Crismal nuestra condición sacerdotal”, y los invitó a que “durante estos días, más allá de presidir las celebraciones sagradas, sean los primeros en dejarse transformar por estas realidades divinas de las que son ministros ‘in persona Christi Capitis’, a fin de lograr una identificación más genuina con quien los ha llamado y asociado en la lucha contra el mal y la difusión del Bien, la Verdad y la Vida, que es el mismísimo y único Dios”.
También destacó que “este homenaje al Espíritu Santo, lo vamos a representar en las
ánforas que tres sacerdotes traerán hasta el altar. Los tres óleos: el Crisma, el de los enfermos y el de los catecúmenos, son como la fuente de la vida sacramental”, explicando que “aquí, en la Catedral, dentro de la unidad de la liturgia y de toda la Diócesis, se consagran; y de aquí van a ser llevados por los sacerdotes, como ríos de gracia y de santidad, para administrar con ellos los Sacramentos que dan la vida sacerdotal al pueblo de Dios: *El Bautismo, que nos hace Hijos de Dios y miembros de la Iglesia; *La Confirmación, que nos fortalece para dar testimonio de Jesucristo; *La Eucaristía, que nos alimenta y une al sacrificio del Señor Jesús; *La Penitencia, que nos reconcilia con Dios y la Iglesia; *La Unción de los Enfermos, que asocia la debilidad y el sufrimiento del hombre con la Pasión redentora de Cristo; *El Orden Sagrado, que capacita a un hijo del Pueblo de Dios, para apacentar en nombre de Cristo a la Iglesia del Señor; y *El Matrimonio, signo y participación del amor fecundo que une a Cristo con su Iglesia y que se refleja en el hogar cristiano”.
El Pastor Diocesano finalizó su prédica animando a los presentes a que “aprovechemos esta bella liturgia Crismal, que tenemos el privilegio de celebrar a los pies de nuestra santa Madre, y que no se celebra en ningún otro templo de la diócesis, para expresar, así, la unidad de nuestra fe y de nuestra vida cristiana”.


Bendición de óleos y consagración del Santo Crisma
Luego del rito de renovación de las promesas sacerdotales, se realizó la bendición de los óleos de los enfermos y de los catecúmenos; y seguidamente se consagró el Santo Crisma con el que se administrarán los Sacramentos del Bautismo, la Confirmación y el Orden Sagrado.
Al ungir con el Santo Crisma, la Iglesia quiere significar que el que lo recibe debe exhalar el buen olor de la santidad; la suavidad de las virtudes y la incorruptibilidad de la pureza.
El Obispo entregó los óleos consagrados a cada uno de los párrocos de las 31 parroquias de la Diócesis de Catamarca.

Gesto a favor de la vida
Antes de la bendición final, el clero catamarqueño reunido a los pies de la Madre del Valle expresó a viva voz: “Vale Toda Vida”, la consigna que resuena en todo el país para clamar por la defensa de este derecho y preciado don. El gesto de los sacerdotes junto con el Obispo Diocesano fue coronado por un gran aplauso de todos los fieles congregados en el Santuario Mariano.

TEXTO COMPLETO DE LA HOMILÍA

Queridos hermanos sacerdotes y fieles laicos:
            Los textos bíblicos de la Misa Crismal, de este ciclo B, ponen de relieve la acción del Espíritu Santo en la Historia de la Salvación. Es el alma de la Nueva y definitiva Alianza. Por eso esta celebración es un  homenaje a la Tercera Persona de la Trinidad Santa.
            El Santo Crisma, que dentro de unos instantes voy a consagrar, es signo de la unción del Espíritu Santo que recibió Jesús, sacerdote, profeta y rey; y la reciben todos los bautizados que creen en Él. Sin la presencia y acción del Espíritu Santo no se puede comprender la eficacia de la Redención cristiana.
            Por tanto, en esta noche, el Espíritu Santo es el centro de nuestra gratitud y adoración, porque reconocemos en Él, la fuerza que llevó a Jesús a la predicación
y a su sacrificio redentor por toda la humanidad.
