“Estaba de paso y me alojaron…” Mt. 25, 35
Desde hace un tiempo prolongado
la comunidad internacional, la Iglesia, muchas organizaciones han puesto su
mirada y su deseo en atender a los refugiados. No obstante este esfuerzo, el
fenómeno no ha dejado de expandirse en todo el mundo y de afectar
principalmente a las áreas más pobres: casi el 90% de los refugiados se
encuentra en los Países del Tercer Mundo.
Sin detenernos en las causas que
originan los hechos que han sido noticias en estos últimos días, y en
particular las imágenes que han llegado hasta nosotros con su enorme impacto de
tristeza, hemos podido conocer y tal vez tomar mayor conciencia acerca de la
trágica situación que viven hermanos nuestros que, refugiados, se dirigen a
territorios que no son su Patria.
Son hechos que llaman con
insistencia a la puerta de nuestro corazón hace ya mucho tiempo. En una de sus
primeras visitas fuera de Roma, Francisco desde Lampedusa en el sur de Italia,
hizo un fuerte llamado a toda la comunidad internacional para afrontar con
rapidez y con total generosidad esta dramática situación: "…frente a la tragedia de decenas de miles de refugiados que huyen
de la muerte por la guerra y por el hambre, y quienes recorren un camino hacia
una esperanza de vida, el Evangelio nos llama a ser hospitalarios con los más
pequeños y los más abandonados, a darles esperanza concreta". Aún no
lo hemos escuchado.
La situación de los refugiados
nos revela el mapa de los desequilibrios y conflictos del mundo de hoy. Un
mundo más preocupado por sí mismo y por no perder privilegios, que por el
prójimo necesitado. Por lo mismo desunido y muy lejano a la lógica del amor
según el cual “…si un miembro sufre,
todos los miembros sufren con él…”. La Iglesia, como Madre llena de
misericordia, nos llama a tener gestos de solidaridad, de acogida y de
asistencia a cada uno de los refugiados de cualquier religión y raza. La
Palabra de Dios nos señala el camino y nos enseña a reconocer en cada uno de
los refugiados la dignidad de la persona humana creada a imagen de Dios. Los
cristianos, firmes en la certeza de la fe y comprometidos con la caridad,
podremos demostrar poniendo en primer lugar estos
principios, que las trabas y
objeciones que surgen por la injusticia comienzan a caer.
Estos dolorosos acontecimientos
se convierten en un urgente llamado a la conciencia de todos y de cada uno.
Como comunidad eclesial debemos asumir este compromiso. No hacerlo sería una
grave culpa de omisión y un olvido de las palabras del Señor a su Pueblo
peregrino y migrante: “…recuerda que tu
padre era un arameo errante y tu madre era hitita (…) y que fuiste forastero en
Egipto…”.
La Iglesia, signo e instrumento de la íntima unión con Dios y de la unidad de todo
el género humano recibe y asume la invitación a construir la civilización
del amor y se compromete a realizarla a través de sus variadas y múltiples
estructuras internas, en sus iniciativas de servicio y en la colaboración
ecuménica e interreligiosa.
En estos momentos tan difíciles
para los migrantes y sus familiares, pedimos y rogamos como máxima prioridad
evitar nuevos sufrimientos, respetar la vida humana y garantizar el derecho al
asilo. Al Dios Creador le pedimos que ilumine las mentes y corazones de los
gobernantes para que brinden un trato humano y digno a los migrantes. A la
Madre de los Inmigrantes, que su intercesión nos conceda fuerza y valentía para
actuar conforme a lo que de su Hijo hemos aprendido: “...estaba de paso y me alojaron…”.
En Buenos Aires, el día que
celebramos a San Pedro Claver, esclavo de los esclavos negros.
COMISIÓN EPISCOPAL DE MIGRACIONES Y TURISMO
CONFERENCIA EPISCOPAL ARGENTINA