Con
la Misa en el Camarín y el paso del Cristo Crucificado por
distintos sectores de Capital inició la Semana Santa
“Dios está con nosotros y en
nuestro mundo hay un lugar para la esperanza”, expresó el Obispo en la
ceremonia litúrgica, que fue transmitida por radio y redes sociales.
Con la Misa de Domingo de
Ramos, celebrada en el Camarín de la Virgen del Valle, la Iglesia Diocesana de
Catamarca dio inicio a esta particular Semana Santa atravesada por la pandemia
del coronavirus.
La ceremonia litúrgica fue
presidida por el Obispo Diocesano, Mons. Luis Urbanc, y concelebrada por el
Vicario General de la Diócesis, Pbro. Julio Quiroga del Pino; el Rector de la Catedral
Basílica y Santuario Mariano, Pbro. José Antonio Díaz; el Pbro, Juan Orquera,
Capellán de la Catedral; y el Pbro. Sebastián Vallejo, sacerdote de la
Comunidad Fasta Catamarca.
Los fieles participaron de
la Eucaristía en familia desde sus hogares, a través de la transmisión de radio
Valle Viejo y de las redes sociales de la Catedral Basílica y del Obispado de
Catamarca.
La liturgia dio apertura con
la ceremonia de bendición de los ramos de olivo y una breve procesión hasta el
altar.
Tras la proclamación de la
Palabra de Dios, en la que durante esta jornada se destaca la lectura de la
Pasión, en la homilía, Mons. Urbanc se refirió al inicio de esta Semana central
en la vida cristiana, tan distinta de otros años.
Nuestro Pastor diocesano
repasó: “Acabamos de escuchar el relato de la Pasión, que va del anuncio al
cumplimiento. El punto central está en el instante del arresto cuando Jesús
proclama: «Ha llegado la hora». Jesús siempre supo de esta hora, pero el drama
es cuando llega: «Padre mío, si es posible que pase de mí este cáliz, pero no
sea como yo quiero, sino como Tú quieras». Todos sabemos que moriremos, pero
cuando la vemos cerca nos aterramos. Es la experiencia de Jesús la que debe
sostener, motivar e iluminar nuestra propia hora”.
A continuación ofreció esta
reflexión: “La narración comienza informándonos del infame negociado que hizo
Judas Iscariote con los sumos sacerdotes. En este punto conviene que cada uno
se examine y haga un mea culpa, pues con dolor descubriremos que no pocas veces
hemos obrado igual”.
“El relato culmina con la
muerte de Jesús. Para llegar ahí, Jesús ha sido juzgado injustamente y ha sido
torturado por los servidores del poder, que se aprovechan de su situación para
abusar de los indefensos. Siempre el poder ha tenido lacayos a su servicio que
le hacen el trabajo sucio. Nunca son los mismos los que condenan y los que
torturan o clavan en la cruz o fusilan”, expresó más adelante.
Hacia el final de la
homilía, Mons. Urbanc afirmó: “La celebración de la Semana Santa ha sido, es y
será para los abatidos por la vida, por la cruz que siempre está presente en
ella, ‘una palabra de aliento, consuelo y esperanza’. Dios está con nosotros y
en nuestro mundo hay un lugar para la esperanza. Aunque hayamos celebrado
muchas Semanas Santas, nos sigue haciendo falta hacer memoria de Jesús de
Nazaret para no desesperar frente a un mundo donde la muerte, en todas sus
formas, sigue estando presente. Por más que nos cueste verlo, el Dios de la
Vida triunfa sobre la injusticia, el odio, las pestes y la muerte. Esa es
nuestra fe”.
Antes de la bendición final,
se rezó la Oración del Año Mariano Nacional en el Jubileo por los 400 años de
la presencia de la Virgen del Valle en Catamarca.
Cristo
Crucificado recorre la ciudad
Finalizada la Santa Misa, el
Obispo comenzó el recorrido con el Cristo Crucificado por distintos puntos de
la ciudad capital.