            La liturgia pone de relieve que, la unción del Espíritu Santo, produjo tres obras maestras: Jesucristo; el pueblo sacerdotal, constituido por todos los bautizados, de los que algunos somos ministros de Dios para todo el pueblo; y los sacramentos, por los que el Espíritu Santo nos da su vida, nos santifica, nos perdona y nos hace Pueblo de Dios y Cuerpo de Cristo.
            1.- Jesucristo: En la primera lectura, Is 61,1, el profeta anunciaba: “El Espíritu del Señor está sobre mí, porque el Señor me ha ungido”, a lo que Jesús dirá: «Hoy se cumple esta Escritura que acaban de oír» (Lc 4,21), o sea, “Yo soy la obra maravillosa del Espíritu Santo”. La humanidad asumida por el Hijo de Dios recibe una unción substancial que no le viene de afuera, sino del mismo Dios en la persona del Espíritu Santo, como le fue revelado a la Virgen María por el ángel, y así ella es constituida en Madre de Dios.
            Por esta unción del Espíritu Santo todas las acciones humanas de Jesucristo, serán también acciones divinas, y, por lo mismo, capaces de salvar al género humano del pecado y la muerte eterna. Y, cuando llegó la Hora, este mismo Espíritu Santo lo conduce a la obediencia del dolor, hasta la entrega de su Vida en la Cruz. Lo introduce tres días en el Reino de la Muerte para extirpar definitivamente su veneno mortal por medio de su humilde sumisión a la Voluntad del Padre, y finalmente lo resucita para alabanza de Dios, de los hombres y de todo lo creado. Lo que san Pablo expresa, diciendo: "Dios le ha dado un nombre sobre todo nombre, para que al nombre de Jesús se doble toda rodilla en el cielo, en la tierra y en los abismos y toda lengua proclame que Jesucristo es el Señor" (Flp 2,9-11).
            Es por ello que los invito a ustedes, mis queridos hermanos sacerdotes, que durante estos días, más allá de presidir las celebraciones sagradas, sean los primeros en dejarse transformar por estas realidades divinas de las que son ministros ‘in persona Christi Capitis’ a fin de lograr una identificación más genuina con quien los ha llamado y asociado en la lucha contra el mal y la difusión del Bien, la Verdad y la Vida, que es el mismísimo y único Dios.
2.- Pueblo Sacerdotal: en la segunda lectura escuchamos que fuimos “convertidos en un reino y hechos sacerdotes de Dios, su Padre” (Ap 1,6). Por eso, con razón, podemos decir que vinimos a celebrar en esta Misa Crismal nuestra condición sacerdotal, no según la carne, sino en el Espíritu Santo. Qué hermosa ocasión para que agradezcamos a nuestros padres y padrinos que nos llevaron hasta la fuente bautismal para hacernos partícipes de la dignidad sacerdotal de Jesucristo y así poder rendir, como pueblo sacerdotal, el verdadero y saludable culto a nuestro Buen Padre Dios.
            Sin embargo, esta celebración cobra un particular significado, ya que especifica claramente las dos categorías sacerdotales que brotan del único sacerdocio de Jesucristo: *el sacerdocio común de todos los bautizados y *el sacerdocio ministerial o jerárquico, pero que se orientan el uno al otro. Ustedes son pueblo sacerdotal y nosotros, entresacados de en medio de ustedes, para servirlos por medio del ministerio sacerdotal, que lo recibimos por la imposición de manos, la oración consagratoria y la unción del crisma, que marca una diferencia esencial, pero no para alejarnos, sino para complementarnos y enriquecernos mutuamente. Decía san Juan Pablo II que no nos fijemos tanto en lo teórico de esta distinción esencial: entre el sacerdocio común y el sacerdocio ministerial o jerárquico, más bien, miremos su aspecto existencial, amoroso, de servicio, de entrega, ya que esa diferencia nos hace ver, ante todo, la riqueza del eterno sacerdocio de Cristo; que así como el sol se multiplica en mil criaturas, su sacerdocio también puede tomar configuraciones muy diversas: en el padre de familia, en el profesional, en el mundo del laicado y en el campo estrictamente sacerdotal.
