Camino a la Beatificación

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30 abril 2017

Mons. Urbanc en el homenaje de las familias a la Virgen

“El sacramento del matrimonio no es una convención social, es un don para la santificación de los esposos”
                       
El sábado 29 de abril en la última noche del Septenario, las familias rindieron su homenaje a la Madre del Valle.                       
El templo estuvo repleto de familias y peregrinos en la celebración central, que fue presidida por el Obispo Diocesano, Mons. Luis Urbanc, y fue concelebrada por  varios sacerdotes del clero capitalino, entre ellos el Pbro. Eduardo López Márquez, Delegado Episcopal de la Pastoral Familiar.                       
Durante la Santa Misa, los matrimonios renovaron sus promesas matrimoniales y antes de finalizar se vivió un momento emotivo cuando el Obispo bendijo a las mamás embarazadas e impuso las manos a los padres presentes.
En su extensa y sustanciosa homilía, Mons Urbanc citó al Papa Francisco, quien “asemeja la tarea de la Iglesia, en el ámbito del matrimonio y la familia, a la de un hospital de campaña. La Iglesia sabe que la ruptura del vínculo conyugal va contra la voluntad de Dios, pero también es consciente de la fragilidad de muchos de sus hijos. En su exhortación
‘Amoris Laetitia’ procura alentar a todos para que sean signos de misericordia y cercanía allí donde la vida familiar no se realiza como debiera ser o no se desarrolla con paz y gozo".
También mencionó a San Juan Pablo II, quien afirmaba que “nuestro Dios, en su misterio más íntimo, no es una soledad, sino una familia, puesto que lleva en sí mismo paternidad, filiación y la esencia de la familia que es el amor. Este amor, en la familia divina, es el Espíritu Santo. Por eso, la pareja humana entre un varón y una mujer expresan esta imagen trinitaria de Dios ‘hagamos al ser humano a nuestra imagen y semejanza’, que se plenifica con la llegada de los hijos, que no son propiedad de los padres, sino que tienen por delante su propio camino de vida”, expresó.
El Obispo dijo que “en el horizonte del amor, central en la experiencia cristiana del matrimonio y de la familia, se destaca una virtud, algo ignorada en estos tiempos de relaciones frenéticas y superficiales: la ternura. Con ella podemos dar batalla al individualismo exasperado que desvirtúa los vínculos familiares y acaba por considerar a cada miembro de la familia como una isla. El pequeño núcleo familiar no debería aislarse de la familia ampliada, donde están los padres, los tíos, los primos, e incluso los vecinos”.
En otro tramo de su extensa reflexión, enfatizó que “hay tristes situaciones de violencia familiar que son caldo de cultivo para nuevas formas de agresividad social, pues las relaciones familiares explican la predisposición a una personalidad violenta. No se terminan de erradicar costumbres inaceptables. Destaco la vergonzosa violencia que, con tanta frecuencia, se ejerce sobre las mujeres, el maltrato familiar y distintas formas de esclavitud que no constituyen una muestra de fuerza masculina sino una cobarde degradación”.

El sacramento del matrimonio

Mons. Urbanc manifestó que “el sacramento del matrimonio no es una convención social, un rito vacío o el mero signo externo de un compromiso. El sacramento es un don para la santificación y la salvación de los esposos. El matrimonio es una vocación, la decisión de casarse y de crear una familia debe ser fruto de un discernimiento vocacional”.
Asimismo, afirmó que “si la familia es el santuario de la vida, el lugar donde la vida es engendrada y cuidada, constituye una contradicción lacerante que se convierta en el lugar donde la vida es negada y destrozada. Es tan grande el valor de una vida humana, y es tan inalienable el derecho a la vida del niño inocente que crece en el seno de su madre, que de ningún modo se puede plantear como un derecho sobre el propio cuerpo la posibilidad de tomar decisiones con respecto a esa vida, que es un fin en sí misma y que nunca puede ser un objeto de dominio de otro ser humano. En la vida familiar no puede reinar la lógica del dominio de unos sobre otros, o la competición para ver quién es más inteligente o poderoso, porque esa lógica acaba con el amor. El amor no es sólo un sentimiento, sino sobre todo una maravillosa e inagotable tarea, que tiene su fuente en el hacer el bien”.
