Mons.
Urbanc: “Dios nos habla y nos escucha con
amor y nos indica el camino a seguir”
Ayer, en horas de la mañana,
en el Altar Mayor de la Catedral Basílica de Nuestra Señora del Valle, el
Obispo Diocesano, Mons. Luis Urbanc, presidió la Solemne Misa Pontifical,
principal celebración eucarística de la jornada. La misma fue concelebrada por
el Vicario General de la Diócesis, Pbro. Julio Quiroga del Pino, el Rector del
Santuario y Catedral Basílica, Pbro. José Antonio Díaz, y sacerdotes del clero
de Capital y del Interior de la Diócesis.
En el tercer domingo de
Pascua, una gran cantidad de fieles y peregrinos se reunió para honrar a la
Madre del Valle, en el marco del Año Universal de la Fe y Año Diocesano de los
Jóvenes.
Durante
su homilía, el Señor Obispo se refirió a las lecturas del día y se centró en el
Evangelio, que “nos presenta a Jesús que continúa apareciendo resucitado a sus
discípulos. Estos estaban en sus tareas que habitualmente realizaban antes de
conocerlo. Si no fueran los apóstoles del Señor, se podría decir que santifican
su vida con el trabajo diario. Pero, en este caso, ellos habían sido elegidos,
no para pescar peces con sus redes, sino para pescar hombres con su predicación”.
TEXTO
COMPLETO DE LA HOMILÍA
Queridos
Devotos y Peregrinos:
En este tercer domingo de Pascua nos hemos
reunido para honrar a nuestra bendita Madre del Valle, con esta solemne
Eucaristía, en el marco del Año universal de la Fe y Año diocesano de los
Jóvenes. Bienvenidos a esta catedral basílica y Santuario de todos los hijos de
la Madre de Dios.
A lo largo del septenario nos
propusimos meditar sobre la Fe en estrecha relación con el misterio de la
Resurrección de Jesucristo. Hemos vuelto una y otra vez sobre el fundamento de
la fe cristiana; de un modo particular hemos procurado que esta fe pascual
llegue a nuestros jóvenes, que perciban este inapreciable don para la gente y
que encuentren la conexión entre la fe, la esperanza y la caridad, trípode
sobre el cual de edifica la vida cristiana. Que se conecten a Cristo y
compartan su fe.
La súplica que la Iglesia eleva en
este día a Dios Padre, por medio de Jesucristo, es que nos alegremos siempre
por la nueva vida recibida, a fin de que aguardemos con gozo y esperanza el día
de la resurrección final.
Todo gira en torno a este hecho
impensable para la criatura humana como es la resurrección, cuyo fundamento
histórico y meta-histórico es la Resurrección de Jesús.
La certeza de la resurrección del
Señor capacita a los apóstoles a poder enrostrar a las autoridades religiosas
la responsabilidad de la muerte de Cristo y a invitarlos a la conversión, es
decir, a aceptar que Jesús de Nazaret es el Mesías anunciado y esperado.
Esta verdad les da el valor para hablar con
total libertad frente a aquellos que los amenazan, maltratan, contradicen y
persiguen cruelmente: “Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres” (Hch
5,29). ¡Cuánto nos toca aprender de ellos! ¡Cómo necesita el mundo que demos
razones de nuestra esperanza a quienes nos lo pidan! (1 Pe 3,15).
“Nosotros somos testigos de estas cosas,
nosotros y el Espíritu Santo que Dios ha enviado a los que le obedecen" (Hch
5,32), esta es la convicción que ha plasmado en ellos el Resucitado, al que no
pueden traicionar nunca más. Si antes fueron cobardes, ahora esto no cabe en
sus vidas. El dar testimonio de Cristo vencedor de la muerte y del pecado es
una fuerza incontenible que les sale por todos lados, más aún, su realización
personal pasa por el compartir esta alegría a todos y no parar hasta que todos
gocen de ella y trabajen por los cielos nuevos y tierra nueva: la fraternidad
universal.
Para los apóstoles es una dicha poder sufrir
como Jesús y por Él para incoar el Reinado de Dios en el mundo humano. La fe
los impulsa a la solidaridad y a la comunión.
