Comunicar esperanza y confianza en
nuestros tiempos
«No temas, que yo
estoy contigo» (Is 43,5)
El domingo 28 de mayo, día
de la Ascensión del Señor, se celebra la Jornada Mundial de las Comunicaciones Sociales.
Por este motivo, compartimos el mensaje del Papa Francisco a los comunicadores,
próximos a celebrar el Día del Periodista, el 7 de junio.
Gracias al desarrollo
tecnológico, el acceso a los medios de comunicación es tal que muchísimos
individuos tienen la posibilidad de compartir inmediatamente noticias y de
difundirlas de manera capilar. Estas noticias pueden ser bonitas o feas,
verdaderas o falsas. Nuestros padres en la fe ya hablaban de la mente humana
como de una piedra de molino que, movida por el agua, no se puede detener. Sin
embargo, quien se encarga del molino tiene la posibilidad de decidir si moler
trigo o cizaña. La mente del hombre está siempre en acción y no puede dejar de
«moler» lo que recibe, pero está en nosotros decidir qué material le ofrecemos.
(cf. Casiano el Romano, Carta a Leoncio Igumeno).
Me gustaría con este mensaje
llegar y animar a todos los que, tanto en el ámbito profesional como en el de
las relaciones personales, «muelen» cada día mucha información para ofrecer un
pan tierno y bueno a todos los que se alimentan de los frutos de su
comunicación. Quisiera exhortar a todos a una comunicación constructiva que,
rechazando los prejuicios contra los demás, fomente una cultura del encuentro
que ayude a mirar la realidad con auténtica confianza.
Creo que es necesario romper el
círculo vicioso de la angustia y frenar la espiral del miedo, fruto de esa
costumbre de centrarse en las «malas noticias» (guerras, terrorismo, escándalos
y cualquier tipo de frustración en el acontecer humano). Ciertamente, no se
trata de favorecer una desinformación en la que se ignore el drama del
sufrimiento, ni de caer en un optimismo ingenuo que no se deja afectar por el
escándalo del mal. Quisiera, por el contrario, que todos tratemos de superar
ese sentimiento de disgusto y de resignación que con frecuencia se apodera de
nosotros, arrojándonos en la apatía, generando miedos o dándonos la impresión
de que no se puede frenar el mal. Además, en un sistema comunicativo donde
reina la lógica según la cual para que una noticia sea buena ha de causar un
impacto, y donde fácilmente se hace espectáculo del drama del dolor y del
misterio del mal, se puede caer en la tentación de adormecer la propia
conciencia o de caer en la desesperación.
Por lo tanto, quisiera contribuir
a la búsqueda de un estilo comunicativo abierto y creativo, que no dé todo el
protagonismo al mal, sino que trate de mostrar las posibles soluciones,
favoreciendo una actitud activa y responsable en las personas a las cuales va
dirigida la noticia. Invito a todos a ofrecer a los hombres y a las mujeres de
nuestro tiempo narraciones marcadas por la lógica de la «buena noticia».
La buena noticia
La vida del hombre no es sólo una
crónica aséptica de acontecimientos, sino que es historia, una historia que
espera ser narrada mediante la elección de una clave interpretativa que sepa
seleccionar y recoger los datos más importantes. La realidad, en sí misma, no
tiene un significado unívoco. Todo depende de la mirada con la cual es
percibida, del «cristal» con el que decidimos mirarla: cambiando las lentes,
también la realidad se nos presenta distinta. Entonces, ¿qué hacer para leer la
realidad con «las lentes» adecuadas?
Para los cristianos, las lentes
que nos permiten descifrar la realidad no pueden ser otras que las de la buena
noticia, partiendo de la «Buena Nueva» por excelencia: el «Evangelio de
Jesucristo, Hijo de Dios» (Mc 1,1). Con estas palabras comienza el evangelista
Marcos su narración, anunciando la «buena noticia» que se refiere a Jesús, pero
más que una información sobre Jesús, se trata de la buena noticia que es Jesús
mismo. En efecto, leyendo las páginas del Evangelio se descubre que el título
de la obra corresponde a su contenido y, sobre todo, que ese contenido es la
persona misma de Jesús.
Esta buena noticia, que es Jesús
mismo, no es buena porque esté exenta de sufrimiento, sino porque contempla el
sufrimiento en una perspectiva más amplia, como parte integrante de su amor por
el Padre y por la humanidad. En Cristo, Dios se ha hecho solidario con
cualquier situación humana, revelándonos que no estamos solos, porque tenemos
un Padre que nunca olvida a sus hijos. «No temas, que yo estoy contigo» (Is
43,5): es la palabra consoladora de un Dios que se implica desde siempre en la
historia de su pueblo. Con esta promesa: «estoy contigo», Dios asume, en su
Hijo amado, toda nuestra debilidad hasta morir como nosotros. En Él también las
tinieblas y la muerte se hacen lugar de comunión con la Luz y la Vida.
