El domingo 30
de noviembre, durante la misa de las 21.00, rindieron homenaje a la Madre del
Valle los representantes de los pueblos originarios e inmigrantes presentes en
nuestra Diócesis. La celebración eucarística, correspondiente al segundo día
del novenario, fue presidida por el Obispo Diocesano, Mons. Luis Urbanc, y
concelebrada por el P. Lucas Segura, Capellán del Santuario Mariano.
Participaron
miembros de las colectividades española, italiana, Irlandesa, paraguaya,
peruana, colombiana, entre otras, algunas de las cuales lo hicieron con las
banderas sus países de origen. También leyeron la Palabra de Dios y acercaron
las ofrendas hasta el altar.
Durante su homilía, Mons. Urbanc se refirió al
tiempo de Adviento, que nos prepara para la Navidad, invitando a todos “a que
esperemos a Jesús como María, y con Ella”. Para ello tomó a María como Modelo
del que recibe la Palabra de Dios en su vida, contemplando algún aspecto de su
respuesta al Señor. “Para poder escuchar -dijo-, María tenía su corazón en
silencio,
acallados todos los ruidos interiores, porque el silencio es la
condición necesaria para que la Palabra pronunciada por Dios se deposite y
germine en el corazón del que escucha. El silencio supone una pausa, un cesar y
un esperar un nuevo comienzo que reproduce el acto creador”.
Ahondando en este aspecto, expresó que “el silencio
no es sólo ausencia de ruido, sino más bien una decisión, una activa renuncia a
cualquier otra voz para poder concentrarse en la Palabra que viene de Dios. No
hay auténtico silencio interior si el corazón está ocupado por un cúmulo de
ansias y señores que reclaman y mandan”.
TEXTO COMPLETO DE LA HOMILIA
Queridos Devotos y Peregrinos:
En este segundo día de la novena en honor a
nuestra amada Virgen del Valle se nos propone fijar la atención en el mensaje
propio del tiempo de Adviento que estamos iniciando: ‘Estemos despiertos y
prevenidos’ porque desconocemos el cómo, el dónde y el cuándo llegará el dueño
de casa, es decir, la segunda y definitiva venida de Cristo, con poder y
gloria, para juzgar a vivos y muertos. Ojalá que la pedagogía del Adviento nos
eduque al punto de poder llegar a exclamar como el santo Cura de Ars: “¡mi
único deseo es amar a Jesús hasta el último suspiro de mi vida!”.
Hoy
rinden su homenaje a la Virgen del Valle, representantes de los pueblos
originarios y de inmigrantes presentes en nuestra Diócesis. A todos les doy mi
cordial bienvenida a esta celebración. Que el Señor los bendiga.
Los
invito a todos a que esperemos a Jesús como María, y con Ella.
Es
sumamente consolador cómo la Liturgia del Adviento, sobre todo, en los dos
últimos domingos nos presentará a la Virgen embarazada que espera dar a luz, al
que será Luz de las naciones y Paz para el mundo.
Ya
lo decía el beato Pablo VI en su encíclica Marialis cultus, n° 4: “los fieles
que viven con la liturgia el espíritu del Adviento, al considerar el inefable
amor con que la Virgen Madre esperó al Hijo, se sentirán animados a tomarla
como modelo y a prepararse, vigilantes en la oración y jubilosos en la alabanza,
para salir al encuentro del Salvador que viene”.
Por ello vamos a tomar a María como Modelo del que recibe la Palabra de Dios en
su vida, contemplando algún aspecto de su respuesta al Señor.
Para poder
escuchar, María tenía su corazón en silencio, acallados todos los ruidos
interiores, porque el silencio es la condición necesaria para que la Palabra
pronunciada por Dios se deposite y germine en el corazón del que escucha. El
silencio supone una pausa, un cesar y un esperar un nuevo comienzo que
reproduce el acto creador.
El autor
bíblico dice: “Cuando un silencio apacible envolvía todas las cosas, y la noche
había llegado a la mitad de su rápida carrera, tu Palabra omnipotente se lanzó
desde el cielo, desde el trono real...” (cf. Sab 18,14-15).
El silencio no
es sólo ausencia de ruido, sino más bien una decisión, una activa renuncia a
cualquier otra voz para poder concentrarse en la Palabra que viene de Dios. No
hay auténtico silencio interior si el corazón está ocupado por un cúmulo de
ansias y señores que reclaman y mandan.
Al mismo tiempo
es necesario que el silencio interior adquiera una dimensión espacial: la
soledad. En el desierto, lugar silencioso y solitario por excelencia, comienza
la proclamación de la Palabra de Jesús (cf. Mc 1,3.4.12-13). En esta soledad y
silencio Dios nos habla y allí puede ser escuchada la Palabra amorosa de Dios (cf.
Os 2,16).
Solamente si
nos decidimos a habitar el propio corazón, en soledad y silencio, podremos
acoger la Palabra de Dios.
Así, creo, que
estaba la Virgen María antes de la Anunciación del Ángel: habitando su corazón
silencioso y solitario, expectante, atenta y en gran paz.
Así deberá estar nuestro corazón para recibir la
visita de la Palabra de Dios.
Justamente en
nuestro interior, en nuestro propio corazón, es donde ha sido sembrada la
semilla de la Palabra, y es aquí donde debemos buscar a Dios y donde podremos
encontrarlo.
