Durante 12 horas de adoración eucarística, Catamarca pidió por el cese de la pandemia
Este domingo 6 de junio, en el que la Iglesia celebró la Solemnidad de Corpus Christi, se llevó a cabo en toda la Diócesis de Catamarca una Jornada de Oración Diocesana para acompañar a los hermanos en esta pandemia. Durante 12 horas, entre las 09.00 y las 21.00, las distintas parroquias transmitieron por las redes sociales las celebraciones de Adoración al Cuerpo y la Sangre de Cristo, con la participación virtual de miles de fieles que de otra manera no hubieran podido participar de estos actos tan entrañables para su fe.
La celebración central tuvo lugar en la Catedral Basílica y Santuario de Nuestra
Señora del Valle. A las 17.00 el obispo diocesano Mons. Luis Urbanc presidió la Santa Misa, concelebrada por el rector del Santuario, Pbro. Gustavo Flores, y por los sacerdotes Luis Páez y Juan Orquera. En el transcurso de esta celebración se leyó el decreto refrendado por Mons. Urbanc, por el cual fueron designados Ministros Extraordinarios de la Comunión laicos -varones y mujeres- que aceptaron prestar este gran servicio tanto en la Catedral como en las parroquias de toda la diócesis. Estas designaciones son anuales y se efectúan en la Solemnidad de Corpus Christi.
Única comida indispensable
“Nos hemos congregado en torno al altar para celebrar solemnemente al Santísimo Cuerpo y
la Preciosísima Sangre de Nuestro Redentor Jesucristo, la única comida indispensable para la especie humana”, comenzó expresando Mons. Urbanc en su homilía.
Lamentó luego que por la
pandemia estamos perdiendo “el mayor sentido de la institución de la
Eucaristía, cual es comer el Cuerpo y beber la Sangre de Jesús, como Él mismo
lo ordenó”, y agregó: “Sé que son muchos quienes, con mucho dolor, extrañan
recibir este imprescindible alimento dominical para vivir en la Alianza de Dios
con la criatura humana”.
Más adelante, afirmó que
en la celebración de la Eucaristía “no sólo hacemos memoria de lo que Él hizo
por nosotros, sino que lo saboreamos para nunca olvidarnos de lo que Él significa
y es para cada ser humano”.
A continuación, siguiendo con la meditación acerca de lo que el Pueblo de Dios celebra alrededor del altar, sostuvo que “la Palabra de Dios, escrita, que se proclama en cada Misa, nos ayuda a recordar las maravillosas intervenciones de Dios en la vida humana. ¡Qué importante es acordarnos de esto cuando
rezamos!”.
“La memoria no es algo
privado, sino el camino que nos une a Dios y a los demás. Por eso, en la Biblia
el recuerdo del Señor se transmite de generación en generación, hay que
contarlo de padres a hijos…”, consideró. “Pero hay un problema, ¿qué pasa si la
cadena de transmisión de los recuerdos se interrumpe? Y luego, ¿cómo se puede
recordar aquello que sólo se ha oído decir, sin haberlo experimentado?”,
cuestionó.
En otro momento de la predicación, repasando situaciones de sufrimiento que padecemos los seres humanos, el Obispo manifestó que “la Eucaristía nos trae el amor fiel del Padre, que cura nuestra orfandad. Nos
da el amor de Jesús, que transformó una tumba de punto de llegada en punto de partida, y que de la misma manera puede cambiar nuestras vidas. Nos comunica el amor del Espíritu Santo, que consuela, porque nunca deja solo a nadie, y cura las heridas”.
“La Eucaristía nos sana
también de esa negatividad que aparece, tantas veces en nuestro corazón, que
hace aflorar las cosas que están mal y que nos quiere convencer de que no
servimos para nada, que sólo cometemos errores, que estamos ‘equivocados’… El
Señor sabe que el mal y los pecados no son nuestra identidad: son enfermedades,
infecciones, debilidades. Y viene a curarlas con la Eucaristía, que contiene
los anticuerpos para nuestra memoria enferma de negatividad”, reafirmó.
Y, como una exhortación clave, señaló que “la Eucaristía es el tesoro al que hay que dar
prioridad en la Iglesia y en la vida. Y, al mismo tiempo, redescubramos la adoración, que continúa en nosotros la acción de la Misa. Nos hace bien, nos sana desde dentro. Especialmente ahora, en esta pandemia realmente la necesitamos”.
