En la Misa Crismal, el Obispo exhortó a los
presbíteros a que “redoblen los esfuerzos por dedicarse más de lleno a
cuidar, guiar y sanar a nuestros niños y adolescentes, presente y futuro de
nuestra sociedad civil y religiosa”.
Durante la noche del martes 15 de abril, la Iglesia
de Catamarca vivió la Misa Crismal, en el transcurso de la cual se realizó la
ceremonia de bendición del Santo Crisma y los óleos para la administración de
los sacramentos. También se concretó la renovación de las promesas
sacerdotales. La Sagrada Eucaristía fue presidida por el Obispo Diocesano,
Mons. Luis Urbanc, y concelebrada por todos los sacerdotes y diáconos de la diócesis
local, en el altar mayor de la Catedral Basílica de Nuestra Señora del Valle.
Durante su homilía, Mons. Urbanc se dirigió
especialmente a sus los sacerdotes, indicando que “nuevamente nos ha congregado el Señor para renovar nuestros corazones
sacerdotales al calor de su infinito amor, del que nos ha constituido en
primeros destinatarios y testigos en
medio de los hombres que Él rescató con su
Pasión, Muerte y Resurrección”.
“En este día
de la bendición de los óleos, cada uno de nosotros recordará agradecido que
somos los ungidos por excelencia para ungir a los creyentes con el óleo de la
alegría, la paz y el amor”, dijo.
También recordó las palabras del Santo Cura de Ars:
“El sacerdote es un don del Corazón de Cristo” y remarcó que es “un don para la
Iglesia y para el mundo. Del corazón del Hijo de Dios, rebosante de caridad,
brotan todos los bienes de la Iglesia, y en modo particular tiene su origen la
vocación de aquellos hombres que, conquistados por el Señor Jesús, dejan todo
para dedicarse enteramente al servicio del pueblo cristiano, bajo el ejemplo
del Buen Pastor. El sacerdote es ese creyente que está plasmado por la misma
caridad de Cristo, que lo llevó a dar la vida por sus amigos y perdonar a sus
enemigos”.
Redoblar los esfuerzos por cuidar a los más pequeños
Asimismo, los animó de un modo particular a que
“redoblen
los esfuerzos por dedicarse más de lleno a cuidar, guiar y sanar a nuestros
niños y adolescentes, presente y futuro de nuestra sociedad civil y religiosa,
en este año dedicado a ellos en el marco de la Misión Diocesana Permanente. Son
muchas las acciones que se han llevado y se llevan a cabo, pero sigamos
animando a todos los ancianos, adultos y jóvenes a entregar lo mejor de
nosotros mismos con generosidad y creatividad, a fin de que nuestros niños y
adolescentes experimenten la presencia amorosa de Dios Padre en sus vidas, y
comprendan la razón de ser de su existencia y peregrinar por este mundo. Ellos
necesitan recibir mucho y genuino amor de parte de nosotros, para que en un
mañana no muy lejano puedan dar amor a sus contemporáneos y, sobre todo, a las
nuevas generaciones de las que serán artífices y responsables”.
En consonancia con su mensaje de Domingo de Ramos, el
Obispo llamó nuevamente a que “nos ocupemos de corazón a atender a tantas
jóvenes embarazadas para que comprendan lo que está sucediendo en ellas y se
aferren más a Dios para poder gestar responsable y
amorosamente la vida que se
les ha confiado. No olvidemos que toda obra termina como se la ha comenzado. Y
la obra de las obras es la crianza y educación de un nuevo ser humano”.
Renovación de
las promesas sacerdotales
Continuando con la celebración eucarística, los
presbíteros renovaron sus promesas sacerdotales, respondiendo
a una sola voz: “Si queremos”, a los pies de la Madre del Valle y ante la gran cantidad de fieles que colmó el templo catedralicio para participar
de esta celebración, que es signo de la unión estrecha de los
presbíteros con su Obispo.
Luego, los
sacerdotes llevaron en procesión los óleos hasta el altar donde el Obispo los
bendijo y seguidamente se preparó el Santo Crisma, que fue consagrado en
compañía de todo el presbiterio.
La palabra
crisma significa unción y
representa al Espíritu Santo. Así se llama al aceite y bálsamo mezclados
que el Obispo consagró en esta misa. Con esos óleos serán ungidos los
nuevos bautizados y se signará a quienes reciben el sacramento de la Confirmación.
También son ungidos los obispos y los sacerdotes en el día de su ordenación.
En esta misa de
gran importancia en la Semana Santa, Mons. Luis Urbanc puso en manos de la
Madre del Valle a sus hermanos sacerdotes, pidiéndole: “Cubre con tu manto de
pureza a nuestros sacerdotes, protégelos, guíalos y mantenlos unidos a tu
corazón”.