El vidente del Apocalipsis contempla al
‘Cordero inmolado que ha recibido el poder, la riqueza, la sabiduría, la
fuerza, el honor, la gloria y la alabanza’ (Ap 5,12) y lo adoran todos los
seres vivientes, tanto celestiales como terrenales, lo que sintoniza con la
misión dada por Jesús a los apóstoles y a todos los que le pertenecen por el
bautismo.
El texto del evangelio (Jn 21,1-19) nos
presenta a Jesús que continúa apareciendo resucitado a sus discípulos. Estos
estaban en sus tareas que habitualmente realizaban antes de conocerlo. Si no
fueran los apóstoles del Señor, se podría decir que santifican su vida con el
trabajo diario. Pero, en este caso, ellos habían sido elegidos, no para pescar
peces con sus redes, sino para pescar hombres con su predicación.
Desde el punto de vista espiritual, estos
hombres corren peligro de un retroceso. Los grandes pescadores de hombres,
todavía no comprenden a qué han sido llamados. Y cuando llega el momento de
trabajar con ganas, con fuerza, para la conversión de todo el mundo, ellos
deciden refugiarse en las mismas cosas que hacían cuando aún no habían conocido
al Señor. Así somos los seres humanos: débiles y con pocas ganas de jugarnos
por lo que creemos. Son las famosas recaídas. Salimos de un retiro queriendo
cambiar nuestra vida y la del mundo; y, sin embargo, nada de eso sucede, porque
volvemos a nuestros vicios de antes que hayamos conocido al Señor, porque
pareciera más fácil y sabroso recaer que mantenerse de pie en los contratiempos.
El ‘discípulo amado’ reconoce, junto a los otros apóstoles, que son duros para
el cambio y relata lleno de emoción que Jesús vuelve a empezar.
Lo paradójico es que ellos ya habían visto al
resucitado y sin embargo no pueden con su genio. A pesar de haberlo visto vivo,
deciden volver a lo de antes. Como si todo lo que Jesús dijo, no valiera para
nada, o fuera algo que ya no está, que se perdió. A nosotros también nos pasa
eso, no sólo con Jesús, sino con las demás personas. Preferimos la seguridad de
nuestros ritos y costumbres a la novedad de la buena noticia. Y, aunque
llevemos años de apostolado en la parroquia, no terminamos de convertirnos en
lo que Jesús nos invita a ser.
Jesús les hace tomar conciencia de su
vocación, los vuelve al estado en el cual fueron llamados y elegidos para la
gran tarea. Esta llamada es irrevocable y, a pesar de que nosotros también, no
pocas veces, hayamos vuelto a nuestras lanchas de pesca, Él nos sigue llamando
y nos propone compartir su tarea, su misión.
A pesar de que Pedro negó conocer a Jesús,
éste no le echa en cara nada; sólo le pregunta sobre su amor, y Pedro le
responde: “Sí, Señor, tú sabes que te quiero” (Jn 21,17).
Tanto Jesús como los discípulos saben lo que
hay en el corazón de cada uno, se reconocen a primera vista. Jesús sabe quiénes
son ellos y los discípulos saben quién es Él.
Durante su ministerio en Galilea, Jesús le anunció
a Pedro que de humilde pescador lo convertiría en pescador de hombres; pero,
cuando lo encuentra por última vez le dará el toque definitivo: de pescador de
hombres Jesús lo constituirá en Pastor de sus ovejas. El Señor sabe que a Pedro
le iba a ser difícil superar sus regresiones si continuaba viéndose como
pescador de hombres. Por eso, corta de raíz esta incapacidad sacándolo del agua
y llevándolo a tierra firme y poniéndole un cayado en la mano. También a
nosotros nos pasa que Dios nos habla y nos escucha con amor y, con métodos a
veces drásticos, nos indica el camino a seguir. En pocas palabras nos dice: no
vuelvas atrás, sé tú mismo, cumple tu misión. Y con san Juan de la Cruz nos
diría “en la tarde de tu vida te examinaré en el amor”,… y espero que apruebes.