“Esta celebración es un
motivo de alegría y de esperanza para nuestra Iglesia, que se consuela al
constatar que todavía hay tierra buena donde la semilla de la vocación al
sacerdocio es acogida y va dando sus frutos”, dijo Mons. Urbanc.
En la noche del viernes 23
de marzo, el Obispo Diocesano, Mons. Luis Urbanc, ordenó diácono a Gabriel
Rodrigo Cayetano Lencina, durante una ceremonia concelebrada por numerosos sacerdotes
del clero catamarqueño y del Seminario Arquidiocesano de Tucumán, donde el
joven realizó su etapa de formación.
Una gran cantidad de fieles,
entre ellos familiares y amigos, colmó la Catedral Basílica y Santuario de
Nuestra Señora del Valle, para participar de este importante acontecimiento
para la Iglesia diocesana.
En el inicio de la
celebración se leyó el decreto que dispone la realización de la ordenación
diaconal.
Durante su homilía, Mons.
Urbanc agradeció a los papás de Cayetano “por haber acogido la responsabilidad
de educarlo y de darlo al servicio de Dios y los hombres a través de la
vocación sacerdotal”. También hizo lo propio con “el Seminario de Tucumán por
estos ocho años de acompañamiento en la configuración de Cayetano con Cristo
Servidor y Sacerdote Eterno”, y con “las
comunidades parroquiales a las que ha pertenecido Cayetano y en las que
colaboró a lo largo de estos años, ya que han sido un puntal importante en su
proceso formativo y motivación para seguir adelante hasta esta entrega de hoy y
las por venir. Agradezco a tantos ancianos, enfermos, niños, jóvenes, adultos y
sacerdotes que pusieron su granito de arena y que sólo Dios conoce. Gracias”.
En otro tramo de su
reflexión expresó que “esta celebración es un motivo de alegría y de
esperanza
para nuestra Iglesia, que se consuela al constatar que, pese a las
circunstancias adversas, hay todavía tierra buena donde la semilla de la
vocación al sacerdocio es acogida y va dando sus frutos”.
Dirigiéndose a Cayetano
manifestó: “Como diácono te pones al servicio incondicional de Jesús, para ser
‘sal de la tierra y luz del mundo’. El diácono está llamado a servir a Cristo
y, en él, a su Iglesia y a los hermanos… La gracia divina, que recibirás con el
sacramento, te hará posible esta entrega total y dedicación plena a los otros
por amor de Cristo; y además te ayudará a buscarla con todas tus fuerzas. Éste
será el mejor modo de prepararte para recibir la ordenación sacerdotal: servir
con generosidad y desinterés, sólo por amor”.
Tras la predicación, inició el
rito de la ordenación diaconal en el que Cayetano expresó la voluntad de
recibir este Sacramento. La asamblea pidió a Dios que derrame sus dones sobre
el elegido para el ministerio del diaconado, quien se postró mientras se cantaban
las letanías.
A continuación, el Obispo le
impuso las manos elevando la plegaria de Ordenación y los padrinos le colocaron
la estola según el modo diaconal y lo revistieron con la dalmática. Ya con sus
vestiduras diaconales, se acercó al Obispo, se puso de rodillas y recibió el
libro de los Evangelios.
El Pastor Diocesano le dio
el abrazo de paz a Cayetano, para manifestar su alegría al recibirlo como diácono.
Al término de la Santa Misa,
el flamante diácono recibió el saludo afectuoso y agradecido de los fieles.
TEXTO
COMPLETO DE LA HOMILÍA
Queridos
hermanos en el Señor, y muy apreciado Cayetano:
Bienvenidos
a esta gozosa celebración de toda la Iglesia diocesana de Catamarca. Tengan por
cierto que nos implica a todos; por eso, antes que nada, quiero agradecer a los
papás de Cayetano por haber acogido la responsabilidad de educarlo y de darlo
al servicio de Dios y los hombres a través de la vocación sacerdotal. El Señor
les otorgue la gracia de crecer en la santidad matrimonial, de ver que su
familia crece en fe y amor, y que siempre estén unidos y en paz.
Agradezco
al seminario de Tucumán en la persona del p. Carlos Torres por estos ocho años
de acompañamiento en la configuración de Cayetano con Cristo Servidor y
Sacerdote Eterno. Agradezco a las comunidades parroquiales a las que ha
pertenecido Cayetano y en las que colaboró a lo largo de estos años, ya que han
sido un puntal importante en su proceso formativo y motivación para seguir
adelante hasta esta entrega de hoy y las por venir. Agradezco a tantos
ancianos, enfermos, niños, jóvenes, adultos y sacerdotes que pusieron su granito
de arena y que sólo Dios conoce. Gracias.
