La
Iglesia de Catamarca elevó con gozo la acción de gracias por el Pontificado del
Papa Francisco, durante la misa correspondiente al quinto domingo de Cuaresma, presidida por el Obispo Diocesano, Mons. Luis
Urbanc, en el Altar Mayor del Santuario y Catedral Basílica de Nuestra Señora
del Valle.
Durante
su homilía, pronunciada ante una gran cantidad de fieles que llenó el templo
catedralicio, Mons. Urbanc expresó: “Como Iglesia de Catamarca, queremos dar gracias
a Dios por el inefable regalo del nuevo Papa Francisco. Rogaremos por él, por
sus intenciones, por su salud y para que Dios lo libre de las insidias del mal,
a fin de que pueda cumplir con la ardua misión de ser Vicario de Cristo en la
tierra”. Luego continuó: “Mucho hemos oído de su persona, pues fue Arzobispo de
Buenos Aires y Presidente de la Conferencia Episcopal Argentina, de modo que
desde su elección hemos de llamarlo Francisco, y tratar de desentrañar lo que
con este nombre nos quiere sugerir en el modo de vivir nuestra fe y seguimiento
de Jesucristo. El Señor Jesús y su santísima Madre nos ayuden a ser dóciles a
este Pastor de pastores, cabeza visible de todos los católicos y fundamento de
unidad en la fe, esperanza y caridad que proceden del Espíritu Santo”.
Luego,
refiriéndose a las lecturas del día, dijo que “la Palabra de Dios que acabamos
de escuchar nos viene a ayudar en este camino de conversión que hemos comenzado
el Miércoles de Cenizas. Si hay una cuarentena es porque reconocemos que hay
enfermedad espiritual y social que las causa el pecado.
El
pecado es desprecio del Dios, Vida y Amor, prefiriendo la muerte y el egoísmo”.
“El
pecado, el hacer el mal que no queríamos, la caída en el peregrinar, es parte
de nuestra experiencia cotidiana… ¿Quién de nosotros está libre de pecado?... ¡Nadie!...
En la Escritura leemos que innumerables veces cae el justo’ (Prov 24,16).
No podemos olvidar jamás que todos somos pecadores y frágiles, y que ‘si no
obras bien, a la puerta está el pecado acechando como fiera que te quiere
devorar’ (Gén 4,6-7; cf. 1Pe 5,8-9). Muchas de nuestras caídas
serán más o menos leves, como tropezones en el andar. Sin embargo, éstas dejan
de ser repugnantes cuando se repiten con frecuencia, pues nos vuelven cada vez
más torpes para caminar. Las pequeñas infidelidades abren el camino para caídas
más fuertes, esas que hacen que, de pronto, nos demos con la cara en el suelo,
casi sin podernos o querernos ya levantar".
En
otro tramo destacó que “una vez más la Palabra de Dios nos invita a comprender
que ‘Dios no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y viva’ (cf. Ez 33,11). Para
esto el Padre ha enviado a su Hijo: Él cargó sobre sí nuestros pecados, ‘llevándolos
en su cuerpo hasta el madero, para que muertos al pecado, vivamos una vida
santa’ (1Pe 2,24). Acudamos humildes al Señor de la Misericordia para
pedirle perdón, luchemos decididamente para no recaer en los pecados y recemos con
perseverancia y confianza para encontrar en el Señor la fuerza para levantarnos”.
Texto completo de la homilía
Queridos hermanos:
En este quinto domingo de Cuaresma, como
Iglesia de Catamarca, queremos dar gracias a Dios por el inefable regalo del
nuevo Papa Francisco. Rogaremos por él, por sus intenciones, por su salud y
para que Dios lo libre de las insidias del mal, a fin de que pueda cumplir con
la ardua misión de ser Vicario de Cristo en la tierra.
Mucho hemos oído de su persona, pues fue arzobispo de
Buenos Aires y Presidente de la Conferencia Episcopal Argentina, de modo que
desde su elección hemos de llamarlo Francisco, y tratar de desentrañar lo que
con este nombre nos quiere sugerir en el modo de vivir nuestra fe y seguimiento
de Jesucristo.
El Señor Jesús y su santísima Madre nos ayuden a ser
dóciles a este Pastor de pastores, cabeza visible de todos los católicos y
fundamento de unidad en la fe, esperanza y caridad que proceden del Espíritu
Santo.
La Palabra de Dios que acabamos de escuchar nos viene a
ayudar en este camino de conversión que hemos comenzado el miércoles de
cenizas. Si hay una cuarentena es porque reconocemos que hay enfermedad
espiritual y social que las causa el pecado.
El pecado es desprecio
del Dios, Vida y Amor, prefiriendo la muerte y el egoísmo.
El
pecado, el hacer el mal que no queríamos, la caída en el peregrinar, es parte
de nuestra experiencia cotidiana… ¿Quién de nosotros está libre de pecado?... ¡Nadie!...
En la Escritura leemos que «innumerables veces cae el justo» (Prov 24,16).