También consideró que “debemos alentar a las personas divorciadas que no se han vuelto a casar -que a menudo son testigos de la fidelidad matrimonial- a encontrar en la Eucaristía el alimento que las sostenga en su estado. En cambio, a las personas divorciadas que viven en nueva unión, es importante hacerles saber y sentir que son parte de la Iglesia, que ‘no están excomulgadas’, porque siempre integran la comunión eclesial, y tener caridad para identificar los casos de nulidad. El divorcio es un mal, y es muy preocupante el crecimiento del número de divorcios. Sin duda, nuestra tarea pastoral más importante con respecto a las familias, es fortalecer el amor y ayudar a sanar las heridas”.

TEXTO COMPLETO DE LA HOMILIA
Queridos devotos y peregrinos:
                                      En este último día del septenario se nos propuso contemplar a María como formadora de los discípulos-misioneros.
            Hoy rinden su homenaje a la Virgen del Valle las familias y todos cuantos de una u otra forma trabajan de cerca con las familias: Pastoral Familiar, Movimiento Familiar Cristiano, cuidado de las embarazadas, Grávida, Renacer, Familiares de Víctimas por Accidentes de Tránsito Catamarca, etc. Bienvenidos a esta celebración en el día litúrgico de nuestra celestial Protectora; que la Madre celestial los escuche y socorra en sus necesidades.
            El Papa Francisco asemeja la tarea de la Iglesia, en el ámbito del matrimonio y la familia, a la de un hospital de campaña. La Iglesia sabe que la ruptura del vínculo conyugal va contra la voluntad de Dios, pero también es consciente de la fragilidad de muchos de sus hijos. En su exhortación ‘Amoris Laetitia’, que seguiré de cerca, procura alentar a todos para que sean signos de misericordia y cercanía allí donde la vida familiar no se realiza como debiera ser o no se desarrolla con paz y gozo.
San Juan Pablo II afirmaba que nuestro Dios, en su misterio más íntimo, no es una soledad, sino una familia, puesto que lleva en sí mismo paternidad, filiación y la esencia de la familia que es el amor. Este amor, en la familia divina, es el Espíritu Santo. Por eso, la pareja humana entre un varón y una mujer expresan esta imagen trinitaria de Dios ‘hagamos al ser humano a nuestra imagen y semejanza’ (Gn 1,27), que se plenifica con la llegada de los hijos, que no son propiedad de los padres, sino que tienen por delante su propio camino de vida. De allí que los padres los tienen que cuidar aún más, porque sólo pertenecen a Dios, quien los ha creado y se los confía para que los eduquen en el conocimiento, amor y servicio de Dios. La fecundidad de la pareja humana es imagen viva y eficaz, signo visible del acto creador de Dios, participado a la creatura humana. La pareja que ama y genera la vida es la verdadera escultura viviente, capaz de manifestar al Dios, creador y salvador. De allí que la familia es la escuela de la catequesis de los niños. Jesús muestra que la elección de vida del hijo y su misma vocación cristiana pueden exigir una separación para cumplir con su propia entrega al Reino de Dios. Es más, él mismo a los doce años responde a María y a José que tiene otra misión más alta que cumplir más allá de su familia histórica. Jesús llega al punto de presentar los niños a los adultos casi como maestros, por su confianza simple y espontánea ante los demás: ‘En verdad les digo que si no se convierten y se hacen como niños, no entrarán en el reino de los cielos’ (Mt 18,3).
Jesús conoce las ansias y las tensiones de las familias incorporándolas en sus parábolas: desde los hijos que dejan sus casas para intentar alguna aventura (cf. Lc 15,11-32) hasta los hijos difíciles con comportamientos inexplicables (cf. Mt 21,28-31) o víctimas de la violencia (cf. Mc 12,1-9). Y se interesa incluso por las bodas que corren el riesgo de resultar bochornosas por la ausencia de vino (cf. Jn 2,1-10) o por falta de asistencia de los invitados (cf. Mt 22,1-10), así como conoce la pesadilla por la pérdida de una moneda en una familia pobre (cf. Lc 15,8-10).
