Camino a la Beatificación

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27 marzo 2016

Mons. Luis Urbanc en la Vigilia Pascual

“Seamos alegres servidores de la Esperanza de la que está tan necesitada la errática humanidad”

Durante la noche del sábado 26 de marzo, la Iglesia que peregrina en Catamarca celebró con gozo la Vigilia Pascual a los pies de la Madre del Valle, durante la Misa Solemne presidida por el Obispo Diocesano, Mons. Luis Urbanc, en el principal Santuario Mariano y Catedral Basílica.
La ceremonia comenzó con la bendición del fuego nuevo para encender el Cirio, que representa la luz de Cristo. El Obispo marcó una cruz sobre el Cirio, signándolo con el año actual, para significar que Jesucristo es el Señor del tiempo y de la historia. Este rito se inició en el atrio para luego ingresar en el templo a oscuras, en forma procesional, mientras los fieles encendían sus velas con la luz proveniente del Cirio.
Luego del canto del pregón pascual, comenzó la Liturgia de la Palabra, que incluyó varias lecturas del Antiguo y del Nuevo Testamento, proclamadas por representantes de distintos ámbitos de la sociedad, en el marco del Año Diocesano del Compromiso Cívico y
Ciudadano, como opción pastoral dentro de la Misión Diocesana Permanente.
Concluidas las lecturas del Antiguo Testamento se cantó el Gloria de la Resurrección de Nuestro Señor Jesucristo, acompañado por el encendido de luces y el toque de campanas, que hacían palpitar los corazones.
Tras la proclamación del Evangelio, durante su homilía, Mons. Urbanc afirmó que “Al igual que Pedro y las mujeres, tampoco nosotros encontraremos la vida si permanecemos tristes, sin esperanza y encerrados en nosotros mismos. Abramos al Señor nuestros corazones endurecidos, angustiados y fríos como sepulcros, para que Jesús entre y los llene de vida; depositemos delante de suyo el rencor y el fatídico pasado, las amargas debilidades y las caídas. Él desea venir y tomarnos de la mano, para sacarnos de la angustia y el desánimo”.

Por eso enfatizó que “la piedra que debemos remover esta noche es la falta de esperanza que nos encierra en nosotros mismos…”, explicando que “la esperanza cristiana no es el mero optimismo que tienen los voluntariosos, ni tampoco una actitud psicológica, ni mucho menos la kantiana razón práctica de la conveniencia para sobrevivir… Que el Señor nos libre de esta terrible trampa de ser cristianos sin esperanza, que viven como si el Señor no hubiera resucitado y nuestros problemas fueran el centro de la vida. Continuamente veremos problemas cerca de nosotros y dentro de nosotros. Siempre los habrá, pero en esta noche hay que iluminar esos problemas con la luz del Resucitado”.
Luego llamó a que “no permitamos que la oscuridad y los miedos atraigan la mirada del
alma y se apoderen del corazón, sino escuchemos las palabras del Ángel: el Señor «no está aquí. Ha resucitado»; Él es nuestra mayor alegría, Él es el fundamento de la esperanza, siempre está a nuestro lado y nunca nos defraudará. La esperanza cristiana es un don que Dios nos da si salimos de nosotros mismos y nos abrimos a Él”.
En otro tramo de su reflexión, el Obispo dijo que “el Señor está vivo y quiere que lo busquemos entre los vivos; y, en sus corazones abrumados por la tristeza, tenemos que suscitar y resucitar la esperanza que sólo procede del que hoy proclamamos como Luz del mundo. Olvidémonos de nosotros mismos, y nos convirtamos en alegres servidores de la Esperanza de la que está tan necesitada la errática humanidad. Si no nos involucramos reduciremos la Iglesia a una ONG con un gran número de seguidores y buenas normas y ritos, pero incapaz de apagar la sed de esperanza que tiene la especie humana”.
Por último exhortó a  que “volvamos nuestra mirada a la Mujer de la Esperanza, a María, la Madre que nos guía por el Valle de esta vida terrena, y nos abramos con confianza a la Esperanza que jamás será aniquilada o superada, pues tiene su fundamento inquebrantable en la Resurrección de Jesucristo, a Quien sea la gloria, la alabanza y el honor por los siglos de los siglos. Amén”.


En la oración de los fieles se elevaron las plegarias por la Iglesia, el Papa Francisco, nuestro Obispo Luis, por la Patria y sus gobernantes, por los fieles laicos y por los consagrados.
Durante la Liturgia Eucarística se consagró el pan y el vino, que se convirtieron luego en el Cuerpo y la Sangre del Resucitado, que luego se dio como alimento de vida eterna.
La celebración concluyó con la solemne bendición final y el canto de alabanza a la Madre de Jesucristo, Luz del mundo y Vencedor de la muerte.