Querido
Cayetano, dentro de unos minutos vas a ser llamado por la Iglesia para recibir
el diaconado en tu camino hacia el sacerdocio ministerial. Bien sabes que en tu
proceso vocacional no hay nada excepcional, salvo una cosa: la presencia del
amor del Señor en tu vida que comenzó el día de tu bautismo, cuya vivencia te
permitió reconocer que lo más importante en tu vida es seguir a Jesucristo. Sí,
queridos hermanos: quien descubre que el Señor se ha fijado en Él, quien lo
escucha y lo sigue, encuentra en su seguimiento la razón de su existencia, que
sólo puede generar una gran alegría. Lo peor que nos puede ocurrir como Iglesia
y como presbiterio es caer en la incapacidad de alegrarnos por el bien, la
indiferencia ante los continuos dones del Señor en medio de nuestra Iglesia.
Sí,
esta celebración es un motivo de alegría y de esperanza para nuestra Iglesia,
que se consuela hoy al ver que Dios sigue llamando y nos sigue enviando
vocaciones, no obstante la enorme penuria vocacional que
hay entre nosotros;
nuestra Iglesia se consuela al constatar que, pese a las circunstancias
adversas, hay todavía tierra buena donde la semilla de la vocación al
sacerdocio es acogida y va dando sus frutos; nuestra Iglesia se consuela y se
alegra al ver que, gracias al don de Dios y su acogida generosa, sigue
creciendo en su vitalidad, se refuerza en su fidelidad y se dilata en su
capacidad de servir.
Cayetano,
tu ordenación como diácono, que corresponde al tercer grado del orden sagrado,
es una ocasión propicia para recordárnoslo que enseña el Concilio Vaticano II
acerca del diaconado: que serás en la Iglesia y en el mundo signo e instrumento
de Cristo, que vino “no para ser servido sino para servir” (Mt 20,28). Por una
marca imborrable, quedarás conformado en tu ser y para siempre diácono,
servidor, a imagen y tras las huellas de Cristo Siervo; la futura ordenación
sacerdotal no borrará esta marca; también como sacerdote deberás seguir siendo
servidor; no te sientas nunca dueño, sino servidor; no ocupes el centro como
ocurre con cierta frecuencia, el centro le corresponde sólo a Jesucristo; con
tu palabra y con tu vida deberás ser para siempre signo de Cristo Siervo,
obediente hasta la muerte y muerte de Cruz para la salvación de todos.
Recibe
el orden del diaconado para servir a todo ser humano como portador de la salvación de Cristo. Para ello
debes descubrir aún más la belleza de la cruz de Cristo, que tan crudamente es
descripta en las lecturas que se acaban de proclamar (Jer 20,10-13 y Jn
10,31-42). El apóstol Pablo afirma que el núcleo de nuestra misión está en
anunciar el misterio del amor de Dios, manifestado en la cruz de Cristo, para
dejarnos transformar por este amor. Frente a todas las doctrinas de salvación,
Pablo sabe que lo único que salva es la cruz de Jesucristo, que ofrece el amor
sanador y salvador de Dios. La cruz es
para Pablo el único sentido de su vida; la cruz lo ha transformado, al igual
que transforma a quien se deja tocar por ella (cf. Gál 2,20; 1Cor 1,23).
Jamás
olvides que Jesucristo no puso límites al propio abajamiento, “sino que se
despojó y se humilló a sí mismo haciéndose obediente hasta la muerte y muerte
de cruz” (Flp 2,7-8) para elevar a los
hombres a la dignidad de hijos de Dios.
Como
diácono te pones al servicio incondicional de Jesús, para ser ‘sal de la tierra
y luz del mundo’ (Mt 5,13-16). Estas palabras involucran a todo discípulo del
Señor, cuánto más, al diácono, que está llamado a servir a Cristo y, en él, a
su Iglesia y a los hermanos, siguiendo los pasos de Cristo Siervo, para dar
sabor al mundo y preservarlo de la corrupción del pecado, y para ser luz que
refleje la Luz, que es Cristo, que ilumina la existencia de las personas. Al
igual que Jesús, ya no te cabe poner condiciones de tiempo, de lugar o de
tarea, sino que has de estar siempre disponible para Dios y para la gente en
total obediencia a la Iglesia y al Obispo. Como Cristo lo hizo, estás
llamado a poner toda tu persona y toda
tu vida –tus capacidades, tus energías, tu tiempo y tus deseos- al servicio de
Cristo, de su Evangelio y de la Iglesia para la salvación del mundo. Todo esto
lo significarás con el rito de la postración, expresando tu completa
disponibilidad para tomar el ministerio y el estilo de vida que se te confía.