En el horizonte del amor, central en la experiencia cristiana del matrimonio y de la familia, se destaca una virtud, algo ignorada en estos tiempos de relaciones frenéticas y superficiales: la ternura. Con ella podemos dar batalla al individualismo exasperado que desvirtúa los vínculos familiares y acaba por considerar a cada miembro de la familia como una isla. El pequeño núcleo familiar no debería aislarse de la familia ampliada, donde están los padres, los tíos, los primos, e incluso los vecinos. La libertad para elegir permite proyectar la propia vida y cultivar lo mejor de uno mismo, pero si no tiene objetivos nobles y disciplina personal, degenera en una incapacidad de donarse generosamente. La familia puede convertirse en un lugar de paso, al que uno acude cuando le parece conveniente para sí mismo, o donde uno va a reclamar derechos, mientras los vínculos quedan abandonados a la precariedad voluble de los deseos y las circunstancias. Muchos no sienten que el mensaje de la Iglesia sobre el matrimonio y la familia haya sido un claro reflejo de la predicación y de las actitudes de Jesús que, al mismo tiempo que proponía un ideal exigente, nunca perdía la cercanía compasiva con los frágiles, como la samaritana o la mujer adúltera. Idealizar el matrimonio excesivamente, sobre todo, cuando no hemos despertado la confianza en la gracia, no ha hecho que el matrimonio sea más deseable y atractivo, sino todo lo contrario. Tenemos que ser humildes y realistas, para reconocer que a veces nuestro modo de presentar las convicciones cristianas, y la forma de tratar a las personas, han ayudado a provocar lo que hoy lamentamos.
El narcisismo vuelve a las personas incapaces de mirar más allá de sí mismas, de sus deseos y necesidades. Pero quien utiliza a los demás tarde o temprano termina siendo utilizado, manipulado y abandonado con la misma lógica. Las personas pasan de una relación afectiva a otra. Creen que el amor, como en las redes sociales, se puede conectar o desconectar a gusto del consumidor e incluso bloquear rápidamente. Las crisis matrimoniales frecuentemente se afrontan de un modo superficial y sin la valentía de la paciencia, del diálogo sincero, del perdón recíproco, de la reconciliación y también del sacrificio.
Las personas con discapacidad son para la familia un don y una oportunidad para crecer en el amor, en la ayuda recíproca y en la unidad. En las sociedades altamente industrializadas la tasa de natalidad disminuye y los ancianos aumentan y corren el riesgo de ser percibidos como un peso.
Hay tristes situaciones de violencia familiar que son caldo de cultivo para nuevas formas de agresividad social, pues las relaciones familiares explican la predisposición a una personalidad violenta. No se terminan de erradicar costumbres inaceptables. Destaco la vergonzosa violencia que, con tanta frecuencia, se ejerce sobre las mujeres, el maltrato familiar y distintas formas de esclavitud que no constituyen una muestra de fuerza masculina sino una cobarde degradación.
Debemos reconocer la gran variedad de situaciones familiares que pueden brindar cierta estabilidad, pero las uniones de hecho o entre personas del mismo sexo no pueden equipararse sin más al matrimonio. Ninguna unión precaria o cerrada a la comunicación de la vida nos asegura el futuro de la sociedad. No hay que ignorar que el sexo biológico y el papel sociocultural del sexo, se pueden distinguir pero no separar. Una cosa es comprender la fragilidad humana o la complejidad de la vida, y otra cosa es aceptar ideologías que pretenden partir en dos aspectos inseparables de la realidad. No caigamos en el pecado de pretender sustituir al Creador. No caigamos en la trampa de desgastarnos en lamentos autodefensivos, en lugar de despertar una creatividad misionera. Una educación sexual que cuide un sano pudor tiene un valor inmenso, aunque hoy algunos consideren que es una cuestión de otras épocas. Es una defensa natural de la persona que resguarda su interioridad y evita ser convertida en puro objeto. Es irresponsable toda invitación a los adolescentes a que jueguen con sus cuerpos y deseos, como si tuvieran la madurez, los valores, el compromiso mutuo y los objetivos propios del matrimonio. Asumir tareas domésticas a nadie lo hace menos ni significa un fracaso, una claudicación o una vergüenza. La Iglesia debe acompañar con atención y cuidado a sus hijos más frágiles, marcados por el amor herido y extraviado, dándoles confianza y esperanza.
