Camino a la Beatificación

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05 mayo 2019

Mons. Urbanc en la Misa Solemne


“La clave de nuestra felicidad y realización humana nace de nuestro trato con el Señor Resucitado”

El domingo 5 de mayo, en horas de la mañana, el Obispo Diocesano, Mons. Luis Urbanc, presidió la Misa Solemne celebrando 128° aniversario de la Coronación Pontificia de la Imagen de Nuestra Madre del Valle, que fue concelebrada por sacerdotes de clero catamarqueño, tanto de Capital y como del Interior de la diócesis.
La Misa central de la jornada contó con la participación de una gran cantidad de fieles devotos y peregrinos, que colmaron el Santuario Mariano.
Mons. Urbanc se dirigió a la asamblea comentando el tiempo especial que vive nuestra Iglesia particular. “Nos encontramos transitando el último año de preparación al
Jubileo por los 400 años del hallazgo de la Imagen que nos recuerda a la Madre de Dios. Y lo hemos dedicado a profundizar en nuestra espiritualidad cristiana y mariana. Es decir, que todos necesitamos ahondar nuestra relación con el Espíritu Santo, nuestra docilidad a sus mociones y el conocimiento de sus múltiples formas de obrar en el interior de los creyentes”.
Tal como lo expresa en la carta pastoral de este año, el Obispo afirmó que “espiritualidad significa vivir según el Espíritu Santo; significa dejarnos modelar y llevar por el Espíritu Santo; significa discernir según la luz que nos da el Espíritu Santo; significa dejarnos santificar por la acción del Espíritu Santo, o sea, colaborar con la Gracia que otorga el Espíritu Santo para que nos asemejemos a Dios Padre, por medio de su Hijo Encarnado, Nuestro Señor Jesucristo”.

En otro tramo de su homilía, dijo que “la clave de nuestra felicidad y realización humana nace de nuestro trato con el Señor Resucitado”, quien “nos llama a una relación de amor”, y apuntó que “nuestro amor por el Señor es lo que nos impulsa a amar y a aceptar de buen grado la tarea de comunicar su amor a quienes servimos”.
A partir de una pregunta aseveró que “los Apóstoles y los primeros discípulos encontraban la fuerza, la alegría y la valentía del anuncio, a pesar de los obstáculos y los castigos, en Jesús Resucitado y en la acción del Espíritu Santo”. Y resaltó que “su fe se basaba en una experiencia tan fuerte y personal de Cristo muerto y resucitado, que no tenían miedo de nada ni de nadie, e incluso veían las persecuciones como un motivo de honor que les permitía seguir las huellas de Jesús y asemejarse a Él, dando testimonio con la vida”.
En este sentido, dijo que “cuando una persona conoce verdaderamente a Jesucristo y cree en Él, experimenta su presencia en la vida y la fuerza de su Resurrección, y no puede dejar de comunicar esta experiencia. Y si esta persona encuentra incomprensiones o adversidades, se comporta como Jesús en su Pasión: responde con el amor y la fuerza de la verdad”.

Además, enfatizó que “la presencia de Jesús resucitado transforma todas las cosas: la oscuridad es vencida por la luz, el trabajo inútil es nuevamente fructuoso y prometedor, el sentido de cansancio y de abandono deja espacio a un nuevo impulso y a la certeza de que Él está con nosotros”.
Por eso, “todos los cristianos estamos llamados a comunicar este mensaje de resurrección a quienes encontramos, especialmente a quien sufre, a quien está solo, a quien se encuentra en condiciones precarias, a los enfermos, los refugiados, los marginados. A todos hagamos llegar un rayo de la luz de Cristo resucitado, un signo de su poder misericordioso”.
Antes de la bendición final, se realizó la oración de preparación del Jubileo por los 400 años de su presencia maternal en este valle, y se la honró con el canto.


