Hoy, 1 de noviembre,
celebramos la Solemnidad de todos los Santos. Mañana conmemoraremos a los
fieles difuntos.
Entre los santos contamos a
todos los que están con Jesús en el cielo. Hayan sido o no canonizados por la
Iglesia; sean personas cuya vida fue pasada por el tamiz de un proceso
canónico, sean personas desconocidas que labraron su perfección en una humildad
y un silencio conocidos sólo por Dios.
Según el Apocalipsis, se
trata de una multitud inmensa, imposible de contar, procedente de toda nación,
raza, pueblo y lengua (7, 9).
En esa multitud, ninguno es
anónimo para Dios y ninguno es indiferente para nosotros. Porque los santos del
cielo, por estar más íntimamente unidos a Cristo, consolidan más eficazmente a
toda la Iglesia en la santidad; ennoblecen el culto que ella ofrece a Dios aquí
en la tierra; contribuyen de múltiples maneras a su más dilatada edificación;
no cesan de interceder por, con y en Cristo a favor nuestro ante el Padre;
contribuyen a remediar nuestra debilidad con su fraterna solicitud; nos
impulsan a buscar la ciudad futura; nos enseñan el camino hacia la santidad;
nos manifiestan al vivo la presencia y el rostro de Dios; son palabras de Dios
plasmadas en vida personales; nos ofrecen continuamente un signo del reino de
los cielos; son testigos para todos de la verdad del Evangelio; nos unen más
íntimamente con Cristo.
Por eso, la Iglesia peregrina
profesa a los santos especial veneración, implora el auxilio de su intercesión,
los contempla como preclaros ejemplos de vida cristiana, se siente más
vigorizada por ellos para el ejercicio de la caridad fraterna y les ofrece un
genuino testimonio de amor cristiano.
Día
de los fieles difuntos
Los “fieles difuntos”, a
quienes conmemoraremos el 2 de noviembre, son aquellas personas que han
terminado su peregrinación por este mundo y han muerto en el Señor; son
“fieles” porque han perseverado con el Señor hasta el fin de la existencia terrenal
y también porque aún tienen fe en Él, ya que todavía no gozan de la visión cara
a cara de Dios.
Estos hermanos, al morir,
perseveraban en el amor al Señor, pero no estaban perfectamente justificados
según la justicia de Dios con la cual nos hace justos; es decir, aquella
justicia con la cual somos renovados en el espíritu de nuestra mente, nos
llamamos y somos verdaderamente justos, y participamos de la justicia según la
medida que el Espíritu Santo distribuye a cada uno según quiere (1 Cor 12, 11) y
según la propia disposición y cooperación de cada uno.
Salvo las personas
canonizadas por la Iglesia, no tenemos certeza del destino final de las
personas que ya murieron. Por eso, tanto entre los santos como entre los fieles
difuntos pueden contarse también nuestros seres queridos que ya pasaron a la
eternidad; razón por la cual estas celebraciones debieran ser expresión genuina
de nuestro piadoso y prolongado amor por quienes hemos amado cuando vivían en
este mundo.
A los santos los alabamos,
los imitamos y les suplicamos. Por los fieles difuntos oramos.
Para lo último nos ayudan
sobremanera algunos textos de las Escrituras, en los que leemos que es un
pensamiento santo y piadoso orar y ofrecer sacrificios por los muertos (cf 2
Mac 12, 43ss); que las almas de los justos están en paz en las manos de Dios y
no les alcanzará ningún tormento (cf Sab 3, 1); que los fieles al Señor no
perecerán jamás y nadie los arrebatará de las manos de Jesús (cf Jn 10, 28-29);
y que no hemos de entristecernos por los difuntos, como lo hacen las personas
que no tienen esperanza, porque si creemos que Jesús murió y resucitó, así
también Dios llevará consigo a quienes murieron en Jesús (cf 1 Tes 4, 13-14).
Alentados y consolados por
estas palabras, celebremos hoy a los santos y recemos en paz mañana por los
fieles difuntos.