El sacramento del matrimonio no es una convención social, un rito vacío o el mero signo externo de un compromiso. El sacramento es un don para la santificación y la salvación de los esposos. El matrimonio es una vocación, la decisión de casarse y de crear una familia debe ser fruto de un discernimiento vocacional. La unión sexual, vivida de modo humano y santificada por el sacramento, es a su vez camino de crecimiento en la vida de la gracia para los esposos. El amor rechaza todo impulso de cerrarse en sí mismo, y se abre a una fecundidad que lo prolonga más allá de su propia existencia. Entonces, ningún acto genital de los esposos puede negar este significado, aunque por diversas razones no siempre pueda de hecho engendrar una nueva vida. El hijo reclama nacer del amor, y no de cualquier manera, ya que él no es un derecho sino un don. Si la familia es el santuario de la vida, el lugar donde la vida es engendrada y cuidada, constituye una contradicción lacerante que se convierta en el lugar donde la vida es negada y destrozada. Es tan grande el valor de una vida humana, y es tan inalienable el derecho a la vida del niño inocente que crece en el seno de su madre, que de ningún modo se puede plantear como un derecho sobre el propio cuerpo la posibilidad de tomar decisiones con respecto a esa vida, que es un fin en sí misma y que nunca puede ser un objeto de dominio de otro ser humano. En la vida familiar no puede reinar la lógica del dominio de unos sobre otros, o la competición para ver quién es más inteligente o poderoso, porque esa lógica acaba con el amor. El amor no es sólo un sentimiento, sino sobre todo una maravillosa e inagotable tarea, que tiene su fuente en el hacer el bien. Algunos se creen grandes porque saben más que los demás, y se dedican a exigirles y a controlarlos, cuando en realidad lo que nos hace grandes es el amor que cuida, comprende y protege al débil. Es importante que los cristianos vivan esto en su modo de tratar a los familiares poco formados en la fe, frágiles o menos firmes en sus convicciones. A veces ocurre lo contrario: los supuestamente más adelantados dentro de su familia, se vuelven arrogantes e insoportables. Los esposos que se aman y se pertenecen, hablan bien el uno del otro, intentan mostrar el lado bueno del cónyuge más allá de sus debilidades y errores. Suelen guardar silencio para no dañar su imagen. Cuando nos han ofendido y decepcionado, el perdón es posible y deseable, aunque sabemos no es fácil.
Todos somos una compleja combinación de luces y de sombras. El otro no es sólo eso que a mí me molesta. Es mucho más que eso. Por la misma razón, no le exijo que su amor sea perfecto para valorarlo. Me ama como es y como puede, con sus límites, pero que su amor sea imperfecto no significa que sea falso o irreal. No es necesario controlar al otro, seguir minuciosamente sus pasos, para evitar que escape de nuestros brazos. El amor confía, deja en libertad, renuncia a controlarlo todo, a poseer, a dominar. Hay un punto donde el amor de la pareja alcanza su mayor liberación y se convierte en un espacio de sana autonomía: cuando cada uno descubre que el otro no es suyo, sino que tiene un único dueño mucho más importante: el Señor Jesús. El amor no se deja dominar por el rencor, el desprecio hacia las personas, el deseo de lastimar o de cobrarse algo. El ideal cristiano, y de modo particular en la familia, es amor a pesar de todo. Muchas veces uno de los cónyuges no necesita una solución a sus problemas, sino ser escuchado. Tiene que sentir que se ha percibido su pena, su desilusión, su miedo, su ira, su esperanza, su sueño. La alegría matrimonial, que puede vivirse aun en medio del dolor, implica aceptar que el matrimonio es una necesaria combinación de gozos y de esfuerzos.
Para que el diálogo conyugal o de otra índole valga la pena hay que tener algo que decir, y eso requiere una riqueza interior que se alimenta en la lectura, la reflexión personal, la oración y la apertura a la sociedad. De otro modo, las conversaciones se vuelven aburridas e inconsistentes. Cuando ninguno de los cónyuges se cultiva y no existe una variedad de relaciones con otras personas, la vida familiar se vuelve endogámica y el diálogo se empobrece.