Mons. Urbanc concluyó
pidiendo “que san José y la Virgen del Valle nos ayuden a redescubrir el valor
de este precioso memorial de la Muerte y Resurrección de Jesucristo, con el que
actualizamos en nuestras vidas la Nueva y definitiva Alianza de Amor de Dios
Padre con la frágil y siempre necesitada humanidad, obra cumbre la su acción
creadora, redentora y santificadora. ¡Fray Mamerto, apasionado adorador de
Jesucristo, ruega por nosotros!”.
Adoración Eucarística
Posteriormente se realizó la ceremonia de Adoración Eucarística con un recorrido por el interior del templo catedralicio, para rendir culto a la Eucaristía en cinco sitiales, mientras se rogaba por el fin de la pandemia, por los enfermos, los fallecidos y sus familias. En el recorrido se iban rezando los misterios Gloriosos del Santo Rosario.
El primer misterio (altar
de san José) se rezó especialmente por las familias y por la vida; en el
segundo (altar de Cristo Rey) por el cuidado de la Creación; en el tercero
(altar de san Fernando) por la ciudad y el compromiso social; en el cuarto
(altar de la Virgen del Rosario) se pidió especialmente la intercesión de
María, Madre y Abogada nuestra, y en el quinto (altar mayor frente al Corazón
de Jesús) para que el Señor nos enseñe a ser buenos samaritanos.
Al final de la celebración
se abrió la puerta central del templo y el Obispo bendijo, con el Santísimo
Sacramento en alto, a la ciudad, la provincia, el país y el mundo en este
momento de dolor que se vive por el Covid-19.
Estos actos litúrgicos
fueron transmitidos por las redes sociales de la Catedral y del Obispado, con
traducción en lenguaje de señas.
TEXTO COMPLETO DE LA HOMILÍA
Queridos Hermanos:
Nos hemos congregado en torno al altar para celebrar
solemnemente al Santísimo Cuerpo y la Preciosísima Sangre de Nuestro Redentor
Jesucristo, la única comida indispensable para la especie humana.
Lamentablemente, por la pandemia, seguimos con el aislamiento obligatorio, lo
cual nos hace perder el mayor sentido de la institución de la Eucaristía, cual
es comer el Cuerpo y beber la Sangre de Jesús, como Él mismo lo ordenó. Sé que
son muchos quienes, con mucho dolor, extrañan recibir este imprescindible alimento
dominical para vivir en la Alianza de Dios con la criatura humana. Esta es una
Alianza de Amor, un Pacto, no una mera relación de individuos como nos puede
pasar en un restaurant o en un bar. Con la Eucaristía comulgamos con el mismo
Jesucristo, Dios hecho hombre, que vino a salvarnos y a hacernos partícipes de
su misma naturaleza divina, siendo nosotros asumidos por y en Él. Él nos
asimila, mientras nosotros lo comemos. No sólo hacemos memoria de lo que Él
hizo por nosotros, sino que lo saboreamos para nunca olvidarnos de lo que Él
significa y es para cada ser humano. Las ideas o hechos se olvidan, pero los
sabores, no, máxime cuando tienen un sabor y sustento siempre nuevo.
La Palabra de Dios, escrita, que se proclama en cada
Misa, nos ayuda a recordar las maravillosas intervenciones de Dios en la vida
humana. ¡Qué importante es acordarnos de esto cuando rezamos! Como nos enseña
el salmista cuando dice: «Recuerdo las proezas del Señor; sí, recuerdo tus
antiguos portentos» (77,12). También las maravillas y prodigios que el Señor ha
hecho en nuestras vidas.
Es fundamental recordar el bien recibido: si no hacemos memoria de él, nos convertimos en extraños a nosotros mismos, en
meros pasajeros de la existencia. Sin memoria nos desarraigamos del terreno que nos sustenta y nos dejamos llevar como hojas por el viento. La memoria no es algo privado, sino el camino que nos une a Dios y a los demás. Por eso, en la Biblia el recuerdo del Señor se transmite de generación en generación, hay que contarlo de padres a hijos, como leemos en el libro del Deuteronomio: «Cuando el día de mañana te pregunte tu hijo: “¿Qué son esos mandatos que nos mandó el Señor, nuestro Dios?”, responderás a tu hijo: “Éramos esclavos… y el Señor hizo signos y grandes prodigios… ante nuestros ojos» (Dt 6,20-22). Tú forjarás la memoria de tu hijo y de tus nietos.