TEXTO COMPLETO DE LA HOMILÍA
Queridos devotos y peregrinos:
Nos hemos congregado una vez más, por la misericordia de Dios, para celebrar los 128 años de la Coronación Pontificia de esta sagrada imagen de la Pura y Limpia Concepción, Nuestra amada Madre y Virgen del Valle. Bienvenidos hermanos a esta solemne Misa.
Nos encontramos transitando el último año de preparación al Jubileo por los 400 años del hallazgo de la Imagen que nos recuerda a la Madre de Dios. Y lo hemos dedicado a profundizar en nuestra espiritualidad cristiana y mariana. Es decir, que todos necesitamos ahondar nuestra relación con el Espíritu Santo, nuestra docilidad a sus mociones y el conocimiento de sus múltiples formas de obrar en el interior de los creyentes. De manera que la vida de cada bautizado sea más cristiforme, a ejemplo de la beata siempre Virgen María, perfecta esposa del Espíritu Santo.
Espiritualidad, como afirmo en la carta pastoral de este año, significa vivir según el Espíritu Santo; significa dejarnos modelar y llevar por el Espíritu Santo; significa discernir según la luz que nos da el Espíritu Santo; significa dejarnos santificar por la acción del Espíritu Santo, o sea, colaborar con la Gracia que otorga el Espíritu Santo para que nos asemejemos a Dios Padre, por medio de su Hijo Encarnado, Nuestro Señor Jesucristo.
Cuando tomamos los documentos de la Iglesia, en ellos siempre se destina un apartado a profundizar la espiritualidad, sea al inicio o al final, puesto que la vida cristiana consiste en estar animados por el Espíritu Santo, que es el motor de la Iglesia, el alma que todo vivifica y lleva a la plena madurez en Cristo (cf. Ef 4,13).
La liturgia de este tercer Domingo de Pascua nos invita a potenciar la alegría que debe suscitar en nuestros corazones el triunfo de Cristo sobre la muerte y el pecado. La alegría de haber recobrado la adopción filial, y de vernos renovados y rejuvenecidos en todo nuestro ser. La alegría que sintieron los apóstoles luego de haber sido azotados por testimoniar, con la ayuda del Espíritu Santo, la resurrección de Jesucristo (cf. Hch 5,41). Es una alegría que transforma nuestras vidas y nos llena de esperanza en el cumplimiento de las promesas de Dios. Por tanto, alabemos al Cordero que quita el pecado del mundo (cf. Ap 5,12-13). Cristo ha resucitado, ¡aleluya!
Hermanos, no estamos exentos de que, sutil y destructivamente, se nos vaya pegando un pensamiento y modo de obrar mundano e inmanentista, donde Dios y sus bienes son ignorados o vistos como perimidos u obsoletos. De allí que muchas voces nos quieran convencer de dejar de lado nuestra fe en Dios y su Iglesia, y elegir por nosotros mismos los valores y las creencias con que vivir. Nos dicen que no tenemos necesidad de Dios o de la Iglesia. Cuando nos sentimos tentados de darles crédito, hemos de recordar el episodio que nos narra el Evangelio de hoy, cuando los discípulos, todos ellos pescadores expertos, habiendo bregado toda la noche, no consiguieron ni un solo pescado. Mas Jesús, presentándose en la orilla, les dijo dónde echar las redes y la pesca fue tan grande que apenas podían con ella. Abandonados a sí mismos, sus esfuerzos resultaron inútiles; cuando Jesús se puso a su lado, lograron una pesca abundante. Queridos hijos, si ponemos nuestra confianza en el Señor y seguimos sus enseñanzas, obtendremos siempre grandes frutos, infinitamente superiores a nuestras conquistas humanas, a nuestras posesiones y a nuestra alta tecnología. No les quepa la menor duda que la clave de nuestra felicidad y realización humana nace de nuestro trato con el Señor Resucitado. Y Él nos llama a una relación de amor. Recordemos la pregunta que hizo tres veces a Pedro junto al lago: “Simón, hijo de Juan, ¿me amas?” (Jn 21,15-17). Debido a la respuesta afirmativa de Pedro, Jesús le encomienda la tarea de apacentar su rebaño. Aquí vemos el fundamento de todo ministerio pastoral en la Iglesia. Nuestro amor por el Señor es lo que debe dirigir todos los aspectos de nuestra predicación y enseñanza, nuestra celebración de los sacramentos y nuestro servicio al Pueblo de Dios. Nuestro amor por el Señor es lo que nos impulsa a amar a quienes él ama, y a aceptar de buen grado la tarea de comunicar su amor a quienes servimos. Durante la Pasión de nuestro Señor, Pedro lo negó tres veces. Ahora, después de la resurrección, Jesús lo insta por tres veces a confesar su amor, ofreciendo así el perdón y la salvación, y confiándole al mismo tiempo la misión. La pesca milagrosa pone de manifiesto que los Apóstoles dependían de Dios para el éxito de sus proyectos en la tierra. El diálogo entre Pedro y Jesús subraya la necesidad de la misericordia divina para curar sus heridas espirituales, las heridas del pecado. En cada ámbito de nuestras vidas, necesitamos la ayuda de la gracia de Dios. Con él, podemos hacer todo; sin él nada, absolutamente nada, podemos conseguir (cf. Jn 15,5). Por eso, los invito a que, junto a los bienaventurados en el cielo, canten o digan sin cesar: “Al que se sienta en el trono y al Cordero, la alabanza, el honor, la gloria y el poder, por los siglos de los siglos” (Ap 5,13). Y como el salmista: “Mi corazón te salmodiará sin tregua; Señor, Dios mío, te alabaré por siempre” (Sal 30,13).
