“El amor cristiano debe ser siempre inclusivo, debe tener en cuenta a todos los que nos rodean”
En la noche del
miércoles 2 de diciembre, en el cuarto día de la novena, rindieron su homenaje a
la Virgen del Valle miembros de organizaciones sindicales, representantes de la
Cámara de comercio y empleados del centro de comercio el cuarto día de la
novena a Virgen del Valle, en la Santa Misa celebrada por el Obispo Diocesano,
Mons. Luis Urbanc en el Altar mayor de la Catedral Basílica.
En su
homilía, luego de agradecer la presencia de los alumbrantes, el Obispo propuso
meditar sobre la abundancia de la Misericordia de Dios, profundizando en ella a
partir de la Palabra que se proclamó previamente.
Recordó que “las
lecturas nos ofrecen dos banquetes donde Dios quiere compartir con nosotros el
alimento de la vida. No son banquetes privados ni exclusivos, sino universales,
pues todos están invitados”. Destacando que Dios “quiere que sus discípulos se
involucren también en la asistencia a esa gente, dejándoles esta consigna para
el resto de su vida”. Y agregó que “El
amor cristiano debe ser siempre inclusivo, debe tener en cuenta a todos los que
nos rodean”.
Para finalizar
la prédica, animó a los presentes a “contemplar el rostro de nuestra Madre
Morena y descubramos en Ella la realización más humana de la Misericordia
divina. Le creamos a Ella, que supo cantar la Misericordia de Dios respecto de
su pueblo y de todas las razas de la tierra, que Dios Padre, Hijo y Espíritu
Santo es infinita Misericordia. Llevemos este tesoro a nuestros hogares, seamos
testigos como Ella de la Misericordia”.
En el
momento de las ofrendas, representantes de las organizaciones sindicales y de
los empleados de comercio, acercaron al altar donaciones de alimentos no perecederos
y elementos de limpieza, Mons. Urbanc,
agradeció y bendijo a cada uno por la solidaridad con los hermanos peregrinos.
TEXTO
COMPLETO DE LA HOMILIA
Queridos Devotos y
Peregrinos:
En este 4° día de la novena
honran como alumbrantes diversos miembros de organizaciones sindicales,
representantes de la Cámara de comercio y empleados del centro de comercio.
Bienvenidos, y que la Virgen Morenita los escuche en su ruegos y acoja en sus
pesares.
Sobre la abundancia de la
Misericordia de Dios se nos propuso meditar a lo largo de la jornada. Por eso
también nosotros hemos de profundizar en ella a partir de la misma Palabra de
Dios que acabamos de escuchar.
El profeta Isaías es particularmente
elocuente para describir el accionar de Dios cuando afirma que “Aquel día, el Señor de los ejércitos preparará para todos los pueblos un
festín de manjares suculentos, un festín de vinos de solera; manjares
enjundiosos, vinos generosos. Y arrancará el velo que cubre a todas las
naciones. Aniquilará la muerte para siempre. El Señor Dios enjugará las
lágrimas de todos los rostros, y el oprobio de su pueblo lo alejará de todo el
país. Aquel día se dirá: Aquí está nuestro Dios, de quien esperábamos que nos
salvara; celebremos y gocemos con su salvación (25,6-10)”.
En muchas culturas y también en la nuestra,
sentarse a la mesa es símbolo de alegría, pues expresa el sentido de
fraternidad y de fiesta; en ella uno repone fuerzas disfrutando de los
alimentos y conversa de manera distendida disfrutando de la compañía de amigos
y conocidos. De hecho, cuando queremos celebrar algún acontecimiento importante
en nuestra vida lo acompañamos con una buena comida o una buena cena. Muchas
veces hemos aplazado el festejo porque no teníamos para la comida. Por eso Dios
propone su intervención salvífica en clave de ofrecer un gran banquete para
producir alegría en su pueblo desdichado, abatido y desesperado.