No podemos olvidar jamás que todos somos pecadores y frágiles, y que «si no
obras bien, a la puerta está el pecado acechando como fiera que te quiere
devorar» (Gén 4,6-7; cf. 1Pe 5,8-9).
Muchas
de nuestras caídas serán más o menos leves, como tropezones en el andar. Sin
embargo, éstas dejan de ser repugnantes cuando se repiten con frecuencia, pues
nos vuelven cada vez más torpes para caminar. Las pequeñas infidelidades abren
el camino para caídas más fuertes, esas que hacen que, de pronto, nos demos con
la cara en el suelo, casi sin podernos o querernos ya levantar.
Los
pecados graves, como es el caso del adulterio, cuando se cometen por primera
vez producen una experiencia interior tremenda: confusión mental, dolor de
corazón, sentimientos encontrados, pérdida de paz interior, vacío, soledad,
tristeza, amargura, angustia y mucha vergüenza. Cuando se repiten, violentando
una y otra vez la voz de la propia conciencia y minimizando las enseñanzas
divinas, vuelven el corazón cada vez más duro, insensible, cínico y justificador
de malas conductas.
El
pecado grave también trae consigo un distanciamiento de Dios. La vergüenza, el
sentimiento de indignidad o suciedad, el pensamiento de haber traicionado o
defraudado al Señor y todo lo que Él hizo por mí: lleva a “escondernos de Dios”
(cf. Gén 3,8-10), a huir de su presencia, a apartarnos de la oración,
de la Iglesia, del buen obrar y de todos aquellos que nos recuerdan a Dios.
El
pecado grave reiterativo termina por someternos a una durísima esclavitud de la
que es muy difícil liberarse (cf. Jn 8,34). Nos hunde asimismo en un
dinamismo perverso de auto-castigo y auto-destrucción que dificulta que
volvamos a ponernos de pie, que nos perdonemos lo pasado y nos lancemos
nuevamente hacia delante, a conquistar la meta, que es la santidad. Las caídas
graves nos llevan a tener pensamientos recurrentes de desesperanza: “no hay
pecado tan grande como el mío, ni Dios me puede perdonar, para mí ya no hay
salida”. El peso del pecado se hace demasiado grande y nos va hundiendo en la
muerte espiritual (cf. Ez 33,10). «El pecado, cuando madura, engendra
muerte» (St 1,13-15). El pecado, que al principio pensábamos nos iba a
traer la felicidad y plenitud humana, termina siendo un acto suicida. Quien
peca termina destruyéndose y degradándose a sí mismo, seducido por la ilusión
de obtener un bien aparente.
Ante
la realidad de nuestro pecado podemos preguntarnos como San Pablo: «¿Quién me
librará de este cuerpo que me lleva a la muerte?» (Rom 7,24). Ciertamente,
que no otro que Jesucristo, nuestro
Señor!». Sí, el Señor Jesús nos libera del pecado y sus efectos. El encuentro
del pecador con el Señor es un encuentro de nuestra miseria con quien es la
Misericordia misma: cuando nos acercamos a Él como el hijo pródigo, o incluso
cuando somos “arrastrados ante Él por nuestros acusadores”, descubrimos
sorprendidos que Él no nos condena por nuestras caídas, por más vergonzosas o
abominables que éstas hayan sido, sino que Él nos perdona, nos libera del yugo
de nuestros pecados cargándolos sobre sí, nos levanta de nuestro estado de
postración, nos abre de nuevo un horizonte de esperanza y fortalece nuestros
pasos para avanzar por el camino que conduce a la Vida plena: “vete, y no
peques más” (Jn 8,11).
Una
vez más la Palabra de Dios nos invita a comprender que «Dios no quiere la
muerte del pecador, sino que se
convierta y viva» (cf. Ez 33,11). Para esto el Padre ha enviado a su Hijo:
Él cargó sobre sí nuestros pecados, «llevándolos en su cuerpo hasta el madero,
para que muertos al pecado, vivamos una vida santa» (1Pe 2,24). Acudamos
humildes al Señor de la Misericordia para pedirle perdón, luchemos decididamente
para no recaer en los pecados y recemos con perseverancia y confianza para
encontrar en el Señor la fuerza para levantarnos.