Como ejemplo
oigamos el testimonio de san Agustín: "¡Tarde te amé, hermosura tan
antigua y tan nueva, tarde te amé!... He aquí que tú estabas dentro de mí y yo
fuera, y por fuera te buscaba; y deforme como era, me lanzaba sobre estas cosas
hermosas que tú creaste. Tú estabas conmigo, pero yo no contigo. Reteníanme lejos
de ti aquellas cosas que, si no estuviesen en ti, no existirían… Llamaste y
clamaste, y rompiste mi sordera; brillaste y resplandeciste, y sanaste mi
ceguera; exhalaste tu perfume y respiré, y suspiro por ti; gusté de ti, y
siento hambre y sed de ti; me tocaste, y me abracé en tu paz" (Confesiones
L. X, 38).
Los invito
ahora a poner nuestra atención en dos imperativos que escuchamos en el
evangelio (Mc 13,33-37): ‘Velen’ y ‘estén prevenidos’.
¿Qué es ‘velar’? Es permanecer
despiertos como dice San Pablo: “no nos durmamos como hacen los otros:
permanezcamos despiertos y seamos sobrios..., revistámonos con la coraza de la
fe y del amor, y cubrámonos con el casco de la esperanza de la salvación” (1
Tes 5,6-8); “velar” es, pues, practicar infatigablemente las virtudes, sobre
todo las teologales de la fe, la esperanza y la caridad, que nos hacen buenos y
hacen buenas nuestras obras.
‘Velar’ es también practicar la
penitencia, siempre necesaria porque siempre pecamos, ya que, como dice el
profeta Oseas, en el mundo “no hay fidelidad, ni amor, ni conocimiento de
Dios..., sino sólo perjurio y engaño, asesinato y robo, adulterio y extorsión,
y los crímenes sangrientos se suceden uno tras otro” (4,1-2); o, como dice
Isaías, los hombres somos “rebeldes y renegamos del Señor, dimos la espalda a
nuestro Dios, hablamos de oprimir y traicionar, y urdimos palabras engañosas en
el corazón. Así retrocede el derecho y se mantiene alejada la justicia, porque
la verdad está por el suelo en las calles y la rectitud no tiene acceso. La
verdad está ausente y los que se apartan del mal son despojados” (59,13-15); en
efecto, queridos hermanos, ‘velar’ es practicar la penitencia para que el Señor
nos libere del pecado.
‘Velar’ es cumplir diligentemente con
nuestras obligaciones cotidianas, porque,
según el libro de los Proverbios, “practicar la justicia y el derecho
agrada al Señor más que los sacrificios” (21,3), por lo que San Pablo exhortaba
a los tesalonicenses a apartarse de todo hermano que lleve una vida ociosa y a
trabajar en paz para ganar el pan de
cada día (2 Tes 3,6.12).
‘Velar’ es, en fin, desempeñar con
fidelidad nuestra misión de profetas, porque, según las palabras de Isaías,
“así me ha hablado el Señor: ¡Ve, aposta al centinela, que anuncie lo que
vea!... Entonces gritó el vigía: Sobre la atalaya, Señor, estoy siempre de pie,
todo el día; en mi puesto de guardia, estoy alerta toda la noche... Y si
alguien le grita: Centinela, ¿cuánto queda de la noche? El centinela responde:
Llega la mañana y de nuevo la noche. Si quieren preguntar, pregunten; vengan
otra vez (21,6.8.11-12); ‘velar’ es, pues, permanecer despiertos como un
centinela que, apostado en el mangrullo del mundo y de la Iglesia, discierne
los signos de los tiempos para anunciar a sus hermanos el significado auténtico
de los acontecimientos de la historia.
‘Velen’, dice Jesús, ‘y estén prevenidos’.
¿Cómo nos preparamos? Haciendo lo que nos enseña San Pablo: viviendo en paz
unos con otros, practicando la animación y corrección fraternas, alentando a
los tímidos, sosteniendo a los débiles, siendo pacientes con todos, procurando
que nadie devuelva mal por mal, esforzándonos por hacer siempre el bien a toda
persona, estando siempre alegres en el Señor, orando sin cesar, dando gracias a
Dios en toda ocasión. Esto es lo que Dios quiere de nosotros en Cristo Jesús (cf.
1 Tes 5,13-18).
Pero, ¿para qué nos preparamos? Para
recibir con alegre y confiado corazón a Jesús cuando llegue por segunda vez. Él
es el dueño de la casa de nuestras almas, de nuestras familias, de nuestra
comunidad de nuestra sociedad. Él vendrá con toda certeza a su casa. Y no
sabemos si vendrá “al anochecer, a la medianoche, al canto del gallo o a la
madrugada”.
Para que cuando llegue de repente y no
nos halle durmiendo, hemos de perseverar alertas y vigilantes como el centinela
apostado en su atalaya, revestidos con la coraza de la fe y del amor, y
cubiertos con el casco de la esperanza de la salvación (cf. 1 Tes 5,8).
Queridos hermanos, Jesús nos habló hoy
de su segunda venida al fin de los tiempos y nos exhortó a velar y a
prepararnos.
Que estas palabras de advertencia, que
son también de aliento y esperanza, inauguren el tiempo de Adviento y encaucen
nuestra vida en este sagrado tiempo signado por la penitencia, la expectativa y
la gracia nunca mezquinada a quien confía en el Señor.
¡¡¡Nuestra
Madre del Valle!!! ¡¡¡Ruega por
nosotros!!!