Antes de impartir la bendición final, el Obispo hizo
entrega de los óleos bendecidos a cada uno de los párrocos de las 28 parroquias
y de la cuasi-parroquia, creada este año, pertenecientes a la Diócesis de
Catamarca.
TEXTO COMPLETO DE LA HOMILIA
Queridos hermanos Sacerdotes:
Nuevamente nos ha congregado el Señor para
renovar nuestros corazones sacerdotales al calor de su infinito amor, del que
nos ha constituido en primeros destinatarios y testigos en medio de los hombres
que Él rescató con su Pasión, Muerte y Resurrección.
En
este día de la bendición de los óleos, cada uno de nosotros recordará
agradecido que somos los ungidos por excelencia para ungir a los creyentes con
el óleo de la alegría, la paz y el amor.
Así
nos los recuerda la Palabra de Dios que acabamos de escuchar: “El espíritu del
Señor está sobre mí, porque el Señor me ha ungido” para “llevar la buena
noticia a los pobres, para vendar los corazones heridos, para proclamar la
liberación a los cautivos y la libertad a los prisioneros, para proclamar un
año de gracia del Señor, para consolar a todos los que están de duelo, para
cambiar su ceniza por una corona, su ropa de luto por el óleo de la alegría, y
su abatimiento por un canto de alabanza” (Is 61,1-3; Lc 4,18-19).
Pensemos
que si Dios, a través del profeta Isaías, llama a todos los que le son fieles
«Sacerdotes del Señor», «Ministros de nuestro Dios» (Is 61,6), cuánto más esta
designación nos involucra a nosotros que hemos sido llamados desde toda la
eternidad a reproducir la imagen del Sumo y Eterno Sacerdote, Jesucristo, el
Señor.
Y
este Dios que “ama el derecho y detesta lo que se arrebata injustamente” (Is
61,8), si le “somos enteramente fieles, nos retribuirá con una alianza y una
alegría eternas, y todos reconocerán que somos la estirpe bendecida por el
Señor” (cf. Is 61, 7-9).
El
libro del Apocalipsis es contundente al afirmar que “Jesucristo, el Testigo
fiel, el Primero que resucitó de entre los muertos, el Rey de los reyes de la
tierra, nos amó y nos purificó de nuestros pecados, por medio de su sangre, e
hizo de nosotros un Reino sacerdotal para Dios, su Padre” (Ap 1,5-6).
Por tanto, al igual que en el
texto de Lucas, que acabamos de escuchar, podemos concluir que «Hoy se cumplen,
en esta fraternidad presbiteral, en el que toda esta asamblea tiene fijos sus
ojos, estos pasajes de la Escritura» (cf. Lc 4,20-21).
Queridos
hermanos, “el sacerdote es un don del Corazón de Cristo”, como decía el santo
cura de Ars: un don para la Iglesia y para el mundo. Del corazón del Hijo de
Dios, rebosante de caridad, brotan todos los bienes de la Iglesia, y en modo
particular tiene su origen la vocación de aquellos hombres que, conquistados
por el Señor Jesús, dejan todo para dedicarse enteramente al servicio del
pueblo cristiano, bajo el ejemplo del Buen Pastor. El sacerdote es ese creyente
que está plasmado por la misma caridad de Cristo, que lo llevó a dar la vida
por sus amigos y perdonar a sus enemigos.
En
efecto, queridos hermanos sacerdotes, nosotros somos los primeros obreros de la
civilización del amor, como lo han hecho y lo siguen haciendo innumerables
hermanos nuestros a lo largo y ancho de nuestro mundo.
Hemos hecho experiencia de que
«permanecer en su amor» (cf. Jn 15,9) nos impulsa con fuerza hacia la santidad.
Una santidad que no consiste en llevar a cabo acciones extraordinarias, sino en
permitir que Cristo actúe en nosotros y hacer nuestras sus actitudes, sus pensamientos,
sus comportamientos. El valor de la santidad radica en la configuración que
vamos alcanzando con Cristo, en virtud de la acción del Espíritu Santo, que es
quien modela toda nuestra vida.
Los presbíteros hemos sido
consagrados y enviados para hacer actual la misión salvífica del Hijo Divino
encarnado. Nuestra función es indispensable para la Iglesia y para el mundo y
requiere nuestra plena fidelidad a Cristo y nuestra incesante unión con Él.
