Los cuarenta días que mediaron
entre la resurrección de Jesús y su ascensión al cielo nos fueron de gran
provecho, porque en ese lapso el Señor dio pruebas acabadas de la verdad de su
resurrección, nos instruyó en las
personas de los apóstoles acerca del Reino de Dios y anunció la venida del
Espíritu Santo.
Luego de estos cuarenta días el
Señor ascendió al cielo, lo que fue y es un acontecimiento de fundamental
importancia no sólo porque Jesús entró en la gloria de Dios, significada por la
nube que lo ocultó ante los ojos de los discípulos, sino también porque en ese
mismo momento los ángeles anunciaron el misterio de la segunda venida del Señor
al fin de los tiempos y por el mismo hecho de la ascensión quedaba todo
dispuesto para la efusión del Espíritu.
Por esto nos convenía que Jesús
se vaya al Padre. Pero hay además otros motivos de cristiana alegría.
En efecto, desde la ascensión ya
no conocemos al Señor con los ojos del cuerpo, sino con los de la fe, por lo
que nuestra adhesión a Jesús se hizo más espiritual. Más aún, se tornó adhesión
celestial, porque por la ascensión los cristianos buscamos las cosas de arriba,
donde Cristo está sentado a la diestra del Padre. Y esta expansión del alma nos
lleva a abrazar con el corazón también a nuestros hermanos que están con Jesús
en el cielo, que es lo que da sustento a nuestra devoción por los santos, con
quienes cultivamos una amistad real, espiritual y celestial que honra y
dignifica nuestra vida terrenal.
Por otra parte, la ascensión de
Jesús nos obliga a promover en su nombre una vida comunitaria eclesial más
real. Y eso es lo que ocurrió con los apóstoles, quienes mientras el Señor
vivía en la tierra, estaban como centrados en él, esperándolo todo de él; pero
luego de la ascensión, sin dejar de girar en torno a Jesús, comenzaron a
hacerse corresponsables de los discípulos del Señor, fomentando la difusión de
su palabra, la reunión comunitaria para partir el pan, la práctica constante de
la oración y la apertura a las necesidades humanas de cada uno.
En fin, Jesús subió a los cielos
como sacerdote que intercede continuamente por nosotros ante el corazón del
Padre, desplegando ante él los inconmensurables méritos de su pasión y su
muerte y haciéndose fuente inexhausta de gracias para incremento de santidad en
los justos y de conversión interior en los pecadores.
Con su ascensión, pues, Jesús
cesó de estar con nosotros visiblemente; pero los creyentes sabemos que no nos
abandonó, porque, cumpliendo su palabra, estará con nosotros todos los días
hasta la consumación de los siglos.