Pero hay un problema, ¿qué pasa si la cadena de
transmisión de los recuerdos se interrumpe? Y luego, ¿cómo se puede recordar
aquello que sólo se ha oído decir, sin haberlo experimentado? El Papa Francisco
nos dice: “Dios sabe lo difícil que es, sabe lo frágil que es nuestra memoria,
y por eso hizo algo inaudito por nosotros: nos dejó un memorial. No nos dejó
sólo palabras, porque es fácil olvidar lo que se escucha. No nos dejó sólo la Escritura,
porque es fácil olvidar lo que se lee. No nos dejó sólo símbolos, porque
también se puede olvidar lo que se ve. Nos dio, en cambio, un Alimento, pues es
difícil olvidar un sabor. Nos dejó un Pan en el que está Él, vivo y verdadero,
con todo el sabor de su amor. Cuando lo recibimos podemos decir: “¡Es el Señor,
se acuerda de mí!”. Es por eso que Jesús nos pidió: «Hagan esto en memoria mía»
(1 Co 11,24). La Eucaristía no es un simple recuerdo, sino un hecho; es la
Pascua del Señor que se renueva por nosotros” (Homilía del 14-6-2021). En la
Misa, la muerte y la resurrección de Jesús están frente a nosotros. Por tanto,
el ‘Hagan esto en memoria mía’, conlleva que nos reunamos como comunidad, como
pueblo, como familia, a celebrar la Eucaristía para que nos acordemos de Jesús.
No podemos prescindir de ella, es el memorial de Dios. Y sana nuestra memoria
herida.
La Eucaristía sana nuestra memoria herida por la falta de afecto y las amargas decepciones recibidas de quien habría tenido que dar amor pero que, en cambio, dejó desolado el corazón. Nos gustaría volver atrás y cambiar el pasado, pero no se puede. Sin embargo, Dios puede curar estas heridas, infundiendo en nuestra memoria un amor más grande: el suyo. La Eucaristía nos trae el amor fiel del Padre, que cura nuestra orfandad. Nos da el amor de Jesús, que transformó una tumba de punto de llegada en punto de partida, y que de la misma manera puede cambiar nuestras vidas. Nos comunica el amor del Espíritu Santo, que consuela, porque nunca deja solo a nadie, y cura las heridas.
La Eucaristía nos sana también de esa negatividad que
aparece, tantas veces en nuestro corazón, que hace aflorar las cosas que están
mal y que nos quiere convencer de que no servimos para nada, que sólo cometemos
errores, que estamos ‘equivocados’. Jesús viene a decirnos que no es así. Él
está feliz de tener intimidad con nosotros y cada vez que lo recibimos nos
recuerda que somos valiosos: somos los invitados que Él espera a su banquete,
los comensales que desea tener. Y no sólo porque es generoso, sino porque está
realmente enamorado de nosotros: ve y ama lo hermoso y lo bueno que somos. El
Señor sabe que el mal y los pecados no son nuestra identidad: son enfermedades,
infecciones, debilidades. Y viene a curarlas con la Eucaristía, que contiene
los anticuerpos para nuestra memoria enferma de negatividad. Con Jesús podemos
inmunizarnos de la tristeza. La Eucaristía, nos transforma en portadores
alegres de Dios y no de negatividad. La Eucaristía la recibimos para dejar de
ser quejosos, criticones y amargados.
La Eucaristía es el tesoro al que hay que dar
prioridad en la Iglesia y en la vida. Y, al mismo tiempo, redescubramos la
adoración, que continúa en nosotros la acción de la Misa. Nos hace bien, nos
sana desde dentro. Especialmente ahora, en esta pandemia realmente la
necesitamos.
Que san José y la Virgen del Valle nos ayuden a
redescubrir el valor de este precioso memorial de la Muerte y Resurrección de
Jesucristo, con el que actualizamos en nuestras vidas la Nueva y definitiva Alianza
de Amor de Dios Padre con la frágil y siempre necesitada humanidad, obra cumbre
la su acción creadora, redentora y santificadora. ¡Fray Mamerto, apasionado
adorador de Jesucristo, ruega por nosotros!
¡¡¡Bendito y adorado sea el Santísimo Sacramento del
Altar!!!
¡¡¡Sea
por siempre, Bendito y Adorado!!!