Mons. Urbanc explicó que este
gesto se realiza “para que así, todos puedan participar de un modo visible este
inicio de la Semana Santa. Y voy con Cristo Crucificado porque su muerte es el
centro de esta Semana Santa, que culmina con la Pascua de Resurrección”.
Asimismo, deseó a todos los
fieles “que tengan muchos frutos espirituales en estos momentos de oración en
familia, siguiendo y meditando los misterios de la Pasión, Muerte y
Resurrección de Jesús”.
TEXTO
COMPLETO DE LA HOMILÍA
Queridos hermanos:
Con esta celebración damos
inicio a la semana central de la vida cristiana, en la que meditaremos acerca
de la pasión, muerte y resurrección de Jesucristo, acciones con las que fuimos
redimidos del pecado y la muerte eterna. El pagó, con su sufrimiento y muerte,
la deuda impagable que toda la humanidad contrajo con Dios, y selló esta
certeza por medio de su resurrección: “Si Cristo no ha resucitado, vana es
nuestra predicación, e inútil la fe de ustedes” (1Cor 15,14).
Para hacer esta reflexión me
apoyo en las palabras del profeta Isaías: “Mi Señor me ha dado una lengua de
iniciado, para saber decir al abatido una palabra de aliento” (Is 50,4).A
ninguno se nos pasó por la cabeza que la estaríamos celebrando como nos toca
hacerlo: cada uno en su hogar, los sacerdotes solos en torno al
altar, los
enfermos en sus lechos de dolor y quizás sin la compañía de un ser querido, los
presos sin la visita de sus familiares, los médicos y enfermeros cuidando a los
afectados por la pandemia y a tantos otros, los servidores del orden en los
puestos asignados, los barrenderos y basureros cuidando la limpieza, etc. Lo
bueno es que esta Semana Santa no será un fin de semana largo para irnos de
paseo, sino para estar en familia y rezar, meditar la Palabra de Dios y
preguntarnos qué significa esta tradicional celebración cristiana, y si incide
en nuestra vida de peregrinos por este mundo. De un modo particular, tendremos
que agradecer a Dios por tantos hermanos agricultores que no se dan descanso
para ofrecernos el fruto de la tierra regado con sudor, cansancio, amor y
esperanza. Puesto que todo nos podrá faltar: dinero, casas, trabajo, diversión,
estudio, fábricas, bancos, comodidades, negocios, salud, etc., sin embargo,
para vivir sólo necesitamos, buen alimento, buen aire, buena agua y sincero
amor entre
nosotros. Que el Señor los bendiga y cuide su salud, así todos
podremos ir afrontando los desafíos de cada día y aprendiendo a ser buenas
personas, responsables ciudadanos y fieles discípulos-misioneros de Jesucristo,
“quien, a pesar de su condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios;
al contrario, se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo, pasando
por uno de tantos. Y así, actuando como un hombre cualquiera, se rebajó hasta someterse
incluso a la muerte, y una muerte de cruz. Por eso Dios lo levantó sobre todo y
le concedió el «Nombre-sobre-todo-nombre»; de modo que al nombre de Jesús toda
rodilla se doble en el cielo, en la tierra, en el abismo, y toda lengua
proclame: Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre”(Flp 2,6-11).
Creo que vamos entendiendo
con esta pandemia que ningún ser humano tiene coronita, que todos tenemos la
misma vida frágil, que nadie puede escapar al miedo, la aflicción y la
angustia, que realmente aprendemos mucho de los que creen, aman y esperan con
paciencia proactiva, que el amor, el diálogo, el respeto y la cercanía entre
los miembros del mismo hogar son valores imprescindibles para la verdadera
felicidad que busca el corazón.
Acabamos de escuchar el
relato de la Pasión, que va del anuncio al cumplimiento. El punto central está
en el instante del arresto cuando Jesús proclama: “Ha llegado la hora” (Mt
26,45). Jesús siempre supo de esta hora, pero el drama es cuando llega: “Padre
mío, si es posible que pase de mí este cáliz, pero no sea como yo quiero, sino
como Tú quieras” (Mt 27,39.42.44). Todos sabemos que moriremos, pero cuando la
vemos cerca nos aterramos. Es la experiencia de Jesús la que debe sostener,
motivar e iluminar nuestra propia hora. A toda la humanidad la tiene en jaque
esta pandemia, nadie se siente seguro, la incertidumbre nos corroe. ¡Es hora de
mirar en serio y con corazón abierto al Crucificado!