Que la fuerza irresistible de Jesucristo Resucitado nos dé la madurez para que, hasta en las circunstancias más difíciles y dolorosas, digamos con firme decisión como los apóstoles: «Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres» (Hch 5,29).
Me pregunto: ¿dónde encontraban los Apóstoles y los primeros discípulos la fuerza, la alegría y la valentía del anuncio, a pesar de los obstáculos y los castigos, para dar este testimonio? Tengamos en cuenta que eran personas sencillas, no doctores de la Ley, ni pertenecían a la clase sacerdotal. ¿Cómo pudieron, con sus limitaciones y combatidos por las autoridades, llenar Jerusalén con su enseñanza? (cf. Hch 5,28). Está claro que sólo pueden explicar este hecho la presencia del Señor Resucitado con ellos y la acción del Espíritu Santo. El Señor que estaba con ellos y el Espíritu que les impulsaba a la predicación explican este hecho extraordinario. Su fe se basaba en una experiencia tan fuerte y personal de Cristo muerto y resucitado, que no tenían miedo de nada ni de nadie, e incluso veían las persecuciones como un motivo de honor que les permitía seguir las huellas de Jesús y asemejarse a Él, dando testimonio con la vida.
Esta historia de la primera comunidad cristiana nos dice algo muy importante, válida para la Iglesia de todos los tiempos, también para nosotros: cuando una persona conoce verdaderamente a Jesucristo y cree en Él, experimenta su presencia en la vida y la fuerza de su Resurrección, y no puede dejar de comunicar esta experiencia. Y si esta persona encuentra incomprensiones o adversidades, se comporta como Jesús en su Pasión: responde con el amor y la fuerza de la verdad.
En la vida muchas veces tendremos la sensación de vivir como en un sueño, y que la realidad es otra, que Dios está ausente, que estamos solos; que si las cosas no las hago yo, no las hace nadie, que todo depende de uno. Sin embargo, la cuestión no es así. Siempre habrá alguien, como Juan, el apóstol, que nos dirá: El Señor Resucitado está allí, en la orilla (Jn 21,7a). Ojalá que siempre reaccionemos como Pedro inmediatamente se lanzó al agua y nadó hacia la orilla, hacia Jesús (Jn 21,7b). 
En la exclamación: «¡Es el Señor!», está todo el entusiasmo de la fe pascual, llena de alegría y de asombro, que se opone con fuerza a la confusión, al desaliento, al sentido de impotencia que se había acumulado en el ánimo de los discípulos. La presencia de Jesús resucitado transforma todas las cosas: la oscuridad es vencida por la luz, el trabajo inútil es nuevamente fructuoso y prometedor, el sentido de cansancio y de abandono deja espacio a un nuevo impulso y a la certeza de que Él está con nosotros.
Desde entonces, estos mismos sentimientos animan a la Iglesia, la Comunidad del Resucitado. ¡Todos nosotros somos la comunidad del Resucitado! Si a una mirada superficial puede parecer, en algunas ocasiones, que el poder lo tienen las tinieblas del mal y el cansancio de la vida cotidiana, la Iglesia sabe con certeza que en quienes siguen al Señor Jesús resplandece ya imperecedera la luz de la Pascua. El gran anuncio de la Resurrección infunde en el corazón de los creyentes una íntima alegría y una esperanza invencibles. ¡Cristo ha verdaderamente resucitado! También hoy la Iglesia sigue haciendo resonar este anuncio gozoso: la alegría y la esperanza siguen reflejándose en los corazones, en los rostros, en los gestos, en las palabras. Todos nosotros cristianos estamos llamados a comunicar este mensaje de resurrección a quienes encontramos, especialmente a quien sufre, a quien está solo, a quien se encuentra en condiciones precarias, a los enfermos, los refugiados, los marginados. A todos hagamos llegar un rayo de la luz de Cristo resucitado, un signo de su poder misericordioso.
Que Él, el Señor, renueve también en nosotros la fe pascual. Que nos haga cada vez más conscientes de nuestra misión al servicio del Evangelio y de los hermanos; nos colme de su Santo Espíritu para que, sostenidos por la intercesión de María, con toda la Iglesia podamos proclamar la grandeza de su amor y la riqueza de su misericordia. Amén
¡¡¡Nuestra Madre del Valle, ruega por nosotros!!!