A veces sucede que algunas familias cristianas, por el lenguaje que usan, por el modo de decir las cosas, por el estilo de su trato, por la repetición constante de dos o tres temas, son vistas como lejanas, como separadas de la sociedad, y hasta sus propios parientes se sienten despreciados o juzgados por ellas. Por eso, cuando  quienes comulgan se resisten a dejarse impulsar en un compromiso con los pobres y sufrientes, o consienten distintas formas de división, de desprecio y de inequidad, la Eucaristía es celebrada y recibida indignamente.
A los matrimonios jóvenes hay que motivarlos a crear una rutina propia: darse siempre un beso por la mañana, bendecirse todas las noches, esperar al otro y recibirlo cuando llega, cada tanto salir juntos, compartir tareas domésticas, etc. No se convive para ser cada vez menos felices, sino para aprender a ser felices de un modo nuevo, a partir de las posibilidades que abre una nueva etapa. Cada crisis implica un aprendizaje que permite incrementar la intensidad de la vida compartida. En una crisis no asumida, lo que más se perjudica es la comunicación. Y, se ha vuelto frecuente que, cuando uno siente que no recibe lo que desea, o que no se cumple lo que soñaba, eso parece ser suficiente para dar fin a un matrimonio. Así no habrá matrimonio que dure.
Por otro lado, debemos alentar a las personas divorciadas que no se han vuelto a casar -que a menudo son testigos de la fidelidad matrimonial- a encontrar en la Eucaristía el alimento que las sostenga en su estado. En cambio, a las personas divorciadas que viven en nueva unión, es importante hacerles saber y sentir que son parte de la Iglesia, que ‘no están excomulgadas’, porque siempre integran la comunión eclesial, y tener caridad para identificar los casos de nulidad. El divorcio es un mal, y es muy preocupante el crecimiento del número de divorcios. Sin duda, nuestra tarea pastoral más importante con respecto a las familias, es fortalecer el amor y ayudar a sanar las heridas. De allí que, las comunidades cristianas no deben dejar solos a los padres divorciados en nueva unión. Al contrario, deben incluirlos y acompañarlos en su función educativa. El camino de la Iglesia, desde el concilio de Jerusalén en adelante, es siempre el camino de Jesús, el de la misericordia y de la integración. El camino de la Iglesia es el de no condenar a nadie para siempre y difundir la misericordia de Dios a todas las personas que la piden con corazón sincero. Hay que evitar los juicios que no toman en cuenta la complejidad de las diversas situaciones, y hay que estar atentos al modo en que las personas viven y sufren a causa de su condición. Se trata de integrar a todos, se debe ayudar a cada uno a encontrar su propia manera de participar en la comunidad eclesial, para que se sienta objeto de una misericordia inmerecida, incondicional y gratuita. Nadie puede ser condenado para siempre, porque esa no es la lógica del Evangelio. Si alguien ostenta un pecado objetivo como si fuese parte del ideal cristiano, o quiere imponer algo diferente a lo que enseña la Iglesia, no puede pretender dar catequesis o predicar, y en ese sentido hay algo que lo separa de la comunidad (cf. Mt 18,17). Necesita volver a escuchar el anuncio del Evangelio y la invitación a la conversión. Pero aun para él puede haber alguna manera de participar en la vida de la comunidad, sea en tareas sociales, en reuniones de oración o de la manera que sugiera su propia iniciativa. Los bautizados que se han divorciado y se han vuelto a casar civilmente deben ser más integrados en la comunidad cristiana en las diversas formas posibles, evitando cualquier ocasión de escándalo que llevara a pensar que la Iglesia sostiene una doble moral. ¡Que nunca alguien crea que se pretenden disminuir las exigencias del Evangelio! De ninguna manera la Iglesia debe renunciar a proponer el ideal pleno del matrimonio, el proyecto de Dios en toda su grandeza.
Para finalizar, les hago oír lo que les dice la Madre del cielo: “¡Caminen, amados esposos y amadas familias, sigan caminando!  Lo que Dios les promete es siempre más. No desesperen por sus límites y debilidades, ni renuncien a buscar la plenitud de amor y comunión que el Hijo de Dios, encarnado en mis puras entrañas, les prometió que recibirán de la vivencia responsable y creyente del amor conyugal.

¡¡¡Madre de los matrimonios y las familias, ruega por nosotros!!!