TEXTO COMPLETO DE LA HOMILIA
Queridos Hermanos:
                                          “¿Por qué buscan entre los muertos al que está vivo? ¡NO ESTÁ AQUÍ, HA RESUCITADO! (Lc 24,5) Sí… Sí, ésta es la Gran Noticia que cada año, cada domingo la humanidad tiene necesidad de escuchar en medio de tantas malas o inútiles noticias, que al igual que «Pedro, con cierta curiosidad, corren una y otra vez al sepulcro a buscar el pasado muerto de rencores, de fracasos, de ideales inútiles y de fatigas estériles» (cf. Lc 24,12)… ¿Qué pensamientos afloraban a la mente y al corazón de Pedro mientras corría? ¿Qué pensamientos o sueños afloran en cada uno de nosotros ante los fracasos y la hermana muerte? El evangelista narra que los Once, y Pedro entre ellos, no creyeron en el testimonio de las mujeres, es más, «lo tomaron por un delirio» (cf.Lc 24,11). En el corazón de Pedro había duda, como en nuestros corazones ante el dolor o ante proyectos no realizados, junto a muchos sentimientos negativos: la tristeza por la muerte del Maestro amado y la desilusión por haberlo negado tres veces durante la Pasión. Pero hay un detalle que provoca un cambio: Pedro, después de haber escuchado a las mujeres y de no haberles creído, «sin embargo, se levantó» (cf. Lc 24,12). No se quedó sentado a pensar, no se encerró en casa como los demás. No se dejó atrapar por la espesa atmósfera de aquellos días, ni dominar por sus dudas; no se dejó hundir por los remordimientos, el miedo y las continuas habladurías que no llevan a nada. Buscó a Jesús, no a sí mismo. Prefirió la vía del encuentro y de la confianza y, tal como estaba, se levantó y corrió hacia el sepulcro, de donde regresó «admirándose de lo sucedido» (cf. Lc 24,12). Este fue el comienzo de la «resurrección» de Pedro, la resurrección de su corazón. Sin ceder a la tristeza o a la oscuridad, se abrió a la voz de la esperanza: dejó que la luz de Dios entrara en su corazón sin apagarla. También las mujeres, que habían salido muy temprano por la mañana para realizar una obra de misericordia, para llevar los aromas a la tumba, tuvieron la misma experiencia. Estaban «despavoridas y mirando al suelo», pero se impresionaron cuando oyeron las palabras del ángel: «¿Por qué buscan entre los muertos al que vive?» (Lc 24,5). Al igual que Pedro y las mujeres, tampoco nosotros encontraremos la vida si permanecemos tristes, sin esperanza y encerrados en nosotros mismos. Abramos al Señor nuestros corazones endurecidos, angustiados y fríos como sepulcros, para que Jesús entre y los llene de vida; depositemos delante de suyo el rencor y el fatídico pasado, las amargas debilidades y las caídas. Él desea venir y tomarnos de la mano, para sacarnos de la angustia y el desánimo.
La piedra que debemos remover esta noche es la falta de esperanza que nos encierra en nosotros mismos…La esperanza cristiana no es el mero optimismo que tienen los voluntariosos, ni tampoco una actitud psicológica, ni mucho menos la kantiana razón práctica de la conveniencia para sobrevivir…Que el Señor nos libre de esta terrible trampa de ser cristianos sin esperanza, que viven como si el Señor no hubiera resucitado y nuestros problemas fueran el centro de la vida. Continuamente veremos problemas cerca de nosotros y dentro de nosotros. Siempre los habrá, pero en esta noche hay que iluminar esos problemas con la luz del Resucitado: a los desafíos diarios los tenemos que encarar con la fuerza del que ha vencido a la muerte y vive para siempre. No permitamos que la oscuridad y los miedos atraigan la mirada del alma y se apoderen del corazón, sino escuchemos las palabras del Ángel: el Señor «no está aquí. Ha resucitado» (Lc 24,6); Él es nuestra mayor alegría, Él es el fundamento de la esperanza, siempre está a nuestro lado y nunca nos defraudará. La esperanza cristiana es un don que Dios nos da si salimos de nosotros mismos y nos abrimos a Él. Esta esperanza no defrauda porque el Espíritu Santo ha sido infundido en nuestros corazones (cf. Rom 5,5).
El Espíritu Santo no elimina el mal mágicamente, sino que infunde la auténtica fuerza de la vida, que no consiste en la ausencia de problemas, sino en la seguridad de que Cristo, que por nosotros ha vencido el pecado, la muerte y el temor, siempre nos ama y nos perdona. Hoy es la fiesta de nuestra esperanza, que nos da la certeza de que nada ni nadie nos podrá apartar jamás del amor de Cristo (cf. Rm 8,39). El Señor está vivo y quiere que lo busquemos entre los vivos; y, en sus corazones abrumados por la tristeza, tenemos que suscitar y resucitar la esperanza que sólo procede del que hoy proclamamos como Luz del mundo. Olvidémonos de nosotros mismos, y nos convirtamos en alegres servidores de la Esperanza de la que está tan necesitada la errática humanidad. Si no nos involucramos reduciremos la Iglesia a una ONG con un gran número de seguidores y buenas normas y ritos, pero incapaz de apagar la sed de esperanza que tiene la especie humana. Por eso, la liturgia de esta Vigilia pascual nos propone sabiamente hacer memoria de las obras de Dios por medio de la abundancia de textos bíblicos que nos han narrado su fidelidad, hecha historia de su amor por nosotros. La Palabra viva de Dios es capaz de convocarnos a ser parte de esta historia de amor, alimentando la esperanza y reavivando la alegría. Así lo escuchamos en el Evangelio, cuando los ángeles, para infundir la esperanza en las mujeres, les dicen: «Recuerden cómo Jesús les habló en Galilea» (cf. Lc 24,6). Para que la esperanza no se debilite es necesario hacer memoria de las acciones y enseñanzas del Señor Jesús.

Para concluir, volvamos nuestra mirada a la Mujer de la Esperanza, a María, la Madre que nos guía por el Valle de esta vida terrena, y nos abramos con confianza a la Esperanza que jamás será aniquilada o superada, pues tiene su fundamento inquebrantable en la Resurrección de Jesucristo, a Quien sea la gloria, la alabanza y el honor por los siglos de los siglos. Amén