Precisamente aquí, en el lugar donde la vida experimenta la amargura del
fracaso, nace una esperanza al alcance de todos. Se trata de una esperanza que
no defrauda ―porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones
(cf. Rm 5,5)― y que hace que la vida nueva brote como la planta que crece de la
semilla enterrada. Bajo esta luz, cada nuevo drama que sucede en la historia
del mundo se convierte también en el escenario para una posible buena noticia,
desde el momento en que el amor logra encontrar siempre el camino de la
proximidad y suscita corazones capaces de conmoverse, rostros capaces de no
desmoronarse, manos listas para construir.
La confianza en la semilla del Reino
Para iniciar a sus discípulos y a
la multitud en esta mentalidad evangélica, y entregarles «las gafas» adecuadas
con las que acercarse a la lógica del amor que muere y resucita, Jesús recurría
a las parábolas, en las que el Reino de Dios se compara, a menudo, con la
semilla que desata su fuerza vital justo cuando muere en la tierra (cf. Mc 4,1-34).
Recurrir a imágenes y metáforas para comunicar la humilde potencia del Reino,
no es un manera de restarle importancia y urgencia, sino una forma
misericordiosa para dejar a quien escucha el «espacio» de libertad para
acogerla y referirla incluso a sí mismo. Además, es el camino privilegiado para
expresar la inmensa dignidad del misterio pascual, dejando que sean las
imágenes ―más que los conceptos― las que comuniquen la paradójica belleza de la
vida nueva en Cristo, donde las hostilidades y la cruz no impiden, sino que
cumplen la salvación de Dios, donde la debilidad es más fuerte que toda
potencia humana, donde el fracaso puede ser el preludio del cumplimiento más
grande de todas las cosas en el amor. En efecto, así es como madura y se
profundiza la esperanza del Reino de Dios: «Como un hombre que echa la semilla
en la tierra; duerma o se levante, de noche o de día, la semilla brota y crece»
(Mc 4,26-27).
El Reino de Dios está ya entre
nosotros, como una semilla oculta a una mirada superficial y cuyo crecimiento
tiene lugar en el silencio. Quien tiene los ojos límpidos por la gracia del
Espíritu Santo lo ve brotar y no deja que la cizaña, que siempre está presente,
le robe la alegría del Reino.
Los horizontes del Espíritu
La esperanza fundada sobre la
buena noticia que es Jesús nos hace elevar la mirada y nos impulsa a
contemplarlo en el marco litúrgico de la fiesta de la Ascensión. Aunque parece
que el Señor se aleja de nosotros, en realidad, se ensanchan los horizontes de
la esperanza. En efecto, en Cristo, que eleva nuestra humanidad hasta el Cielo,
cada hombre y cada mujer puede tener la plena libertad de «entrar en el
santuario en virtud de la sangre de Jesús, por este camino nuevo y vivo,
inaugurado por él para nosotros, a través del velo, es decir, de su propia
carne» (Hb 10,19-20). Por medio de «la fuerza del Espíritu Santo» podemos ser
«testigos» y comunicadores de una humanidad nueva, redimida, «hasta los
confines de la tierra» (cf. Hb 1,7-8).
La confianza en la semilla del
Reino de Dios y en la lógica de la Pascua configura también nuestra manera de
comunicar. Esa confianza nos hace capaces de trabajar ―en las múltiples formas
en que se lleva a cabo hoy la comunicación― con la convicción de que es posible
descubrir e iluminar la buena noticia presente en la realidad de cada historia
y en el rostro de cada persona.
Quien se deja guiar con fe por el
Espíritu Santo es capaz de discernir en cada acontecimiento lo que ocurre entre
Dios y la humanidad, reconociendo cómo él mismo, en el escenario dramático de
este mundo, está tejiendo la trama de una historia de salvación. El hilo con el
que se teje esta historia sacra es la esperanza y su tejedor no es otro que el
Espíritu Consolador. La esperanza es la más humilde de las virtudes, porque permanece
escondida en los pliegues de la vida, pero es similar a la levadura que hace
fermentar toda la masa. Nosotros la alimentamos leyendo de nuevo la Buena
Nueva, ese Evangelio que ha sido muchas veces «reeditado» en las vidas de los
santos, hombres y mujeres convertidos en iconos del amor de Dios. También hoy
el Espíritu siembra en nosotros el deseo del Reino, a través de muchos
«canales» vivientes, a través de las personas que se dejan conducir por la
Buena Nueva en medio del drama de la historia, y son como faros en la oscuridad
de este mundo, que iluminan el camino y abren nuevos senderos de confianza y
esperanza.
Vaticano, 24 de enero de 2017
Francisco