Así, sirviendo humildemente, somos guías que llevan a la santidad a los fieles
encomendados a nuestro ministerio. De ese modo, se reproduce en nuestra vida el
deseo que expresó Jesús en su oración sacerdotal, después de instituir la
Eucaristía: “Te ruego por ellos; no ruego por el mundo, sino por éstos que Tú me
diste, porque son tuyos… No ruego que los retires del mundo, sino que los
guardes del Maligno… Santifícalos en la verdad… Y por ellos yo me santifico a
mí mismo, para que también ellos sean santificados en la verdad” (cf. Jn 17,
9.15.17.19).
Jesús nos invita a convencernos
que somos hijos y amigos de Dios: «Los llamo amigos, porque todo lo que he oído
a mi Padre se los he dado a conocer. No son ustedes los que me han elegido, soy
yo quien los ha elegido y los ha destinado para que vayan y den fruto y su fruto
permanezca. De modo que todo lo que pidan al Padre en mi nombre, se los
conceda» (Jn 15, 15-16).
La Eucaristía es el Sacramento
que edifica la imagen del Hijo de Dios en nosotros, mientras que la
Reconciliación es lo que nos hace experimentar la fuerza de la misericordia
divina, que libera el alma de los pecados y le hace saborear la belleza de
volver a Dios, verdadero Padre enamorado de cada uno de sus hijos. Por esto,
cada uno de nosotros debe estar convencido de que sólo comportándonos como
hijos de Dios, sin desalentarnos por nuestras caídas, por nuestros pecados,
sintiéndonos y sabiéndonos amados por Él, nuestra vida será nueva, animada por
la serenidad y la alegría. ¡Dios es nuestra fuerza! ¡Dios es nuestra esperanza!
¡Dios es nuestro Todo!
Sí, amados hermanos sacerdotes,
tenemos que ser en el mundo la realidad visible y atrayente de esta presencia
misericordiosa: «Jesús no tiene casa porque su casa es la gente; nuestra misión
es abrir a todos las puertas de Dios, ser la presencia de amor de Dios» (PAPA
FRANCISCO, Audiencia general, 27-3-2013). No nos está permitido enterrar este
maravilloso don sobrenatural, ni distribuirlo sin tener los mismos sentimientos
de Aquél que amó a los pecadores hasta la muerte en Cruz. En este sacramento el
Padre nos ofrece una ocasión única para ser, no sólo espiritualmente, sino
nosotros mismos, con nuestra humanidad, la mano suave que, como el Buen
Samaritano, vierte el aceite que alivia las llagas del alma (cf. Lc 10,34).
De un modo particular, los vuelvo
a animar a que redoblen los esfuerzos por dedicarse más de lleno a cuidar,
guiar y sanar a nuestros niños y adolescentes, presente y futuro de nuestra
sociedad civil y religiosa, en este año dedicado a ellos en el marco de la
‘Misión Diocesana Permanente’. Son muchas las acciones que se han llevando y se
llevan a cabo, pero sigamos animando a todos los ancianos, adultos y jóvenes a
entregar lo mejor de nosotros mismos con generosidad y creatividad, a fin de
que nuestros niños y adolescentes experimenten la presencia amorosa de Dios
Padre en sus vidas y comprendan la razón de ser de su existencia y peregrinar
por este mundo. Ellos necesitan recibir mucho y genuino amor de parte de
nosotros, para que en un mañana no muy lejano puedan dar amor a sus
contemporáneos y, sobre todo, a las nuevas generaciones de las que serán
artífices y responsables. Ocupémonos de corazón a atender a tantas jóvenes
embarazadas para que comprendan lo que está sucediendo en ellas y se aferren
más a Dios para poder gestar responsable y amorosamente la vida que se les ha
confiado. No olvidemos que toda obra termina como se la ha comenzado. Y la obra
de las obras es la crianza y educación de un nuevo ser humano.
Y ahora me dirijo a Ti, Madre del
Valle: “Cubre con tu manto de pureza a nuestros sacerdotes, protégelos, guíalos
y mantenlos unidos a tu corazón. Sigue siendo Madre tierna para todos ellos,
especialmente en momentos de desánimo y soledad. Haz que se mantengan siempre
junto a Jesús. Que su corazón sea puro, que sus mentes estén llenas de la sabiduría
y gloria de tu amado Hijo y que sus labios siempre pronuncien su Palabra. Que
al experimentar tu amor se llenen de alegría, especialmente nuestros sacerdotes
ancianos y enfermos. Recuerda que han dedicado su vida, sus ilusiones y sus
fuerzas al servicio de Dios y de la Iglesia. Bendícelos y guárdalos en una
parte especial de tu corazón de Madre... Danos a todos tus sacerdotes la paz de
tu corazón, la belleza y pureza de tu inmaculado corazón… ¡Consíguenos muchas y
santas vocaciones sacerdotales, religiosas y misioneras! ¡Madre! Que seamos humildes como tú, dóciles
como san José y fieles al Padre como Jesús.
Amén