San
Agustín comentando este pasaje, dice: «Jesús miró a esta mujer que se
había quedado sola después de haberse marchado todos. Hemos escuchado la voz de
la justicia, ¡escuchemos ahora también la de la bondad!... Esta mujer esperaba
el castigo de aquel que estaba libre de pecado. Pero él, que había rechazado
con la justicia a sus enemigos, mirándola a ella con ojos de misericordia la
interroga: “¿Ninguno de ellos se ha atrevido a condenarte? Ella responde:
“Ninguno, Señor. Entonces Jesús añadió: Tampoco yo te condeno. Puedes irte y no
vuelvas a pecar” (Jn 8,10-11)»… ¿Qué es esto, Señor? ¿Fomentas los
pecados? No, en verdad. Véase lo que sigue: “Vete, y deja de pecar”. El Señor
condenó el pecado, no al pecador. Porque si hubiese sido fomentador del pecado,
hubiese dicho: “Vete, y vive como quieras; estate segura que yo te libraré; yo
te libraré del castigo y del infierno, aun cuando peques mucho”. Pero no dijo
esto. Fíjense los que desean la mansedumbre en el Señor, y teman la fuerza de
la verdad, porque el Señor es dulce y recto a la vez (Sal 24,8)…El Señor
es bueno, el Señor es lento a la cólera, el Señor es misericordioso, pero el
Señor es justo y el Señor es la misma verdad (Sal 85,15). Él te concede un
tiempo para corregirte mientras que tú prefieres aprovecharte de esta demora en
lugar de convertirte. Fuiste malo ayer, sé bueno hoy. ¡Has pasado el día
haciendo el mal, mañana cambia de conducta! Éste es el sentido de las palabras
que Jesús dirige a esta mujer: “Yo tampoco te condeno; pero, libre del pasado,
ten cuidado en el futuro. ¡Observa lo que mando para recibir lo que prometo!”.
No
está de más recordar lo que enseña el Catecismo acerca del adulterio: n° 2380: ‘Esta
palabra designa la infidelidad conyugal. Cuando un hombre y una mujer, de los
cuales al menos uno está casado, establecen una relación sexual, aunque
ocasional, cometen un adulterio. Cristo condena incluso el deseo del adulterio.
El sexto mandamiento y el Nuevo Testamento prohíben absolutamente el adulterio.
Los profetas denuncian su gravedad; ven en el adulterio la imagen del pecado de
idolatría’.
2381: ‘El adulterio es una injusticia.
El que lo comete falta a sus compromisos. Lesiona el signo de la Alianza que es
el vínculo matrimonial. Quebranta el derecho del otro cónyuge y atenta contra el
matrimonio, violando el contrato que le da origen. Compromete el bien de la
generación humana y de los hijos, que necesitan la unión estable de los padres’.
2384: ‘Si el marido, tras haberse
separado de su mujer, se une a otra mujer, es adúltero, porque hace cometer un
adulterio a esta mujer; y la mujer que habita con él es adúltera, porque ha atraído
a sí al marido de otra’.
Para
subsanar nuestras caídas y volver a la comunión con Dios y los hermanos,
“Jesucristo instituyó el sacramento de la Reconciliación en favor de los
miembros pecadores de su Iglesia, ante todo para los que, después del Bautismo,
hayan caído en el pecado grave y así hayan perdido la gracia bautismal y
lesionado la comunión eclesial. El sacramento de la Penitencia ofrece a éstos
una nueva posibilidad de convertirse y de recuperar la gracia de la
justificación. Los Padres de la Iglesia presentan este sacramento como la
segunda tabla (de salvación) después del naufragio que es la pérdida de la
gracia” (1446). Por tanto, “no hay falta alguna, por grave que sea, que la
Iglesia no pueda perdonar. Cristo, que ha muerto por todos los hombres, quiere
que, en su Iglesia, estén siempre abiertas las puertas del perdón a cualquiera
que vuelva del pecado” (982).
Si
esto es así, podemos decir con san Pablo: “Todo lo estimo pérdida comparado con
la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor. Por él lo perdí todo,
y todo lo estimo basura con tal de ganar a Cristo y vivir en él, no con mi
justicia, la de la Ley, sino con la que viene de la fe en Cristo, la justicia
que viene de Dios y se apoya en la fe…Sólo busco una cosa: olvidándome de lo
que queda atrás y lanzándome hacia lo que está por delante, corro hacia la
meta, para ganar el premio, al que Dios desde arriba llama en Cristo Jesús” (Flp
3,8-9.13-14).
Por
tanto, queridos hijos y hermanos, de la escueta escena del Evangelio que acabamos
de escuchar saquemos algunas conclusiones:
*De
la mediación de Jesús dependen las vidas de cada uno de nosotros.
*Él
conoce lo que hay en el corazón de cada persona; quiere destruir el pecado;
salvar al pecador y desenmascarar la hipocresía que camuflamos de mil maneras.
*Jesucristo
es la Justicia en persona y abre nuestras conciencias a una justicia mayor: la
del Amor, con la que salvó a Saulo de Tarso, transformándolo en san Pablo.
*Dios
sólo busca nuestro bien y la vida; se ocupa de nosotros para que, liberados por
el sacramento de la Reconciliación, ninguno se pierda, sino que goce de su
Misericordia.
*Imitemos
a Jesús que no juzga ni condena al prójimo.
*No
trancemos con el pecado, comenzando con el propio. Pero seamos indulgentes y
pacientes con las debilidades de las personas que nos rodean.
Que
nos ayude y acompañe nuestra querida Virgen del Valle, Madre de los pobres
pecadores, auténtica mediadora de gracia para todo pecador arrepentido. ¡Así sea!