Sería muy útil
para este Jubileo extraordinario de la Misericordia, promover una especie de
pedagogía del deseo, tanto para el camino de aquellos que aún no creen, como
para aquellos que ya hemos recibido el don de la fe. Una pedagogía que incluye
al menos dos aspectos:
*En primer lugar,
aprender, o volver a aprender el sabor de la alegría auténtica de la vida. No
todas las satisfacciones producen en nosotros el mismo efecto: algunas dejan una
huella positiva, son capaces de pacificar el ánimo, nos hacen más activos y
generosos. Otras en cambio, después de la luz inicial, parecen decepcionar las
expectativas que habían despertado y dejan detrás de sí amargura,
insatisfacción o una sensación de vacío. Es imprescindible educar desde una
edad temprana a saborear las alegrías verdaderas, en todos los ámbitos de la
vida: la familia, la amistad, la solidaridad con los que sufren, la renuncia al
propio yo para servir a los demás, el amor por el que carece de conocimientos,
por el arte, por la belleza de la naturaleza; todo lo que signifique ejercer el
sabor interior y producir anticuerpos efectivos contra la banalización y el
abatimiento predominante hoy. También los adultos necesitamos descubrir estas
alegrías, desear las realidades auténticas, purificándonos de la mediocridad en
la que nos hallamos envueltos. Entonces será más fácil evitar o rechazar todo
aquello que, aunque en principio parezca atractivo, resulta ser bastante soso,
fuente de adicción y no de libertad. Y por tanto hará emerger ese deseo de Dios
del que siempre estamos en búsqueda, aunque no nos percatemos de ello.
*Un segundo
aspecto, que va de la mano con el anterior, es el nunca estar satisfecho con lo
que se ha logrado. Solo las alegrías verdaderas son capaces de liberar en
nosotros esa ansiedad que lleva a ser más exigentes --querer un bien superior,
más profundo--, para percibir más claramente que nada finito y caduco puede
llenar nuestro corazón. Por lo tanto, vamos a aprender a someternos, sin armas,
hacia el bien que no podemos construir o adquirir por nuestros propios esfuerzos;
a no dejarnos desalentar por la fatiga y los obstáculos que provienen de
nuestro pecado. En este sentido, no debemos olvidar que el dinamismo del deseo está
siempre abierto a la redención. Incluso cuando nos envía por caminos desviados,
cuando sigue paraísos artificiales y parece perder la capacidad de anhelar el
verdadero bien. Incluso en el abismo del pecado no se apaga en el hombre
aquella chispa que le permite reconocer el verdadero bien, para saborearlo,
iniciando así un camino de salida, al cual Dios, con el don de su Gracia, no
deja de dar su ayuda. Todos, por otra parte, tenemos necesidad de seguir un
camino de purificación y de curación del deseo. Somos peregrinos hacia la
patria celestial, hacia aquel pleno bien, eterno, que nada nos podrá arrebatar
jamás. No se trata, por lo tanto, de sofocar el deseo que está en el corazón
del hombre, sino de liberarlo, para que pueda alcanzar su verdadera altura.
Cuando en el deseo se abre la ventana hacia la voluntad de Dios, esto ya es un
signo de la presencia de la fe en el alma, fe que es una gracia de Dios. Decía
san Agustín: "Con la expectativa, Dios amplía nuestro deseo, con el deseo,
ensancha el alma y dilatándola la vuelve más capaz" (Comentario a 1°
Juan, 4,6: PL 35).
8º Obispo de Catamarca