Hay momentos en los que miramos,
en serio, el fondo de nuestras almas. Entonces, descubrimos luces y sombras,
generosidad y egoísmo, justicia y traiciones. Las zonas claras no eliminan el
peso y la pena que nos produce descubrir zonas oscuras.
Al ver zonas negativas, al
reconocer nuestro pecado, sentimos una pena intensa. Surge un sincero
sentimiento de vergüenza. En tales circunstancias podríamos hacer propias las
palabras escritas por el Papa Pablo VI, desde lo más íntimo de su corazón, al
reconocer que su vida estaba “cruzada por una trama de míseras acciones, que
sería preferible no recordar, son tan defectuosas, imperfectas, equivocadas,
tontas, ridículas... Pobre vida débil, enclenque, mezquina, tan necesitada de
paciencia, de reparación, de infinita misericordia” (Pablo VI, “Meditación ante
la muerte”).
Sí: hay hechos que quisiéramos no
recordar. Hay cobardías que nos apartaron del hermano. Hay avaricias que
impidieron a nuestras manos compartir el pan y el dinero con quien lo
necesitaba verdaderamente.
Cuando el dolor es sincero y
sano, cuando llega a ser un arrepentimiento auténtico y humilde, somos capaces
de abrir el alma y presentarla a un Dios Padre que desea simplemente una cosa:
derramar en nosotros el bálsamo de su misericordia.
Sólo así podremos caminar desde
la vergüenza hacia el perdón. Sólo el enfermo que descubre su mal acude al
médico. Sólo quien reconoce sus miserias invoca a Dios para pedir, de rodillas,
misericordia.
La respuesta del Padre, lo
sabemos, es una: su Hijo en una Cruz que perdona los pecados, que destruye
egoísmos, que supera injusticias, que devuelve paz a los corazones, que abre
las puertas de los cielos en el sacramento de la confesión.
Con su Sangre derramada quedan
borrados los pecados del mundo. Basta simplemente con ponerse, como mendigos de
misericordia, a sus pies, para decirle: “¡Oh Dios! ¡Ten compasión de mí, que
soy pecador!” (Lc 18,13).
Mons. Luis Urbanc