La narración comienza
informándonos del infame negociado que hizo Judas Iscariote con los sumos
sacerdotes. En este punto conviene que cada uno se examine y haga un mea culpa,
pues con dolor descubriremos que no pocas veces hemos obrado igual.
Durante laÚltima Cena, que
es la parte de los anuncios,Jesús al bendecir el pan y el vino los refiere a sí
mismo y a su propia entrega. Ellos son y serán para siempre el signo de la
Nueva Alianza entre Dios y los hombres. Una nueva época está a punto de
empezar, pero debe pasar necesariamente por la muerte de Jesús. En ese
contexto, entendemos el anuncio de la traición de Judas y de las negaciones de
Pedro. Y, en la soledad del Monte de los Olivos, compartimos el temor ante la
muerte que experimenta Jesús.
En la segunda parte, la del
cumplimiento, todo se ejecuta como si fuera un guion que los actores van
llevando a cabo con fidelidad. La traición de Judas se consuma con un beso. El
valor inútil de Pedro, jugando a defender al Maestro con una espada, se
confirma en sus tres negaciones. El canto del gallo será un recordatorio para
Pedro de su propia debilidad. El juicio marca el definitivo enfrentamiento de
Jesús con las autoridades religiosas de Israel. Ésa es la auténtica causa de su
muerte. El que ha pasado su vida pública hablando de Dios Padre y haciendo el
bien es condenado como blasfemo. De algún modo, la condena de Jesús es una
apuesta frente a Dios. Jesús muere en nombre de su Padre-Dios. Y los que lo
condenan lo hacen también en nombre de Dios. Paradoja que se repite de
generación en generación.
El relato culmina con la
muerte de Jesús. Para llegar ahí, Jesús ha sido juzgado injustamente y ha sido
torturado por los servidores del poder, que se aprovechan de su situación para
abusar de los indefensos. Siempre el poder ha tenido lacayos a su servicio que
le hacen el trabajo sucio. Nunca son los mismos los que condenan y los que
torturan o clavan en la cruz o fusilan. A pesar de todo, Jesús muere creyendo
en la esperanza. Las últimas palabras que el evangelista pone en su boca son el
principio del salmo 21: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”, que
hemos repetido cinco veces. El salmista experimenta el dolor, el sufrimiento y
el abandono de Dios en ese sufrimiento, pero al final proclama su esperanza en
la fuerza y la gracia de Dios que salva y da vida a los que creen en Él. Sin
duda, el evangelista quiso expresar de esa manera cuáles eran los sentimientos
de Jesús en los últimos momentos de su vida terrena, y que los estaba viviendo
en profunda comunión con su Padre.
La celebración de la Semana
Santa ha sido, es y será para los abatidos por la vida, por la cruz que siempre
está presente en ella, “una palabra de aliento, consuelo y esperanza”. Dios
está con nosotros y en nuestro mundo hay un lugar para la esperanza. Aunque
hayamos celebrado muchas Semanas Santas, nos sigue haciendo falta hacer memoria
de Jesús de Nazaret para no desesperar frente a un mundo donde la muerte, en
todas sus formas, sigue estando presente. Por más que nos cueste verlo, el Dios
de la Vida triunfa sobre la injusticia, el odio, las pestes y la muerte. Esa es
nuestra fe.
Por eso, junto con Isaías y
con Jesús digamos con convicción: “El Señor me abrió el oído. Y yo no resistí
ni me eché atrás: ofrecí la espalda a los que me apaleaban, las mejillas a los
que mesaban mi barba; no me tapé el rostro ante ultrajes ni salivazos. El Señor
me ayuda, por eso no sentía los ultrajes; por eso endurecí el rostro como
pedernal, sabiendo que no quedaría defraudado”(Is 50,5-7).
¡Ánimo, hermanos, a vivir la
Semana Santa con Jesús!