El salmista en la presencia de Dios
expresa su fe cuando desde lo más íntimo exclama: “El Señor es mi pastor, nada me falta: en verdes praderas me hace recostar;
me conduce hacia fuentes tranquilas y repara mis fuerzas...Preparas una mesa ante mí,
enfrente de mis enemigos; me unges la cabeza con perfume, y mi copa rebosa” (Sal 22).
me conduce hacia fuentes tranquilas y repara mis fuerzas...Preparas una mesa ante mí,
enfrente de mis enemigos; me unges la cabeza con perfume, y mi copa rebosa” (Sal 22).
Las lecturas nos ofrecen dos banquetes
donde Dios quiere compartir con nosotros el alimento de la vida. No son banquetes
privados ni exclusivos, sino universales, pues todos están invitados: ‘preparará para todos los pueblos un festín de manjares suculentos, un festín de vinos de solera’ (Is
25,6). Un
banquete lleno de alegría, de festejar la salvación, donde no hay tristeza,
donde todos están contentos, como en las fiestas auténticas. Un banquete que simboliza
la salvación de todos porque están todos, nadie queda afuera, todos deben
participar.
En el segundo banquete, Jesús da de comer a la multitud después de
sanar todo tipo de dolencias. Una multitud que, de nuevo, simboliza la
diversidad de condiciones sociales y razas. ‘Comieron
todos hasta quedar satisfechos’ (Mt 15,37). De nuevo, todos;
nadie queda excluido.
Por ejemplo, pronto celebraremos el Nacimiento de Jesucristo y lo
haremos con abundantes comidas o cenas de empresa, de amigos, de familia… En
ocasiones son celebraciones con excesivo derroche, exageradas comidas. Tan
excesivas que cuando terminan las fiestas, no faltan las publicidades de
gimnasios y dietas para adelgazar y ponernos a punto para las vacaciones. ¡Ojalá
nuestros excesos fuesen no de calorías, sino de alegría, de gozo, de
fraternidad! Quizá de estos dones estemos más anémicos y de ellos nos quiere
saciar Dios. Este es su banquete, esta es su invitación. Pero para que
este gozo sea pleno, al menos tienen que estar todos invitados. Una mesa donde
falten hermanos, carecerá de una alegría auténtica. ¿Quizá por ello nos cuesta
ser felices de verdad? ¿A quién podríamos invitar a nuestra mesa para que con
eso entre en nuestro hogar la verdadera alegría?
Todo el accionar de Jesús brota de su compasión, de su
misericordia para con los que llegaron hasta él, no conformándose con darles
sólo lo que piden, sino ocupándose de su alimentación: «Me dan lástima pues llevan tres días conmigo y no tienen qué comer. No
voy a despedirlos en ayunas, no sea que se desmayen en el camino» (Mt 15,32).
Pero quiere que sus discípulos se involucren también en la
asistencia a esa gente, dejándoles esta consigna para el resto de su vida. Nada
hemos de hacer prescindiendo, marginando o ignorando a los demás. El amor
cristiano debe ser siempre inclusivo, debe tener en cuenta a todos los que nos
rodean. Nada más ajeno al cristianismo que el tan practicado “no te metas”, o
“no es problema mío”.
Por eso, siempre Jesús nos hará la incómoda pregunta: ‘¿Cuántos
panes tienen?’, la que espera siempre una entrega total de lo que tenemos, no
lo que nos sobra, para que Él pueda hacer el milagro del compartir; con tanta
generosidad que va a sobrar, pero que no se tira, sino que se guarda para más
adelante o para alguien que lo va necesitar. Los dones de Dios no se pueden
desperdiciar. Quien cuida es agradecido. “Comieron todos hasta saciarse y recogieron las sobras: siete cestas
llenas” (Mt 15,37).
Qué bueno que podamos terminar diciendo con el salmista: “Tu bondad y tu misericordia me
acompañan todos los días de mi vida, y habitaré en la casa del
Señor
por años sin término” (Sal 22).
por años sin término” (Sal 22).
Nos volvamos ahora a contemplar el rostro de nuestra Madre Morena
y descubramos en Ella la realización más humana de la Misericordia divina. Le
creamos a Ella, que supo cantar la Misericordia de Dios respecto de su pueblo y
de todas las razas de la tierra, que Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo es
infinita Misericordia. Llevemos este tesoro a nuestros hogares, seamos testigos
como Ella de la Misericordia.