En ese yacer por tierra en forma de cruz antes de la ordenación, muestras que
acoges en tu propia vida la cruz de Cristo, que es entrega total por amor. No
se genera vida sin entregar la propia. Amar como Cristo es darse sin escatimar,
hasta desaparecer. El amor entregado genera vida; en cambio, el apego a sí
mismo, lleva a la autodestrucción. Se trata de una verdad que el mundo actual
rechaza y desprecia, porque hace del amor hacia sí mismo el criterio supremo de
la existencia. El discípulo de Cristo no considera su interés personal, su
bienestar o la propia supervivencia; al contrario, sabe que desprenderse de la
propia vida por amor a Cristo y a los hermanos es conservarse para una vida
definitiva y eterna. Ser discípulo de Cristo significa encontrarse con Él, para
dejarse transformar por Él; acoger la luz que de Él procede, para vivir como Él, aun en medio de la
oscuridad, de la hostilidad y de la persecución; quien así vive se encuentra,
como Jesús, en la esfera del Espíritu, en el hogar del Padre, y es sal de la
tierra y luz del mundo. Recuerda lo que acabamos de oír en el pasaje del
Evangelio (Jn 10,37-38), que nos da la pauta que los demás aceptarán nuestras
enseñanzas, en la medida que nuestro obrar sea coherente y creíble.
La
gracia divina, que recibirás con el sacramento, te hará posible esta entrega
total y dedicación plena a los otros por amor de Cristo; y además te ayudará a
buscarla con todas tus fuerzas. Éste será el mejor modo de prepararte para
recibir la ordenación sacerdotal: servir con generosidad y desinterés, sólo por
amor. Hoy, todos nosotros pediremos al Señor la gracia que te ayude a
transformarte en fiel espejo de su caridad, hecha servicio.
Al
ser ordenado diácono serás consagrado y enviado para ejercitar un triple
servicio: él de la Palabra, él de la Eucaristía y él de la caridad.
Al
depositar en tus manos el Evangeliario, te diré: “Recibe el Evangelio de
Cristo, del cual has sido constituido mensajero: cree lo que lees, enseña lo
que crees y practica lo que enseñas”. No olvides que una de las tareas más
urgentes es el de la diaconía a la Verdad que brota de la Palabra de Dios y que
debe ser anunciada a todo hombre, al matrimonio, a la familia, a la sociedad, a
la cultura, a la economía, a la política, a la ciencia, al trabajo, etc.
Como
diácono serás también el primer colaborador del Obispo y del Sacerdote en la
celebración de la Eucaristía, el gran “misterio de la fe”. También tendrás el
honor y el gozo de distribuir habitualmente el Cuerpo y la Sangre de Jesús para
que lo reciban y se alimenten los fieles. Trata siempre los santos misterios
con íntima adoración, con recogimiento exterior y con devoción de espíritu, que
sean expresión de un alma que cree y que es consciente de la alta dignidad de
su tarea.
Y
de modo particular, se te confía el ministerio de la caridad, que se encuentra
en el origen de la institución del orden de los diáconos. Si la Eucaristía es
ciertamente el centro de nuestra vida, ésta no sólo nos lleva al encuentro de
comunión con Cristo, sino que también nos
lleva y da la fuerza para el encuentro de comunión con los hermanos.
Atender a las necesidades de los otros, tener en cuenta las penas y
sufrimientos de los hermanos, ser capaces de entregarse en bien del prójimo:
estos son los signos distintivos del discípulo del Señor, que se alimenta con
el Pan Eucarístico. Así “romperá la luz como la aurora”, cuando partas “el pan
con el hambriento”, hospedes “a los pobres sin techo”, vistas “al que ves
desnudo” y no te cierres en tu propia carne” (Is 58,7-8).
En
fin, queridos hermanos, dentro de un momento suplicaré al Señor para que
derrame el Espíritu Santo sobre este elegido suyo y lo “fortalezca con los
siete dones de su gracia, de manera que cumpla fielmente la obra del
ministerio”. Unámonos todos en esta oración para que Cayetano obtenga esta
nueva efusión del Espíritu Santo. Y oremos a Dios Padre, fuente y origen de
todo don, que descubra en los y las jóvenes la belleza del llamado de Cristo a
seguirlo más de cerca, para estar con Él y para darlo a conocer a tantos hombres
que aún no tienen noticia de que Dios los ama y los quiere hacer partícipes de su Vida y su Plenitud. A
Él se lo pedimos, unidos a María, por Jesucristo Nuestro Señor. Amén.