Ya que Cristo comunica su santidad a la Iglesia y a cada uno de
los miembros de su cuerpo (1 Ped 2, 9), san Pablo llama “santos” a todos los
cristianos (ejs., Rom 1, 7; 15, 25). Sin embargo, el título de “santo” pronto comenzó
a ser atribuido de un modo especial a los bautizados que habían vivido su
pertenencia a Cristo con una plenitud mayor, esto es, a los mártires
(testigos). A partir del siglo III también se llamó “santos” a aquellos que,
sin haber derramado su sangre, habían sufrido por la fe. Eran los “confesores”.
Paulatinamente se extendió el concepto de “confesores” a los ascetas, a las
vírgenes, a los obispos y demás fieles que habían honrado el nombre de
cristianos con la perfección de sus vidas.
Para poner orden en el culto que los
fieles tributaban a los “mártires”, la Iglesia de Roma se preocupó por conocer el
nombre, el día, el lugar y la razón de su martirio, recordando la conocida
sentencia de San Agustín: “el martirio no depende de la pena, sino de la causa”.
Y esto mismo se aplicó a todos los “santos”.
Pero tanto la feligresía cuanto los
teólogos no dejaron de tener presentes a los cristianos ejemplares cuyos
nombres permanecieron en el anonimato. Y a esto se debe la celebración
colectiva de Todos los Santos. En efecto, a partir de la segunda mitad del
siglo IV, el calendario de Nicomedia anunciaba para el viernes de la octava
pascual la fiesta de “todos los santos confesores”. En Roma, el papa Bonifacio
IV, a comienzos del siglo VII, dedicó el Panteón en honor de “santa María y de
todos los santos mártires”, y su aniversario se celebró durante mucho tiempo el
13 de mayo. En el siglo siguiente aparece en Inglaterra una nueva solemnidad,
la de Todos los Santos, que se fija para el 1 de noviembre. Esta Fiesta, que se
propagó por el imperio carolingio a lo largo del siglo IX, es la actual
Solemnidad de Todos los Santos, en la cual se celebra la entrada en el cielo,
se invoca la intercesión y se expresa el propósito espiritual de seguir el
ejemplo de aquellos discípulos de Cristo en quiénes más ha resplandecido su
imagen, pero cuyos nombres, aunque están inscriptos en el Libro de la Vida , nos son desconocidos
para nosotros, ya que su fe ejemplar sólo Dios conoció.
Por otra parte, ya desde comienzos de
la historia de la Iglesia ,
la comunidad cristiana era invitada en la eucaristía dominical a no olvidarse
de rezar por sus difuntos. Para ello durante todo el primer milenio se
celebraron oficios conmemorativos (aniversarios, novenas) de los fieles que se
durmieron en el Señor. Y desde san Odilón, abad de Cluny, hacia el año 1030, el
año litúrgico hace seguir la
Conmemoración de todos los fieles difuntos a la fiesta de
Todos los Santos, exhortando a los fieles a visitar los cementerios con el fin
de fomentar la oración y la intercesión por los que murieron, práctica que
ayuda a poner de manifiesto la dimensión escatológica de toda vida humana en
marcha hacia el Padre y expresa también nuestra eclesial comunión con quienes
nos precedieron en la vida y en la fe.
La unión del culto a los santos con el
culto a los difuntos nos recuerda anualmente que no hay más que una sola ciudad
de los vivientes, de los cuales algunos peregrinan en la tierra; otros, ya
difuntos, se purifican; otros, finalmente, gozan de la gloria, contemplando
claramente a Dios mismo, Uno y Trino, tal como es; mas todos, en forma y grado
diverso, vivimos unidos en una misma caridad para con Dios y para con el
prójimo y cantamos idéntico himno de gloria a nuestro Dios. Pues todos los que
son de Cristo por poseer su Espíritu, constituyen una misma Iglesia y
mutuamente se unen en El (Lumen Gentium, n. 49).
En la Solemnidad de todos los
Santos, pues, la Iglesia
se contempla a sí misma descansando con Jesús en la gloria del Padre, reposa en
la certeza del amor intercesor de los bienaventurados y marca el rumbo para
toda vida humana. En la
Conmemoración de los Fieles Difuntos la Iglesia ora por sí misma
intercediendo por Cristo, con Cristo y
en Cristo a favor de quienes se durmieron en el Señor, para que también ellos
alcancen el gozo de la gloria eterna, recordando que “es santo y saludable el
pensamiento de orar por los difuntos para que queden libres de sus pecados” (2
Mac 12, 46).
Esta doble celebración nos enseña, por
tanto, que la unión de los viadores con los hermanos que se durmieron en la paz
de Cristo, de ninguna manera se interrumpe, antes bien, según la constante fe
de la Iglesia ,
se robustece con la comunicación de bienes espirituales (Lumen Gentium, n. 49).
Colaboración: Pbro. Carlos Ibáñez