Queridos hermanos sacerdotes, todo lo que la secular sabiduría de la Iglesia nos enseña es que nuestro presbiterado es SERVICIO, porque si el Señor nos ha querido destacar del pueblo y darnos su autorización para actuar en su nombre en medio del pueblo, es para servir, para santificar, para enseñar, para guiar a ese pueblo a su verdadera meta. Y cuando hablamos de sacerdocio jerárquico, no definimos potestad superior, sino servicio, porque es presidir y conducir al pueblo, señalándole el verdadero camino por medio del carisma pastoral, es decir, en nombre de Cristo, Buen Pastor, que da la vida por las ovejas y que nos obliga a un amor por el Reino de Dios, mucho más delicado y generoso que el resto de los bautizados, decisión que significamos con nuestra opción celibataria, porque comprobamos que el Espíritu Santo nos otorgó el don del celibato y aceptamos libremente que la Iglesia nos lo pusiera como condición para recibir el orden sagrado. Para cada uno de nosotros fue y debe seguir siendo una palabra de honor que hemos dado a Jesucristo, más que exigencias canónicas o conveniencias de otro tipo.
 Estoy convencido que cada uno ha tenido la sanadora experiencia de que cuando hay amor, no se buscan razones; cuando hay amor, hay entrega; y la misma entrega, la misma alegría de servir y de seguir a Cristo, hace que este carisma que lleva consigo la carga pesada de no tener un hogar, de no tener una familia a la cual dar el apellido, sin embargo participa de la gran paternidad de Dios; y da al mundo el testimonio de una madurez, de una libertad que el hombre ha sabido elegir y que es expresión de su dignidad.
3.- Los Sacramentos: por último, hermanos, este homenaje al Espíritu Santo, lo vamos a representar en las ánforas que tres sacerdotes traerán hasta el altar. Los tres óleos: el crisma, el de los enfermos y el de los catecúmenos, son como la fuente de la vida sacramental. Aquí, en la Catedral, dentro de la unidad de la liturgia y de toda la Diócesis, se consagran; y de aquí van a ser llevados por los sacerdotes, como ríos de gracia y de santidad, para administrar con ellos los Sacramentos que dan la vida sacerdotal al pueblo de Dios: *El Bautismo, que nos hace Hijos de Dios y miembros de la Iglesia; *La Confirmación, que nos fortalece para dar testimonio de Jesucristo; *La Eucaristía, que nos alimenta y une al sacrificio del Señor Jesús; *La Penitencia, que nos reconcilia con Dios y la Iglesia; *La Unción de los Enfermos, que asocia la debilidad y el sufrimiento del hombre con la Pasión redentora de Cristo; *El Orden Sagrado, que capacita a un hijo del Pueblo de Dios, para apacentar en nombre de Cristo a la Iglesia del Señor; y *El Matrimonio, signo y participación del amor fecundo que une a Cristo con su Iglesia y que se refleja en el hogar cristiano.
¡Qué bella realidad la del Espíritu Santo animando de vida esos siete ríos de la ciudad de Dios: los siete sacramentos! A esto hemos venido a la Catedral: a sentirnos, junto con nuestros sacerdotes, el Pueblo de Dios que se santifica para Dios. Aprovechemos, queridos hermanos, esta bella liturgia Crismal que tenemos el privilegio de celebrar a los pies de nuestra santa Madre y que no se celebra en ningún otro templo de la diócesis, para expresar, así, la unidad de nuestra fe y de nuestra vida cristiana. Y ya que el Espíritu Santo es el alma de la Alianza Nueva, le reiteremos nuestro respeto y nuestra pronta obediencia, invitándolo a que lo dejemos ser el conductor de este pueblo sacerdotal que somos y del que Dios espera muchos frutos.
Vivamos el don de la fe de manera que seamos de verdad ‘discípulos misioneros’ de Jesucristo, dignidad y tarea que nos ha conferido con su amor. Al inmolarse en la cruz, nos da su dignidad sacerdotal, compartida en el sacerdocio común de los fieles y en el sacerdocio ministerial. Es por ello que todos, según nuestra condición, renovaremos, en torno al obispo y ante la Madre de los sacerdotes, el inefable y bellísimo compromiso con el único y eterno sacerdocio de Jesucristo, que se ha hecho nuestro diario sacerdocio.
¡¡¡María, Madre de los Sacerdotes, ruega por nosotros!!!