El 2 de noviembre, la
Iglesia conmemora el Día de los Fieles Difuntos, complementando al Día de Todos
los Santos.
Dice el Concilio Vaticano II
que “la Iglesia de los viadores, teniendo perfecta conciencia de la comunión
que reina en todo el Cuerpo místico de Jesucristo, ya desde los primeros
tiempos de la religión cristiana guardó con gran piedad la memoria de los
difuntos y ofreció sufragios por ellos, porque santo y saludable es el pensamiento
de orar por los difuntos para que queden libres de sus pecados (2 M 12, 46)”
(LG n. 50).
El día de los fieles
difuntos es, pues, un “día de piedad”; es decir, una jornada de manifestación
cariñosa de nuestro fiel amor por quienes nos han dejado para marchar hacia la
Casa del Padre.
Es también un “día de
memoria”, no sólo ‘psicológica’, sino también y sobre todo ‘litúrgica’; es
decir, una memoria que, de algún modo, nos une apacible y fraternalmente en la
celebración de la Liturgia con nuestros seres queridos difuntos, con quienes
nos sabemos unidos en el misterio de la comunión eclesial.
Y es, en fin, un “día de
sufragios”, porque en esta jornada presentamos ante el Señor nuestra sentida
oración a favor de nuestros muertos.
Este día es una continuación
de la Solemnidad de Todos los Santos, ya que no se interrumpe el consorcio
vital de nosotros, peregrinos por este mundo, con nuestros hermanos muertos que
se hallan en la gloria celeste o que están aún purificándose después de la
muerte. La misma Iglesia se reconoce a sí misma llena de gloria en los santos
del cielo, necesitada de purificación en quienes están en el purgatorio y
transida de esperanza en quienes aún vivimos en la tierra. Es la misma Iglesia
la que, peregrinante o purificándose, alaba a los santos del cielo el día 1 de
noviembre. Y es la misma Iglesia la que, gloriosa o peregrinante, ora el día 2
de noviembre por los difuntos que se purifican en el purgatorio.
En un clima de oración y de
paz, y unidos a los santos, recordemos a nuestros muertos e invoquemos al Señor
con las palabras que Él dijo de sí mismo: ¡Dios tierno y compasivo, paciente y
grande en amor y en verdad! (Ex 34, 6); y pidámosle que se impriman en nuestra
memoria las palabras de San Pablo: “Hermanos, no queremos que se queden sin
saber lo que pasa con los muertos, para
que ustedes no se entristezcan como los otros, los que no tienen esperanza;
porque así como creemos que Jesús murió y resucitó, así también creemos que
Dios va a resucitar con Jesús a los que murieron creyendo en él” (1 Tes 4,
13-14).